Sin
voz
De "Malas Noches"
Alejandra
Costamagna
He llegado a pensar que estoy muerta. Mis pasos van dejando huellas
de barro en estas calles desoladas. No comprendo a qué obedece
este fastidioso desamparo. Miro muros de pinturas desdibujada, veo
raíces de árboles sin hojas ni ramas, veo troncos, veo
naranjas repartidas por el suelo, veo gatos y luego ya no los veo.
Abrocho mis zapatos, toco mi panza para comprobar su estado y me
pierdo en los innumerables callejones
de este pueblo, en sus laberintos de cemento. Hace horas camino hacia
la casa de mis padres y siempre retorno hacia la misma esquina. Entonces
vuelvo a partir y doy con la esquina y parto y la esquina y así:
me cansa esta circularidad.
La noche cae de golpe, aplasta mi sombra en una ronda oscura. Enciendo
un fósforo, pero su luz dura un segundo antes de que la brisa
la apague. Enciendo todos los fósforos de la caja y un a uno
se van consumiendo en su calor. En penumbras debo hacer un esfuerzo
por regresar a la esquina sin tropezarme. A estas calles les han hecho
algo, no sé, las han disfrazado ante mi visita. Qué
maldad. Yo no hago más que caminar. Golpeo todas las puertas
de este pueblo huidizo, me asomo por los patios y los jardines. No
hay señales de nada. Con suavidad tiro piedras a las ventanas.
Luego lo hago bruscamente. Quiebro un vidrio, incluso. Pero a nadie
le afectan acá los cristales rotos. Todos se han ido ¿dónde?
No sé. Siento que mi panza se abulta cada vez más y
de a poco me invade la intuición de que es una lombriz lo que
llevo a dentro. ¿Por qué cargo con este parásito?
Se lo traigo a mi madre para que lo acune cuando salga de mí.
Respondo a su vieja petición. Pero ella me sorprende con su
ausencia. ¿Por qué todos se han ido?
Cuando los encuentre los golpearé. Partiré por mi madre
y seguiré por los demás. Serán azotes de protesta
los míos. Es muy miserable su abandono. ¿Qué
significa esto de desaparecer sin aviso? ¿Acaso creen que tengo
toda la vida para encontrarlos? Juegan a las escondidas los malditos
y me obligan a levantar las tapas de los basureros, a remover los
escombros, a patear las piedras, a gritarles desde la copa de un árbol.
¿Dónde están? Mi madre decía que iba a
ser yo quien la perseguiría alguna vez. Hablaba con rabia desde
la cama y se tapaba con las sábanas y cerraba los ojos y no
me permitía ver su cuerpo desfigurado. Yo entonces me iba,
desaparecía un par de semanas, unos meses, muchos años.
Pero aquí estoy, mamá: es de noche, volví. ¿Es
que el rencor te ha desterrado? Está bien, tenías razón.
No debí haberte abandonado en la agonía. Pero no veo
por qué el resto, un pueblo entero, me rehuye. Es una gente
muy descortés ésta. Yo también nací acá,
sacudí los naranjos para que botaran las frutas, coleccioné
piedras en la plaza, caminé por los andenes despoblados en
las tardes de invierno. Yo me levanté en las mañanas
y me acosté en las noches. Y sí, olvidé sus caras
también. ¿Cómo eran? Pálidos como yo,
seguro. No, qué digo: mi madre era morena. Lo recuerdo porque
a veces comparábamos el color de nuestra piel y nos reíamos.
Estoy segura de que nos reíamos. ¿Con quién?
¿Qué decía? Las caras, eso, las imágenes.
Mueren como gotas mis visiones.
En cada lugar emergen fracciones de recuerdos. Son diminutos, casi
podrían no ser. La estación de trenes evoca a mi padre,
por ejemplo. ¿Quién era mi padre? Me detengo a mirar
los rieles oxidados y hago esfuerzos por traerlos a mi memoria. Algo
me bloquea su contorno. Estoy obligada a adivinar sus facciones, su
mueca de fatiga. Incluso llego a inventarle un olor. ¿Esto
es un engaño, es mi mente escarbadora? Mi padre a veces se
iba lejos y no volvía en muchos meses, me engaño o escarbo.
Pero tal vez nunca estuvo, nunca se fue, nunca volvió. Apoyo
mi oído en el suelo del andén. Hay rumores, voces perdidas.
Una de ésas debe ser la suya. Papá ¿me escuchas,
papá? Tomo aire, intento retenerlo al respirar, pero entonces
su olor se confunde con una pestilencia que invade toda la estación.
Hay ratas, hay peste. Me alejo de este lugar sosteniendo mi panza
cada vez más pesada. Juro que nunca los dejaré acariciar
mi bulto. Corro hacia la esquina fija. Muy pronto advierto que debo
disminuir la marcha: si no cuido mis pasos, podría caer dentro
de una alcantarilla.
Ahora los caminos se superponen con desorden. No sé dónde
está mi esquina. Ésa es la escuela, sí, creo.
Me veo, veo a mis hermanos, a mi compañera de banco. Pero está
todo en penumbras. A tientas abro la reja y camino por los patios.
Me detengo en el quiosco de golosinas. Hay un silencio sepulcral.
Intento llegar hasta las salas. No puedo: hay candados en todas las
puertas. Me parece ver barreras en los pasillos. ¿Es que también
los niños y los maestros y la inspectora de falda ajustada
y el vendedor de maní han desaparecido? Tanta soledad no me
cabe. De nuevo quiero correr, pero mi panza no me lo permite. Vuelvo
a la calle y camino aceleradamente, como si mis piernas fueran algo
independiente de mi cuerpo. Llego a la plaza. La compostura de ese
farol me abruma. ¿Qué es todo esto? Hay un vendedor
ambulante sentado en un banco de madera.
Por fin alguien me dará una explicación. El viejo tiene
una lámpara a parafina y se dispone a apagarla. La sopla: desaparece
con su aliento. Ya no hay nada. No hay viejo ni farol ni plaza. Intento
gritar, pero mi lengua se ha vuelto torpe. Solo enredo y desenredo
palabras, letras sueltas. Soy un cuerpo de sonidos difusos, nada más,
y me consumo en la mudez.
Una bruma pesada lo confunde todo. No veo. Es como si me hubieran
cerrado los ojos con una venda. Y yo sigo rastreando la esquina entre
las calles desoladas. Mis pasos son intuiciones. El cemento de las
avenidas se mezcla con el aire y muy pronto el pavimento desaparece
y es un camino pedregoso el que me toca aplastar. Voy a gritar y confirmo
que no tengo voz. Tampoco escucho con claridad. Me parece oír
murmullos lejanos, palabras apretadas. ¿Qué son esos
ruidos? Tapo mis oídos para no seguir confundiéndome.
Huele a humedad en este laberinto. Tal vez llueve y no tengo paraguas.
Estiro la palma de mi mano hacia arriba esperando recibir gotas del
cielo. Nada. No hay agua, no hay truenos, no hay nada. Por momentos
me parece estar debajo de la tierra. Quizás lo que llueve son
terrones de barro. ¿Dónde están, por favor? Cada
vez es más oscuro y brumoso el aire. Me cuesta caminar. ¿No
estaré yendo hacia atrás? La panza me cuelga, tengo
la sensación de que se va a desprender de mí. Debería
cosérmela al cuerpo. Es imposible; no veo hospitales. Ni siquiera
veo una puerta que permita abrir la noche. Qué descuidada,
debí haberme cosido antes de partir. Pero no recuerdo el minuto
de mi partida. ¿De dónde partí?
Las piernas ya no me sostienen, que peso tan intolerable. Si encontrara
una tijera podría acabar con esta gordura inútil. Crece
a cada minuto y de a poco se apropia de mis sentidos. Ahora me tiene
sin respiración. Es una brutalidad seguir guardando esta carne.
Me duele. Debo agacharme y gatear para continuar la búsqueda.
No doy un paso sin que la panza me estorbe. El viejo de la lámpara
vuelve a aparecer detrás de un farol. Juega conmigo el viejo
de mierda: aparece y desaparece riéndose. Deme una tijera,
le pido. Me parece distinguir un metal brillando entre sus manos,
pero es solo una ilusión. Sáqueme este bulto, por favor.
Entrégueselo a ella, le ruego. ¿A quién?, pregunta
antes de soplar nuevamente su lámpara. A ella, insistió.
A mi madre, señor. La oscuridad se lo lleva definitivamente
y vuelvo a estar sola, sola con mi cuerpo deforme.
Creo que de nuevo están cayendo gotas. No, soy yo la que se
humedece. Estoy salpicándome. Mi vestido se cubre de rojo.
Le arranco una manga para detener el avance de la cañería
que se me ha abierto. Maldita la sangre con que me hicieron. Amarro
mi cintura con el trapo y vuelvo a la normalidad. Qué alivio.
Pero ahí está fluyendo de nuevo, maldita sea. Ahora
sale del ombligo, de la garganta, de mi cuerpo completo. Maldito el
fruto de mi panza. Me amarro entera, hago un nudo de mi misma. Me
sostengo en ese trípode que es mi cuerpo, me desprendo de la
curiosidad que me trajo a este lugar y comienzo a olvidar a mis seres
perdidos. Soy un ovillo de la roja. Redonda como me he vuelto, ruedo
por la noche vacía. Ruedo, ruedo, ruedo sin perder mi circularidad
apañada. Puedo ver mi deslizamiento por las rutas disparejas
de este pueblo, por la esquina fija. Me invade el vértigo,
ay. Estoy superando la velocidad del sol; me pierdo. Pero sé
que voy a traer el amanecer por el norte cuando logre traspasar las
arterias y este cielo opaco. Malditos ellos que se fueron, ¿quiénes?
Maldita yo que los olvidé.