Alejandra Costamagna: "Del ridículo cotidiano no se escapa nadie"
Por Álvaro Matus
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 18 de noviembre de 2007
"Dile que no estoy", su cuarta novela, explicita desde el título la profunda incomunicación que existe entre un padre y su hijo. Pero la historia es también una reflexión sobre el arte y un contrapunto entre la vida santiaguina y la de provincia.
El lugar que ocupa la familia en las novelas es siempre significativo. Incluso la historia de la literatura, sugiere Saer, podría concebirse a partir del modo en que aparecen las relaciones entre padres, hijos y hermanos. Basta recordar las luchas encarnizadas de Los hermanos Karamazov, la frialdad del protagonista de El extranjero durante el entierro de su madre o las palabras cortantes de Beckett en Molloy: "Mi hijo sólo iba a servirme de estorbo", "Le prohibiría llamarme papá", "No le perdonaría nada".
Por un camino así de espinoso avanza Alejandra Costamagna, autora de novelas y cuentos atravesados por la angustia, la incapacidad de comunicación y las deslealtades. Cansada ya del sol (2002), por ejemplo, es una historia de silencios que terminan por salir a flote, provocando así el quiebre entre un padre y su hija.
Ahora acaba de publicar Dile que no estoy (Planeta), novela en la que una familia de clase media, radicada en Calbuco, se deshilacha como una alfombra vieja. La disolución comienza cuando el padre se declara en bancarrota -pierde la casa en el póquer- y, poco después, la madre muere de cáncer. A Lautaro, un adolescente que continúa con la tradición familiar de tocar piano, no le queda más remedio que dejar la ciudad y partir, junto al papá, a Santiago. Llegan a la casa de un pariente lejano, un carnicero de la Gran Avenida, viejo y enfermo, con el que prácticamente no cruzan palabra. En realidad, entre el padre y el hijo tampoco hay diálogo. El primero pasa largas temporadas fuera, como vendedor viajero, mientras que el joven ingresa al Conservatorio, aplana calles, se enamora y, sobre todo, fantasea y se desvela. Mezcla de travesía de la conciencia, novela de iniciación y reflexión sobre el arte, Dile que no estoy posee la inquietante belleza de los acantilados: el paisaje es indisociable del peligro. La tristeza, apenas atemperada por un humor opresivo, va ganando terreno a medida que la distancia entre el padre y el hijo -entre Santiago y Calbuco- se acrecienta.
Finalista del premio Planeta-Casa de América 2007, el libro arranca con una cita de Felisberto Hernández que devela, de paso, la filiación de la autora con la literatura del Río de la Plata: "Mis abuelos paternos eran de Campana, una ciudad pequeña al norte de Buenos Aires -cuenta-, y mis padres son argentinos. Autores como Onetti, Puig, Arlt, Di Benedetto o Felisberto Hernández me resultaban muy familiares. Hay algo del interior, como llaman en Argentina a la provincia, que me atrae mucho. Algo de lo mínimo, presente en películas como Whisky o Historias mínimas".
-¿La pequeña tragedia cotidiana?
-Claro, son obras que ponen el ojo en la heladera que suena, en la baldosa a cuadritos, en los yuyos, en el habla cotidiana. En un modo de contar las cosas, quizás, que no es del todo lógico ni rectilíneo. Me interesan esas presencias domésticas, las banalidades incluso.
-Sobre Felisberto vuelves en varias oportunidades.
-Es la música de fondo de la novela. No sólo porque era pianista y porque era de provincia, sino también por su manera de hacer pie en las ideas, en los pensamientos que se cuelan por esas "tierras de la memoria", como diría él mismo. La cabeza que se piensa sola, que revuelve pensamientos inútiles y muchas veces indeseados.
-Al igual que el protagonista, tú padeces de insomnio. Y Felisberto tiene cuentos donde trata el tema.
-En ese estado intermedio entre la vigilia y el sueño, en esa especie de embriaguez mental, la cabeza te abandona, se va quién sabe a dónde, y deja al cuerpo tendido en la oscuridad mientras ella se pone a producir pensamientos. Eso es muy de Felisberto, aunque el protagonista del libro nunca lee un libro suyo. Pero sabe de él por una compañera del Conservatorio. Sabe que tienen algo en común, incluso. Pero sus pensamientos lo llevan finalmente por otro camino, que no es el de la lectura.
-¿Tú aprovechas el insomnio para escribir?
-A veces les sigo el rumbo a esas ideas desbocadas. En el velador tengo una libretita donde apunto esas imágenes o esos pensamientos, porque sé que si no lo apunto se perderán definitivamente. Pero por otro lado, en el momento se tiende a pensar que son genialidades y, en verdad, no lo son. Durante el día también estoy apuntando ideas en papelitos, servilletas, boletas, lo que sea. Antes lo hacía en los boletos de micro, que tenían un tamaño justo para apuntes breves. De repente llega una idea y se me ocurre que si no la escribo no la voy a recuperar más. O no con ese tono, al menos. Después ordeno los papelitos y voy armando monos, posibles estructuras.
-¿Ves a Lautaro como un extranjero, alguien parecido al protagonista de tu novela "Ciudadano en retiro"?
-Creo que ambas novelas están emparentadas y que Lautaro, de algún modo, tampoco encaja en ningún lado. Pero a diferencia del protagonista de Ciudadano..., éste es un quedado. Su carácter es más pusilánime, quizás. Lautaro prefiere hundirse en el piano y vivir en su mundo. Dile que no estoy tiene que ver con el control y descontrol de las ideas, pero también con la ingenuidad, con la timidez, con la torpeza, con lo ridículos que podemos llegar a ser.
-¿Por eso la novela tiene un toque cómico y patético a la vez?
-Bueno, quizá ésta haya sido la novela con que mejor lo pasé. Yo misma me divertía con algunas situaciones que me hacían dudar de cómo reaccionaría el personaje. Cuando Lautaro y Daniela van al restaurante chino, terminan peleándose por cosas ridículas, y no es que ellos sean más básicos o inmaduros o superficiales. Del ridículo cotidiano no se escapa nadie, ni en las novelas ni en la vida.
-El arte -el piano- separa a Lautaro del drama cotidiano. ¿Ansías que la escritura cumpla una función similar?
-Para Lautaro el piano es su manera de respirar. A él le gustan los sonidos, se maravilla con la existencia de la música y lo demás -el criterio de la academia, la carrera, el éxito- le importa un pepino. No lo ve como algo solemne, sacro. Lo que importa ya está en su mente. Y lo que importa en este caso es la simple combinación de notas. Por eso le da exactamente lo mismo tocar en un concierto o en un hotel o en un bar. Lautaro apuesta a la no erudición. El personaje al final es alguien intuitivo. Y el piano es el vehículo. Pero podría haber sido un escritor y es el mismo rollo. De alguna manera, la escritura puede cumplir una función similar, se me ocurre: ser un pulmón.
-Eso suena a definición de principios. ¿Cómo te afectan la competencia y las clasificaciones literarias?
-Siento que hay que estar lo más lejos de eso, aunque uno no puede prescindir totalmente. Uno está adentro, después de todo. Mi manera de mirar la literatura tiene relación con un placer primario, silvestre diría, de leer y escribir. Después de estudiar periodismo, ingresé a un magíster en literatura, pero no terminé. Me quise ir por el lado autodidacta. No es que esté contra la academia, pero me acomoda más leer y escribir y leer de nuevo, formar una especie de cadena que me parece más fresca que estar ahí sacando grados como si estuviera corriendo en un hipódromo. Si uno escribe es porque quiere mirar las cosas de otra forma, que poco tiene ver con los rankings y las clasificaciones.
-¿No se contradice con haber mandado la novela al Premio Planeta?
-La escritura no cambia un ápice por participar en un premio. En todo caso, creo que con esta novela yo podría haber estado cinco años más, corrigiendo y corrigiendo, porque ése es un proceso medio obsesivo y adictivo, siendo que en realidad ya era momento de desprenderse: la novela estaba lista.
-Cuando el protagonista escucha a Schrönberg siente el arrebato de algo nuevo y desordenado, ajeno a todas las normas impuestas. ¿Es ésa la misión del arte?
-Claro, Lautaro queda perplejo con esos sonidos agudos en el medio de la nada. Tiene la sensación de estar a punto de caer a un precipicio. Y de alguna manera eso lo acerca a su propia experiencia de sentirse ajeno con casi todo. Esta música atonal no es de ninguna parte, lo asalta de repente. Y me gusta la idea de traer lo raro, lo nuevo, lo que se sale y meterlo en la cajita de lo cotidiano, de lo banal, si tú quieres. No sé si el arte debe o no ir desplazando los valores dominantes, pero sí me interesa mucho el mestizaje de los géneros. Es bueno pensar que a veces se pueden tocar todas las teclas del piano juntas.
-A propósito de mezclar géneros, tu trabajo anterior fue justamente la recopilación de crónicas de Jenaro Prieto.
-La crónica, que me parece el puente perfecto entre literatura y periodismo, puede ayudar a desacralizar ciertos parámetros que, de tan establecidos, se empiezan a volver ñoños. Poder cruzar los géneros como lo hace Leila Guerriero en Los suicidas del fin de mundo, o Zambra con su "novela-poesía", o Bellatin, quien mezcla novela y fotografía para crear una narrativa totalmente plástica. Yo antes decía que el periodismo era el cable a tierra y la literatura la fiesta, pero con Jenaro Prieto el periodismo vuelve a ser fiesta. La mirada un poco ingenua del ciudadano de a pie, de cosas básicas e íntimas, es sorprendente. Tiene una crónica sobre los piojos, por ejemplo. En otra dice que Alessandri tenía un perro más rasca cuando gobernó con las clases populares, en cambio cuando lo hizo junto a la aristocracia tuvo un gran danés. Sus crónicas se leen como radiografías de un Chile que ya no existe, y con un humor poco frecuente en los cronistas del día a día.
-¿Es para ti la relación con el padre el vínculo más frágil, esencial o traumático?
-Francamente no sé qué hay detrás de la imagen del padre. Sé que la paternidad y la memoria son dos temas bastante recurrentes en mis libros, pero no va por un asunto autobiográfico ni por la metáfora de la autoridad social. O no conscientemente, al menos. Por otro lado, en esta novela está el tema de paternidad, pero es una historia de ausencias también. La madre no está o está a través de su ausencia. Al final es una familia, como se dice hoy, disfuncional. El padre a duras penas se hace cargo del hijo, y aunque alguna gente me ha dicho que es un viejo de mierda, a mí no me parece tan malo. Es difícil estar en su pellejo, porque es un chicha fresca y debe hacerse cargo de un adolescente. Es un chileno bien típico. Me interesaba trabajar con tipos comunes y corrientes, que les pasan cosas, que son medio miserables de repente, que son ridículos.
-¿Sientes que las novelas escritas por mujeres se interpretan freudianamente, buscando el rollo con el padre y todo eso, mientras que si lo hace un hombre tiene una lectura múltiple?
-Puede ser. Pedro Páramo es la historia del padre, pero siempre se la lee por el lado del espacio, de Comala, del desierto. No se puede negar que hay una cosa con la escritura de mujeres bastante caricaturesca.
-Una idea dominante del libro es el viaje de la provincia a la capital. ¿Te interesaba especialmente este aspecto?
-El viaje en este caso tenía que ver con lo periférico del personaje. Con su extranjerismo. Una de las primeras ideas al empezar la novela fue que alguien decidía dejar de hablar. Y en parte eso vino de mi abuelo materno, que un día resolvió quedarse callado, igual que la madre del protagonista poco antes de enfermarse. Mi abuelo había sido oficial de correos en Argentina. Viajaba todo el tiempo por el interior. Y un día lo jubilaron por años de servicio y quedó sin el póquer, sin los amigos del boliche, sin brújula y con sus dos hijos fuera del país. Y halló que estaba bueno de hablar. O al menos resolvió que hablaría lo justo: pásame la sal, ahá, bueno, chao. Tenía 55 años. Al pensar en esa historia, tuve también la idea de los viajes como ejes de un conflicto: lo que se va perdiendo en cada viaje. Y las grandes distancias -de sentido, más que geográficas- entre la capital y la provincia.
-¿Qué papel desempeña el viaje en tu escritura?
-Es el mejor momento para leer, para escribir y para pensar. Dile que no estoy es producto de múltiples viajes en bus al norte, al sur y al litoral central. El viaje además permite tomar distancia. Y sobre todo permite estar solo, que para mí es el estado natural de la escritura.
DILE QUE NO ESTOY
Novela de Alejandra Costamagna
Planeta, Santiago, 2007, 260 páginas.