Presentación:
“Sobre el tejado de los venusterios” de Alfredo Cárdenas
(Barcelona, PPU, 2003)
Por
Gemma Gorga i López*
Poeta peruano, nacido en Lima,
estudió pedagogía es un escritor de gran talento y una
voz reconocida por su eficaz manejo de la imagen poética y
su búsqueda de amalgamar; lo social, lo lírico bajo
una preocupación filosófica sin perder de vista el problema
existencial del hombre actual.
Cuando me subí al tejado de los venusterios por primera vez
y comencé a leer las palabras preliminares con las que el autor
nos sitúa mínimamente en su obra, me vino a la cabeza
una frase que pronunció el pensador alemán Karl Kraus
en un momento muy frágil y complicado de la historia europea
y que dice algo así como “si alguien tiene alguna cosa que
denunciar, que dé un paso adelante, y que se calle”. En la
poesía de Alfredo Cárdenas hay dos cosas que llaman
de inmediato la atención: una es la riqueza de imágenes
y la otra esa extraña
música que imprime a los poemas. Pero por debajo de esos dos
aspectos tan llamativos, hay un tercer elemento fundamental, pero
mucho más escurridizo y difícil de apresar que estos
dos: me refiero a su actitud de denuncia. Esta actitud de denuncia
le confiere al poemario una densidad ética y moral innegable.
Pero voy a explicarme, porque corren malos tiempos para la palabra
denuncia, y alguien podría entender lo que no es. Su poesía
no tiene nada de panfletaria, ni de simplista, ni de maniquea. Es
la denuncia de una insatisfacción profundamente humana, de
una incomodidad difícil de definir, que le afecta en tanto
que ser individual y en tanto que ser social (en un verso –donde se
perciben los ecos de Blas de Otero– habla de “el hombre inhumanamente hombre”). Sus poemas dan la sensación de un extrañamiento,
de una metafísica de la tristeza (pero no la tristeza del solipsista
que todo el día se mira el ombligo, sino la tristeza de quien mira a su alrededor, y no entiende). Pero lo que me hace pensar sobre
todo en la frase de Karl Kraus, es que Alfredo Cárdenas hace
algo extraordinario, y es que grita sin gritar, que grita desde el
silencio, que da un paso adelante, y se calla. Si abrimos el libro,
las primeras palabras con las que tropezamos son estas: “me propongo
el espacio más apagado del arte”. Se lo propone y lo consigue:
esa escritura “en voz baja” es terriblemente efectiva. No asume la
actitud del profeta que se sube a la tarima y dictamina qué
está bien y qué está mal. Asume la actitud del
ser humano perplejo que nos hace partícipes de esa perplejidad.
En esta misma línea, hay que decir que el autor tiene la virtud
de saber pronunciar algunas frases lapidarias como de paso, como quien
no quiere la cosa, casi como si se le cayeran del lápiz sin
haberlo pretendido (lo cual les da fuerza, claro): “no es fácil
acertar los caminos”, “siempre hay una deuda que no se paga”, “renacer
cuesta mucho”: pequeñas perlas que el autor deja caer aquí
y allá, sin sacarles más brillo del que tienen.
En algunos poemas pesa más
la vertiente “social” o “comunitaria”, como por ejemplo el titulado
“1992” que le dedica a Cristóbal Colón, mientras que
en otros pesa más la vertiente “individual”, “íntima”,
como en el poema titulado “Desde los ecos”, donde el yo lírico
parece soportar sobre sus hombros una existencia que le pesa demasiado,
descomunal y, lo que es peor, incomprensible. Quizá de esa
incomprensibilidad nacen las preguntas que recorren y salpican todo
el poemario: “¿cuál es la pared para encontrarnos?”,
“la alegría visionaria, ¿dónde está?”,
“Qué es el tiempo?”, preguntas que tampoco esperan respuesta,
que simplemente están ahí como una señal más
de desazón, de desubicación vital. Esta “manía”
de preguntar, sabiendo ya de antemano que no hay respuesta, me recuerda
a Joan Vinyoli, que en un verso definía así al hombre:
“l’home, inútil preguntaire”. Afortunadamente, sigue habiendo
gente que hace preguntas “inútiles”.
Después de leer el libro, la sensación que perdura en
el lector está a medio camino entre el extrañamiento
y la tristeza. Esa sensación de extrañamiento creo que
nace, en buena medida, del sabio empleo de una serie de imágenes
desconcertantes, sorpresivas, que nos obligan a mirar la realidad
con otros ojos (leer p. 49, o esta metáfora tan bonita que
aparece en un poema titulado precisamente “Poema a la ausencia” y
que dice: “porque eres liebre recorriendo incontrolable las praderas
de mis noches”.
(Pág. 49)
Sólo
“He sonreído como un lunático
ante el espejo oscuro de mi cuarto
porque hoy me has dicho sí
con esa mirada que siempre titubeabas
cuando tú eras algo más allá de esos cristales,
............ yo era nadie
ante ese hielo amargo de mi cielo”
Estas asociaciones inesperadas
se producen a menudo entre un adjetivo y un sustantivo, como esas
“córneas sombras” (el hallazgo del adjetivo “córneas”
hace que esas sombras sean todavía más duras, más
hostiles), o esas “erizadas promesas”, o esos “pitagóricos
dibujos”, o ese “bolsillo remilgado”. No hace falta entender estas
asociaciones; basta con dejarse impregnar por su belleza: no siempre
hay que entender intelectualmente; también se puede entender
emocionalmente. Es como si el poeta con esas imágenes rompiera
los lazos habituales que existen entre las cosas, como si hiciera
añicos la realidad ordinaria, y luego con esos pedazos recompusiera
un mundo nuevo para ofrecerlo en sus versos. Como en un caleidoscopio,
donde los pequeños cristales forman cada vez que lo giramos
figuras nuevas.
El autor acumula imágenes
sorprendentes con una complacencia que a ratos parece casi barroca.
Las imágenes se siguen, se persiguen, se superponen, se encaraman
una sobre otra, pisándose los talones, como si quisieran hacerse
un espacio preferente en nuestra imaginación. El arranque del
poema titulado “El camino” podría ser una ejemplo de esta especie
de saturación imaginística (que quizá a algún
lector pueda parecerle excesiva, pero que a mí me gusta mucho).
Voy a leerlo (p. 19).
“El mundo es un fogón de tren
que ignora su principio,
una hoguera en medio de la nocturnidad
fulgor que destella y sólo abre un pecho,
un campamento para refugiarnos
en los forados abiertos en estos incendios de vigilia”
Crea una atmósfera cuajada
de extrañas referencias bíblicas (los evangelios que
aguardan nuevos advenimientos, una mortaja al pie de un mandamiento
roto) y de cuento gótico (los jóvenes que danzan alrededor
de los árboles, los castillos a la luz de la luna, el acantilado,
el miedo, el grito, el suicida). Cárdenas toma nuestra imaginación
de la mano y nos lleva arriba y abajo sin tregua.
Esas imágenes extrañas
encuentran su correlato natural en una sintaxis igualmente extraña,
una sintaxis que a veces está a un paso de la dislocación
y de la ruptura (pero el autor no llega nunca a atravesar la frontera
de la descomposición sintáctica: juega con una puntuación
a ratos caprichosa, descoyunta algunas concordancias, pero el sentido
siempre queda a salvo). A ratos, recuerda a Cortázar: “El mañana
es un árbol copioso de seres inexistentes / anidando pájaros
con plumajes de quejidos / o aullidos risueños persiguiendo
la luz, y aparecer” (p. 23). La puntuación es igualmente extraña
y, para definirla, voy a citar unas palabras de Jaime Gil de Biedma:
“por ejemplo, una puntuación dedicada exclusivamente a resaltar
los énfasis, a recalcar una palabra o un grupo de palabras
con desprecio de la norma, cortando las partes de la oración
igual que rabos de lagartija, para que se tuerzan solas”. En estos
versos hay muchos “rabos de lagartija”.
Creo que uno de los grandes retos
a los que se enfrenta todo poeta es encontrar una música íntima,
propia, personal, que sea, para entendernos, como el ritmo respiratorio
que da vida a sus palabras. En este sentido, Alfredo Cárdenas
tiene mucho de ganado. Yo diría que su ritmo poético-respiratorio
es un ritmo lento, moroso, de frases que se alargan y caen en cascada
por los versos. De manera explícita, en el poema “Statu quo”,
separa las sílabas del adverbio “lentamente” y escribe “len-ta-mente”.
A veces (poesía del mester de clerecía, verso de arte
mayor del siglo XV) es muy útil leer los versos marcando el
ritmo acentual con los nudillos de la mano. Con poesía contemporánea
pocas veces funciona. En el primer poema se me van los dedos (p. 13).
“Han hecho lo imposible por emocionarte
arrastraron ante ti entre filudas peñas
viejas y jóvenes doncellas con pretensiones
frescas como olor de flores,
novias con miradas de rocío al vacío sin pasado
en pie”…
En la página 31, hay una
auténtica fiesta del ritmo, siempre el mismo esquema, cada
sílaba tónica está separada por tres sílabas
átonas (leer), lo cual remarca todavía más esa
sensación de que el verso discurre con lentitud, casi arrastrando
los pies, hasta quedarse sin aliento. Y es que, como dice Octavio
Paz en El arco y la lira, “el ritmo no es medida; es visión
del mundo”.
“¡Qué quedaron!… el tiempo
detenido
desde siglos, desde que yo fundé
mi isla, mi ciudad, mi calle en la quebrada”
Hace una semana tuve la oportunidad
de hablar durante unos diez minutos con Alfredo y, para tratar de
entender un poco mejor su obra, le pregunté por sus poetas
preferidos, o los que estaba leyendo en aquel momento. Y me soltó
tres nombres al azar: Jorge Luis Borges, Czeslaw Milosz y Nazim Hikmet.
Un poeta argentino, uno polaco y uno turco. Sus palabras me confirmaron
algo que sospeché al leer su libro: Alfredo Cárdenas
es un lector omnívoro (me lo imagino devorando insaciablemente
poesía de la buena en una especie de banquete literario). Hay
en El tejado de los venusterios un poso de lecturas, pero un poso
reposado y decantado, sin ninguna influencia chillona que uno detecte
inmediatamente. Todas esas lecturas están más que bien
digeridas e integradas en su tejido poético. Para terminar,
leer “Ocaso” (p.65).
“porque en los mercado donde la gente
vende su cuerpo
no me queda sólo correr al arbusto
del cual cogí el primer fruto maduro
el primer árbol que representa mi vida,
que no se deshoje mi pena, no deseo
el olvido del otoño vaciado en medio de los mercados”…
Gemma Gorga i López
(Barcelona, 1968) Doctora en Filologia Hispànica per la Universitat
de Barcelona, on actualment treballa com a professora. L’any 1994
va guanyar el premi Memorial Conxa Millan. Ha publicat dos llibres
de poemes: Ocellania (Barcelona, Parsifal Edicions, 1997, IX Premi
de Poesia “Rosa Leveroni”) i El desordre de les mans (Lleida, Pagès
Editors, 2003, finalista del VII Premi Màrius Torres). La seva
tasca docent i investigadora s’ha centrat en l’àmbit de la
literatura hispànica de l’Edat Mitjana i de l’Edat d’Or.