"Memoria de mis putas tristes" ("Editorial Sudamericana,
2004) es el último libro del Premio Nóbel Gabriel García
Márquez. Se trata de la historia de Mustio Collados, cronista
del diario local, en una ciudad del trópico, captador de ondas
cortas y teletipos, que decide regalarse una noche de amor con una
adolescente virgen el día de su cumpleaños 90. Para
tal efecto, toma contacto con Rosa Cabarcas, dueña del mejor
prostíbulo de la ciudad y comienza una aventura esperpéntica,
llena de locura y ensueño. Nuestro personaje se jacta de que
nunca se ha acostado con una mujer sin pagarle y a las pocas que no
eran del oficio tuvo que rogarles de que aceptaran dinero aunque después
lo botaran a la basura.
Esta novela es una recreación del clásico
japonés "La casa de las bellas durmientes" de Yasunari
Kawabata donde el personaje pagaba por dormir ("tan solo mirarlas",
dice el personaje original) con niñas drogadas y alcohólicas.
Collados, frecuentador de todas las casas de remolienda
del pueblo, es un personaje solitario, sentimental, aferrado a la
vida a través de lo que ha aprendido en los libros de la literatura
griega, española. Vive un mundo de fantasía; toda su
vida es buscar espacios para dar rienda suelta a su lívido
lleno de frustraciones. Hace el amor con su nana mientras ella enjuaga
ropa en un lavadero, de pie. Se masturba con el olor de amantes de
cinco minutos.
La cabrona Cabarcas le consigue una muchacha pobre que Mustio Collados
llama Delgadina. Ella trabaja pegando botones en una fábrica
y por las noches acude al extraño ritual de dormir mientras
el anciano la observa, hasta que se enamora perdidamente. El pánico
se apodera del galán pues se aterra ante la cercanía
de su muerte. Mientras tanto, aprovecha este instante de locura y
anda en bicicleta, conversa con antiguas amantes, repasa cada etapa
de sus noventa años. La decrepitud física es dura mientras
el alma está cada día más joven, le dice su amiga
Rosa. La regenta le aconseja que haga por primera vez en su vida el
amor; con amor.
Eso lo enloquece. Mustio Collados por primera vez en su vida sonríe
y quiere vivir hasta los 150 años. Estos momentos de frenesí
erótico, mantiene en pie a la novela hasta el final, sin concesiones.
El lector quiere saber el final de esta historia, sencilla pero de
gran complejidad.
Este libro no tiene el esplendor de "Cien años de soledad";
no está a la altura de "El amor en los tiempos del cólera".
Pero Don Gabo es fiel a sí mismo. Su prosa es ágil;
todo está donde debe estar, sin perder de vista la emoción,
y la magia de la palabra. El estilo garciamarquiano sigue intacto.
Así empieza Memoria de mis putas tristes
El año de mis noventa años quise regalarme una noche
de amor loco con una adolescente virgen. Me acordé de Rosa
Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía
avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible.
Nunca sucumbí a ésa ni a ninguna de sus muchas tentaciones
obscenas, pero ella no creía en la pureza de mis principios.
También la moral es un asunto de tiempo, decía, con
una sonrisa maligna, ya lo verás. Era algo menor que yo, y
no sabía de ella desde hacía tantos años que
bien podía haber muerto. Pero al primer timbrazo reconocí
la voz en el teléfono, y le disparé sin preámbulos:
Hoy sí.
Ella suspiró: Ay, mi sabio triste, te desapareces veinte años
y sólo vuelves para pedir imposibles. Recobró enseguida
el dominio de su arte y me ofreció una media docena de opciones
deleitables, pero eso sí, todas usadas. Le insistí que
no, que debía ser doncella y para esa misma noche. Ella preguntó
alarmada: ¿Qué es lo que quieres probarte? Nada, le
contesté, lastimado donde más me dolía, sé
muy bien lo que puedo...
Ella replicó impasible que los sabios lo saben todo, pero
no todo: los únicos Virgos que van quedando en el mundo son
ustedes los de agosto. ¿Por qué no me lo encargaste
con más tiempo? La inspiración no avisa, le contesté.
Pero tal vez espera, dijo ella, siempre más resabida que cualquier
hombre, y me pidió aunque fueran dos días para escudriñar
a fondo el mercado. Yo le repliqué en serio que en un negocio
como aquél, a mi edad, cada hora es un año. Entonces
no se puede, dijo ella sin la mínima duda, pero no importa,
así es más emocionante, qué carajo, te llamo
en una hora.
No tengo que decirlo, porque se me distingue a leguas: soy feo, tímido
y anacrónico. Pero a fuerza de no querer serlo he venido a
simular todo lo contrario. Hasta el sol de hoy, en que resuelvo contarme
como soy por mi propia y libre voluntad, aunque sólo sea para
alivio de mi conciencia. He empezado con la llamada insólita
a Rosa Cabarcas, porque visto desde hoy, aquél fue el principio
de una nueva vida a una edad en que la mayoría de los mortales
están muertos.
Vivo en una casa colonial en la acera de sol del parque de San Nicolás,
donde he pasado todos los días de mi vida sin mujer ni fortuna,
donde vivieron y murieron mis padres, y donde me he propuesto morir
solo, en la misma cama en que nací y en un día que deseaba
lejano y sin dolor. Mi padre la compró en un remate público
a fines del siglo XIX, alquiló la planta baja para tiendas
de lujo a un consorcio de italianos, y se reservó este segundo
piso para ser feliz con la hija de uno de ellos, Florina de Dios Cargamantos,
intérprete notable de Mozart, políglota y garibaldina,
y la mujer más hermosa y de mejor talento que hubo nunca en
la ciudad: mi madre.
El ámbito de la casa es amplio y luminoso, con arcos de estuco
y pisos ajedrezados de mosaicos florentinos, y cuatro puertas vidrieras
sobre un balcón corrido donde mi madre se sentaba en las noches
de marzo a cantar arias de amor con sus primas italianas. Desde allí
se ve el parque de San Nicolás con la catedral y la estatua
de Cristóbal Colón, y más allá las bodegas
del muelle fluvial y el vasto horizonte del río grande de la
Magdalena a veinte leguas de su estuario. Lo único ingrato
de la casa es que el sol va cambiando de ventanas en el transcurso
del día, y hay que cerrarlas todas para tratar de dormir la
siesta en la penumbra ardiente. Cuando me quedé solo, a mis
treinta y dos años, me mudé a la que fuera la alcoba
de mis padres, abrí una puerta de paso hacia la biblioteca
y empecé a subastar cuanto me iba sobrando para vivir, que
terminó por ser casi todo, salvo los libros y la pianola de
rollos.