ROSA
NÚÑEZ PACHECO, ESCRITORA PERUANA
Presentación
de Aristóteles España
Rosa Núñez Pacheco,
(Arequipa, Perú, 1971) escritora y docente de la Universidad
Nacional de San Agustín de Arequipa en la Escuela de Literatura
y Lingüística,
viajó a Chile en el mes de noviembre, a participar en el X
Encuentro Internacional de Escritores realizado en la Provincia de
Chañaral, y en la III Región de Copiapó en el
norte chileno, evento organizado por la Corporación Cultural
de dicha región que dirige el escritor Omar Monroy. Doctorada
en Ciencias Sociales, forma parte del equipo editorial de la revista
“Apóstrofe” de la misma Casa de Estudios Superiores. Ha publicado
ensayos , artículos, reseñas y entrevistas en distintas
revistas culturales y es una de las figuras emergentes de la nueva
literatura peruana. Acaba de publicar su primer libro “Objetos
de mi tocador” (Logo Sagrado Editores, Perú, 2005), del
cual hemos seleccionado dos relatos.
CENTÓN
Mientras los artículos del resto de las vitrinas eran renovados
semanal o quincenalmente, los de Centón permanecían
presos del tiempo. Aquella vitrina desde que fue colocada junto a
la sala de lectura jamás fue trasladada a otro lugar. Nadie
sabía a quienes pertenecía ni desde cuándo estaba
ahí, sólo unas palabras apostadas al final de uno de
los poemas mencionaban una fecha: primavera de 1981.
El nombre de la vitrina era Centón y estaba escrito con letras
doradas y en alto relieve sobre una franela negra. Un vidrio vallado
por un marco de cedro barnizado resguardaba todo aquello de las iniquidades
del tiempo.
Lizardo atravesó el pasadizo y notó que en esos años
de ausencia, las gruesas paredes de sillar habían adquirido
un color blanco humo más opaco. A esas horas, el sol ya se
estaba ocultando y los fluorescentes despedían una luz blanca
en el interior de los salones, donde algunos estudiantes tomaban apuntes,
leían o, simplemente, oían a sus profesores. El aire
solitario que envolvía cada columna, cada esquina, cada ventana
de la vieja casona, era el mismo de siempre, es más, ahora
la Facultad de Letras parecía un páramo.
Lizardo tenía mucho que recordar, desde las eternas postergaciones
de exámenes y toma de locales, hasta el afán de soñar
con algo imperecedero, capaz de sellar el paso por la Universidad.
Sin embargo, aquellos sueños que tuvo él y que tuvieron
sus compañeros de repente, sin saber por qué, un día
dejaron de ser soñados.
Después de dar el recorrido por el pasadizo y por todos los
ambientes de su antigua facultad, se asomó a la sala de lectura
donde aún estaban las grandes mesas de madera y el cartel que
decía “silencio”. Ingresó en ella y se fue a parar frente
a la ventana, como antes lo hacía, al parque poblado por cipreses,
en cuyos troncos casi siempre se hallaban apoyados parejas de enamorados
o alumnos solitarios con un libro entre las manos.
Los vidrios de la ventana le trajeron a la mente el recuerdo de una
vitrina y junto con ésta vinieron las imágenes de sus
compañeros. Murmuró algunos nombres. Luego, con gran
precisión, recordó la última vez que estuvo con
ellos. Fue cuando arreglaron la vitrina. De pronto, su ánimo
comenzó a exaltarse y se arrepintió por no haberse detenido
frente a las vitrinas que vió en el pasadizo. Con pasos indecisos
se dispuso a salir de la sala de lectura. Cuando estuvo afuera sintió
un resquemor que le electrizó el cuerpo. Ahí estaba
Centón, tal como lo habían dejado la última vez.
Fue como ver nuevamente a sus compañeros. Ahí estaba
el poema de Mario con sus noches punzantes de estrellitas temerosas,
y también estaba el de Paola con el hermetismo de siempre.
Leyó todos los poemas, excepto uno: el suyo. Recordó
que lo había escrito en la sala de lectura, en las tardes después
del taller de literatura.
Era jueves, tal vez un buen día para regresar. Aún
no sabía exactamente por qué había ido a dar
a ese lugar; pero permaneció parado largo rato, sumido en el
pasado. De pronto, alguien le puso la mano sobre el hombro. Era el
portero y le dijo: “Vamos a cerrar”. Lizardo asintió y con
ojos trémulos volvió a leer a Centón. Se retiró
dando pasos cortos. Cruzó el parque y al llegar a la garita
de la Universidad, se detuvo y vio que las luces del pabellón
de su facultad estaban apagadas. La noche había adquirido una
negrura más espesa. Siguió caminando contra el viento.
Sus manos sostenían un maletín de negocios. Advirtió
que por algunos instantes había dejado de pensar en números
y cuentas. Mientras caminaba iba pensando en aquella primavera de
1981 y le pareció que fue el mejo momento que pasó;
sin embargo, ahora todo se veía tan lejano. Solo Centón
era el nexo con esa época. Sintió ganas de mandarlo
todo al diablo: los negocios, los viajes, su vida misma.
SINOPSIS
He decidido escribir esta historia aunque te moleste, porque sé
que al leerla sabrás reconocerte y entonces querrás
reprochármela y quién sabe quizá hasta negar
que existió, pero eso ya no importa. La decisión no
fue fácil, incluso pensé que nunca podría hacerlo,
sentía que
sería algo como escribir en el aire; sin embargo, ahora al
contemplar desde el puente el río que se va, comprendo que
es preciso ponen un punto final a todo esto, y creo que el momento
propicio ha llegado.
Empezaré recurriendo a la primera carta que me enviaste desde
esa lejana ciudad a la que nunca quisiste que vaya; probablemente
el ir allá hubiera cambiado el curso de nuestra relación,
pero no quiero pensar en lo que no fue, sino en lo que realmente pasó.
Esa primera carta con la caligrafía hermosísima parecía
un grabado, en ella expresabas lo que yo buscaba en los poemas. Tus
palabras cobraban vida en mis ojos y tu imagen, aún no desvanecida,
aparecía constantemente en cada momento de mi existencia. Bastó
vernos un instante para saber que nuestras vidas se habían
encontrado.
Las cartas son sólo una pequeña muestra de lo que significó
aquel tiempo. Mejor sería hablar de las fotografías.
Realmente eran hermosísimas. Entre foto y foto se trasluce
una infinita felicidad que la cámara no supo captar, pero que
nosotros registramos en nuestra memoria compartida.
Creer que las imágenes, al igual que las palabras, expresan
fielmente lo que pasó, es engañarse, ahora lo sé,
ya que desde no hace mucho vengo analizando minuciosamente cada carta,
cada fotografía y encuentro que, en realidad, hay cosas imprecisas,
vagas, que obviamos por mucho tiempo y que hoy es preciso aclarar.
Llegado a este punto, nuestra historia adquiere otro matiz, recurrir
a un objeto ayuda mucho a la memoria. No serán las cartas ni
las fotos, que ya caen sobre el agua, ni tampoco los innumerables
regalos que me hacías los que me harán dar sentido a
lo vivido, sino los objetos más simples como las velas que
alumbraban nuestras veladas y que tú te empeñabas en
apagar cada vez que yo las encendía; más precisamente
son las flores que deshojabas mientras me mirabas sin hablar. Apagaste
mi vida, deshojaste mi ser; ésa es la sinopsis de esta historia
que ahora encuentra su final