Logos telúrico
e intrahistórico en Primera Dama de Juan Gabriel Araya.
[Tercer intento de reconstrucción]
por Arnaldo
Enrique Donoso.
Transpuestos a una categoría de plan escritural o de
concepto de autor, los caracteres histórico, intrahistórico,
vivencial, telúrico y ficcional -en sus tres novelas publicadas,
a saber, 1891: Entre el fulgor y la agonía (Editorial
Universitaria. Santiago, 1991),
Tragar Saliva (Ediciones Todavía-Lom. Santiago, 1996),
y su reciente Primera Dama (Ediciones Universidad del Bio-Bio.
Concepción, 2005), a la cual me referiré en esta ocasión-,
son el polo desde el cual el escritor Juan Gabriel Araya (Iquique,
1937) irrumpe nuevamente con su particular prefiguración de
la novela como descripción y metáfora de los procesos
históricos y sociales.
A la hora de establecer relaciones, Araya, en Primera Dama,
introduce marcos espaciales intrahistóricos que recrean a través
de módulos narrativos -e incluso poéticos- a personajes-actantes
que, en conjunto, conforman un excelente testimonio empírico
de la vida cotidiana e historia nacional. Las dimensiones histórica,
intrahistórica y ficcional se yuxtaponen en una compleja estructura
temporal y de polifonía de voces, donde la perspectiva del
narrador es estrictamente traslación y dinamismo, donde la
dislocación temporal y espacial, los raccontos y flashbacks,
entre otras técnicas empleadas, hacen pensar en un montaje
o bricolage cuya oscura presentación se transparenta para evidenciar
el enigma.
La novela, ambientada básicamente a principios de los 90’,
y por contraparte desde las postrimerías del siglo XVIII hasta
mediados del siglo XIX, es la historia de las historias parceladas
e inconclusas. En términos generales, y como lo hace ver Mauricio
Ostria en su prólogo, la novela se estructura a través
de dos narraciones paralelas: la de María Isabel Riquelme,
madre del libertador Bernardo O’Higgins, su vida fragmentada en los
años de su adolescencia, maternidad, exilio y muerte; y la
de Antonio Manuel Figueroa, periodista proveniente de Concepción,
quien ve en la figura de María Isabel Riquelme un objeto de
investigación periodística que merece una vindicación
como personaje histórico. La indagación se extiende
hasta el obcecamiento y al fin ésta se convertirá en
el más duro boicot laboral para Antonio por la intervención
del antagonista Oviedo -descendiente de un enemigo de la familia Riquelme,
contemporáneo a María Isabel-, quien no desea que se
conozcan detalles de su vergonzosa ascendencia ni de la vida de la
madre del libertador.
Los roles de los dos personajes principales, María Isabel
Riquelme y Antonio Manuel Figueroa, son la respectiva representación
de la reminiscencia y de la búsqueda, de lo estático
y del movimiento, del cognoscente y de aquel que señala el
enigma. Desde su lecho de muerte, en una trasgresión del orden
natural, en un diálogo imposible del instante (cual fantasma
shakesperiano o borgeano), María Isabel Riquelme nos cuenta
su vida -el pasado-, y percibe lo que sucede alrededor -en el presente-,
por medio de los objetos que le pertenecieron en vida. María
Isabel representa el todo estático y lo objetual:
ella ve desde su retrato pintado por el Mulato Gil de Castro, desde
su urna que la contiene, desde sus cenizas, desde su tumba, en un
ejercicio de irrealidad a modo de extensos segmentos y evocaciones
que nos remiten a Proust, al stream of thought de Joyce, o
flujo de la conciencia, y a María Luisa Bombal, que
superan la dimensión de la muerte, y que se rebaten a sí
mismas con sus alusiones de múltiples viajes y exilios. El
contrapunto se totaliza con Antonio Figueroa, quien, desde la vida
presente, desde la acción y el movimiento, intenta aprehender
los trozos olvidados de la historia nacional logrando descubrir, con
la ayuda de su amante Claudia, el secreto de Oviedo, y cuya propia
contradicción es quedarse definitivamente en Chillán,
renunciando a volver a Concepción.
La intrahistoria (voz introducida por Unamuno) y el telurismo, la
vida tradicional que sirve de fondo permanente a la historia cambiante
y visible, el influjo de la configuración del terreno sobre
la vida de sus habitantes y el lenguaje y la rica vida cotidiana de
los pueblos, es, en suma, la verdadera historia nacional. Juan Gabriel
Araya, en un categórico ejercicio narrativo y de indagación
identitaria nos presenta pa[i]sajes o cuadros de costumbre que se
interpolan a la[s] narración[es] principal[es] produciendo
un efecto de autenticidad y de cotidianeidad que admite valores intersubjetivos
y culturales reconocibles. El telurismo, inclusive, contrae una dimensión
erótica en la narración de los amores entre Claudia
y Antonio, o la en propia visión del erotismo y la sexualidad
de María Isabel Riquelme. Respectivamente transcribo:
“Claudia, por su parte, despertando de su larga
siesta pueblerina, mientras sus gruesas y contorneadas piernas
se estremecían como tierra hollada por el arado, convertía
al joven en un oportuno rayo de luz que a tiempo la visitaba para
hacer desaparecer las neblinas que, de manera permanente, habían
logrado aposentarse en su corazón.”
(en la voz del narrador / Pág. 121)
“Sin exagerar en nada podría decir que
aquella estación [la primavera] corría a parejas con
la mía, pues al igual que ella, también yo me preparaba
para coronar la madurez de mi cuerpo de diez y ocho años con
las espléndidas formas que, henchido en carnes rosadas, lo
redondeaban al igual que las sabrosas frutas que brotarían
en nuestro jardín.”
(en la voz de María Isabel Riquelme / Pág. 60-61)
Asimismo, el importe telúrico objetual se condice indiscutiblemente
con el importe intrahistórico de los procesos sociales, en
una relación cuya imbricación ostensible da cuenta de
las costumbres del pueblo en el cual germina la independencia, y cómo
estas costumbres son vislumbradas en las generaciones posteriores.
Al respecto, la inclusión de las problemáticas de orfandad
paternal, de embarazos extramaritales, las historias de amor fugaz,
de la vida agrícola, de la pugna por hacer del “Pueblo Viejo”
la actual comuna de Chillán Viejo -otro afán independentista-,
son cabales para registrar y comprender esta dimensión.
Lejos de alcanzar un mero momento de plena historicidad intervenida
por la ficción, la novela Primera Dama es la historia
de las historias inconclusas como subrayé anteriormente. El
lector de la novela advertirá al terminar su lectura el no
conocer ciertos desenlaces en las historias de personajes secundarios
que tuvieron una estrecha relación con los primarios, como
por ejemplo el amigo de Antonio, Hugo, o el señor Sepúlveda,
el dueño de la pensión, o la propia amante de Antonio,
Claudia. Por parte de doña María Isabel, los desenlaces
de las historias de Manuel Antonio, el amante de juventud de la “Primera
Dama”, el de su hija Rosa, e incluso el desenlace de la historia del
propio Bernardo “Beño” O’Higgins, queda irresuelto. Si bien
en términos genéricos un primer acercamiento a la novela
crea en el lector la expectativa de un discurso basado en la historia,
esa expectativa se disuelve desde el momento que descubrimos la discontinuidad
narrativa que media entre las dos perspectivas temporales y las tres
[y hasta cuatro] perspectivas de narratividad, que proponen una phoné
o voz particular a cada hablante. Esa propia discontinuidad es la
que parece dar unidad al libro. De igual manera existe una correspondencia
entre la escritura / lectura que se devela del libro y la lectura
/ escritura del reportaje que debe componer el protagonista Antonio,
que plantea las distinciones de ficción y objetividad a través
de la investigación que el joven periodista lleva a cabo y
la propia investigación histórica que realizó
Araya para la concreción de su novela. De manera parcialmente
antojadiza, puedo decir que Antonio Manuel Figueroa es un alter
ego de Juan Gabriel Araya.
La eventual desmitificación de la figura del libertador también
aparece como un elemento que sustenta una aproximación a la
reescritura de la historia y sus múltiples procesos constitutivos
hasta llegar al fractal, al relato intrahistórico, en el que,
por ejemplo, podemos ver a Bernardo O’Higgins como un agricultor que
de pronto pretende hacer carrera política, como un estudiante
pobre en la Inglaterra de las postrimerías del siglo XVIII,
o como un civil que de pronto se ve en la necesidad de crear un ejército
con el fin de alcanzar sus pretensiones. A juicio de Terry Eagleton,
el principal crítico marxista inglés, comprender la
literatura significa comprender el proceso social total del que forma
parte. Esta afirmación implica, de hecho, insertar esta obra
literaria en la sociedad e historia reales. Así la desconstrucción
de la figura del poder de un O’Higgins, “hijo huacho de la Riquelme”,
un agricultor, un nuevo rico latifundista, amigo de los mapuche, un
paria, es la propia desconstrucción de las estructuras de poder
y las relaciones de poder en que vivimos, para conmutarlas por un
enfoque humanitario y emocional como manera de experimentar la realidad.
Quisiera concluir indicando que Primera Dama, última
novela de Juan Gabriel Araya, que hoy tenemos el honor de presentar,
supera las pautas mínimas que configuran la linealidad narrativa,
las perspectivas del narrador, el desdoblamiento del tiempo y la historia
real intervenida por la ficción, configurando un código
textual especular que se apropia [de] y reescribe la historia en un
continum escritural que es transversal tanto a su obra narrativa,
crítica, investigativa y poética en una auténtica
tensión que no modifica simplemente una historia o al sujeto
que hace parte de ella, sino que secuestra un espacio simbólico
mediante la reconstrucción de las numerosas facetas arrancadas
de la ilusoria temporalidad que constituye, y que hemos llamado, la
historia nacional.
Chillán, mayo de 2005.