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Rebelde con causa
Un chico subversivo


Por Alberto Fuguet
Revista de Libros de El Mercurio, sábado 19 de enero de 2002


En 1976, cayó en mis manos Papelucho, una novela corta, de unas 125 páginas, supuestamente infantil, ilustrada y con letra grande, que todos mis compañeros habían leído cinco años antes que yo por motivos que no vienen al caso. La novela, escrita en forma de diario de vida, me impactó por mil lados, ninguna de ellas por suerte intelectual. Mi edad biológica era de doce, pero sin idioma, sin entender eso que llamaban español, me sentía de siete, algo que, al parecer, me dañó en forma permanente. Yo, al igual que el insólito narrador, tampoco entendía este mundo freak, raro, atroz, en blanco y negro, llamado Chile. Porque Chile, más que el mundo infantil, es la materia prima de Papelucho, lo que, de paso, convierte a la saga en un texto clave para cualquier historiador que desea escudriñar nuestro particular ser nacional.

Papelucho (el narrador bautiza el libro con su nombre, a lo Tom Sawyer) se transformó, de inmediato, en mi álter ego. Pero había algo más, algo no menor: Papelucho hablaba (en rigor, escribía) en un español real, de la calle, salpicado de escupo; de inmediato le creí todo lo que me confidenciaba. Marcela Paz y su Papelucho me reconcilió con el idioma en un momento clave. Me hizo darme cuenta de que el castellano no era una lengua muerta, una lengua mentirosa, una lengua difícil y cerrada en sí misma.

Papelucho (y por Papelucho me refiero a los doce tomos que conforman el opus) ha ido encontrando su lugar en la historia de la literatura chilena, aunque ha sido sospechosamente poco estudiado por el hecho de ser "infantil". El libro, por cierto, se niega a desaparecer. Ha resistido varias generaciones de lectores y ha sido capaz de interpretar con precisión la realidad nacional a pesar de lo mucho que la realidad ha cambiado. Es que Papelucho bien puede ser una de las voces más subversivas de la literatura chilena. Es un personaje precursor, fisurado, contestatario, irreverente, rockero, punki, lleno de olfato y percepción, que enfrenta cada situación que inventa o con la que se topa con una curiosidad definitivamente existencial. Papelucho es un personaje que siente tanto que a veces esa misma emoción lo supera y lo daña.

Papelucho, ya no es necesario subrayarlo, es un libro clásico pero, sobre todo, adelantado. Nació antes de tiempo. Mucho antes. Papelucho nació en 1947. De esa fecha data la edición pionera de Papelucho que después originó el resto de la serie. La novela de Marcela Paz apareció cuatro años antes que el famoso Holden Caulfield, de El guardián entre el centeno, de Salinger. Tal como Holden, Papelucho es un niño privilegiado que, sin embargo, espera más de lo que le dan; su ultrasensibilidad le trae más problemas que beneficios. Papelucho capta que su familia, unida como sólo podría serla una familia burguesa de los Cincuenta, es todo menos estable: el chico se la pasa todo el día solo, sus padres nunca están o, si están, se empeñan en castigarlo ("mi padre es cruel y me aborrece", "mamá estaba como loca y me dio dieciesiete pellizcos").

Es cosa seria y sus anécdotas y pillerías no son más que el reflejo de una creatividad acelerada, loca, capaz de aniquilar cualquier injusticia. Papelucho, en este sentido, es un héroe, un ejemplo, y, en un país donde te enseñan a portarte bien y a comerte toda la comida, este chico es un verdadero rebelde con causa, quizás el verdadero ideólogo del MIR, el santo patrono de los skaters, acaso el hacker más bacán de la web.

Marcela Paz finalizó el primer Papelucho con una nota a pie de página: "Este diario fue encontrado en un basural y recogido por un ocioso que se puso a leerlo y lo ofreció a la imprenta para su publicación". Cuatro años después, sin embargo, el personaje volvió al ataque con Papelucho, casi huérfano, una de las mejores segundas partes de la historia de la literatura. En esa novela, el chico, en un momento inspirado, reflexiona: "Resulta que no he sido feliz más que una vez en mi vida y no me acuerdo cuándo fue". Pero no todo es lucidez y desgarro; también hay distancia, humor, travesuras al por mayor, algo de cinismo y franca ambición. El truco del diario perdido, por ejemplo, es resuelto al comienzo del episodio dos cuando un editor se acerca al chico y le dice que él fue quien encontró el diario y que lo publicó. Después le pregunta si sigue escribiendo. Papelucho le responde que no. El editor, entonces, le ofrece diez mil pesos. Papelucho, seducido, se vende, con cero culpa. "Total —escribe— que no por el interés de la plata, sino de las cosas que voy a comprar con mis diez lucas, ahora escribo mi diario otra vez".

Cuesta creer que, efectivamente, el primer libro fue escrito hace más de cincuenta años. La forma como recrea el lenguaje oral es asombrosa y su prosa está incrustada de marcas comerciales ("no conozco la costa, pero se me ocurre que debe ser llena de aventuras y además debe ser dónde fabrican el chocolate Costa") y citas a la cultura pop ("era un hombre como Batman"). Lo curioso es que a pesar de atravesar cuatro decadas tan disímiles, Papelucho, tal como Peter Pan, nunca creció. Se quedó pegado en un 1947 que, gracias al ojo de Marcela Paz, nunca fue muy preciso. Con los años, algunas cosas fueron cambiando. Expresiones, modismos, adelantos técnicos. Pero Papelucho nunca cumplió los nueve años. Tomando en cuenta la moral de la época (algo que, aterradoramente, no ha cambiado tanto), este chico de pantalones cortos medios baggy y su eterno remolino capilar, salta a la vista que siempre fue un tipo tremendamente pa-sado-para-la-punta y, por eso mismo, espectacularmente contemporáneo.

No es casual que hoy, en el siglo XXI, lo sigamos leyendo y, más importante, se lo leamos a nuestros hijos, que, impactados, creen que tienen la misma edad que Papelucho. Ese, quizás, es el mayor de sus méritos. Tener nueve y, a la vez, ser eterno.

 
 

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Papelucho: Un chico subversivo.
Por Alberto Fuguet.
Fuente: Revista de Libros de El Mercurio
sábado 19 de enero de 2002.