Si para algunos es un hábito que incluso
puede llegar a convertirse en vicio, la lectura representa para la
mayoría una verdadera tarea. Una tarea que, a juzgar por este
artículo, puede hacerse más llevadera o definitivamente
fascinante si se comparte.
Me encuentro en una librería repleta de gente y el olor a café
supera con creces al de la tinta y el papel fresco. Son las diez quince
de la noche y esta anónima sucursal de Barnes & Noble está
repleta. La megalibrería de dos pisos se sitúa en uno
de esos intercambiables suburbios de esas metrópolis
que tanto les gustan a Douglas Coupland o a Chuck Palahniuk. Estoy
—qué duda cabe— en la tierra que Michael Moore detesta tanto.
El tipo de suburbio sin historia donde adolescentes alienados y obesos,
sus pieles resbalosas de McGrasa, se matan entre ellos. Aquí,
en este vertedero moral, la cultura se escupe como el chicle. Aquí,
en Wasteland, USA, los padres no leen sino compran armas y luego se
van de bolos.
Momento. Pausa. Stop.
¿Sí? ¿No será como mucho?
¿No estaré exagerando? ¿Por qué, en vez
de estar asqueado y deprimido como me han programado, siento que estoy
en medio de algo así como una revolución
cultural?
Hace tiempo que me quedó claro que este tipo de
librerías son centros sociales (hay parejas que
coquetean en el café mientras que un grupo de orientales teclean
en sus laptops en el sector de
las novelas gráficas), pero lo que me tiene más sorprendido
es que, por primera vez, capto que la
mayoría de la gente que viene a estos sitios también
se interesa por los libros.
¿Qué? Esto se sale del libreto. Totalmente.
¿Los norteamericanos leen? Al parecer, sí lo hacen.
Por
algo hay tantas librerías. Desde luego, compran libros.
Es verdad que compran mucha basura, pero
yo al menos soy de la idea que la basura literaria siempre es mejor
que la basura televisiva (prefiero tres Paulo Coelho que un captítulo
de «Rojo»). El escéptico podrá argumentar
que aquellos que
compran estos libros ni siquiera los leen. Puede ser. Pero, de un
tiempo a esta parte, en especial
durante este último mes, mi impresión es que sí.
Sí, los leen. Pero no leen a solas. Han encontrado
la manera de leer más y mejor, de combatir las innumerables
vallas que atentan contra el respetable hábito (o vicio) de
la lectura. La solución, dentro de todo, es simple.
Ahora leen acompañados.
Si lo piensan, hace sentido. Hacer algo acompañado
es tanto más fácil que hacerlo solo. En especial cuando
esa tarea es, de alguna manera, una tarea. Una tarea para valientes
o fanáticos o estudiantes de doctorados. Leer no es tan fácil
como parece. Todo —y todos— atentan en su contra.
Pero leer acompañado, en cambio, es otra cosa.
Es, desde luego, mucho más fácil y, por
cierto, más atractivo. Este concepto no implica compartir físicamente
un libro con otra persona. Eso, por ahora, es imposible. Un libro
debe leerse solo. No
hay otro modo. Pero, a través de los clubes de los libros y
de ciertos fenómenos mediáticos, de pronto, pareciera
que, en el caso de algunos títulos, esa soledad se rompe cuando
el lector se percata de que no es el único que está
leyendo ese libro. Lectores de un mismo autor se topan en el metro
y,
sin presentarse, comentan el libro. "Ya llegaste a la parte en
que". En ciertas oficinas, algunas secretarias se saltan hablar
del último romance de J-Lo y, en vez, están más
preocupadas de la madre que se transforma en regenta de Al este
del paraíso de Steinbeck.
Esto, se me ocurre, es lo verdaderamente revolucionario.
La piedra de toque que está alterando
el rol que juegan los libros y la lectura en esta sociedad digital.
Hubo una época en que los lectores esperaban el barco que traía
las novelas nuevas y se devoraban los diarios con los capítulos
que iban siendo publicados por entrega.
Durante las últimas semanas que he pasado acá
en los Estados Unidos me ha tocado presenciar en tres ocasiones (en
tres ocasiones seguidas) mediathons o maratones mediáticas
ligadas a temas
literarios. Según los expertos en comunicación, ya no
basta con quince minutos para ser famoso o
para que algo o alguien se quede grabado en la retina del otro. Ahora
que todo el mundo es famoso, esos escurridizos 900 segundos sirven
de bien poco. En la era post-reality/post-Iraq, el bombardeo debe
ser constante, sostenido y en todos los frentes. Nada de quince minutos:
ojalá quince horas y, mejor aún, quince días
(esto, por suerte, no implica necesariamente que esa fama durará
mucho; al revés, después de quince días de explosión
mediática, la saturación es tal que la persona termina
sumida en el más desolado de los silencios hasta que resucite
años después en eso que ahora se llama el "minuto
16").
Las tres maratones literarias que me tocó presenciar
fueron, en orden de aparición, el de la biografía de
Hillary Clinton, el regreso de John Steinbeck y el nuevo Harry Potter.
Me saltaré el Huracán Hillary por no ser propiamente
literatura (aunque sí fue una clase de cómo un libro
puede ser el inicio de una campaña). La senadora y ex primera
dama y, acaso, futura presidenta, entendió que, para que la
leyeran, debía estar en todas partes. Y en todas partes estuvo.
Desde la portada del «Time» a Larry King y el especial
de Barbara Walters en televisión, más artículos
en cuanto diario y revista existe, la Clinton logró recuperar
su adelanto de 8 millones de dólares en una semana; Living
History vendió 200 mil ejemplares en un día.
Casi en forma paralela, la animadora Oprah Winfrey, que
tiene el talk-show de más rating de la tarde y que,
según todos, es la mujer más poderosa del mundo de las
comunicaciones, decidió volver a leer en público. Oprah
transformó el club de lectores (lectoras, en rigor)
en algo masivo. Llevó a la televisión lo que vio que
estaba sucediendo en pequeñas bibliotecas y en ciertas librerías:
un grupo de personas, casi siempre mujeres, se encontraban para comentar
lo que habían leído. No eran exactamente como los salones
literarios parisinos del siglo 17 y 18 pero, de alguna manera, algo
tenían en común. Rompían el círculo de
soledad. Hacían público lo que el escritor creó
en la soledad de su escritorio. Al comentar y discutir acerca de una
historia ajena, sin darse cuenta comenzaban a hablar de sí
mismas y de sus propias historias.
Lo que Oprah hizo revolucionó la industria editorial
y, según muchos, la salvó y la obligó a replantearse.
En 1986, The Deep End of the Ocean era una novela nueva, de
una escritora nueva, que no tuvo grandes críticas y tampoco
grandes ventas. Oprah leyó el libro, le gustó y decidió
partir su club televisivo con esa novela. En menos de un mes, debió
reimprimirse sin parar pues se necesitaron más de 600 mil ejemplares
para saciar el apetito de las noveles lectoras, muchas de las cuales
no habían abierto un libro desde que se sacaron una mala nota
durante la secundaria. The Deep End of the Ocean no fue un
voladero de luces. Libro que seleccionaba Oprah, libro que se
disparaba al número uno. Así sucedió con todos
los títulos a lo largo de cinco años. Oprah eligió
muchas novelas francamente impresentables, donde el tema (generalmente
femenino, y específicamente acerca de vencer la adversidad)
importaba más que la prosa ("un típico libro de
Oprah"). Esas novelas vendieron aún más ejemplares
pero, y para no asustar a los recelosos que
cuidan el panteón literario de aquellos intrusos que no merecen
estar, lo cierto es que esos títulos
tan vendidos sólo vendieron. Oprah no los transformó
en arte; hoy apenas son parte de la trivia
de la página web de la Winfrey. Pero, al momento de ser discutidos,
sin duda sirvieron para abrir
ventanas e iluminar sitios eriazos, lo que es respetable, pensando
además que no se trata de gran
literatura.
"Por alguna razón, nuestra sociedad valora
la rapidez", señaló la propia Oprah hace poco.
"Hemos crecido esperando que la gratificación sea siempre
instantánea. En este contexto, ¿puede el lento arte
de leer —el lento y sensual arte de leer— sobrevivir? Yo, al menos,
creo que sí porque yo necesito leer; leer me da confort, es
lo que me da mayor placer, me permite comunicarme y unirme a otros.
Leer me enseña cosas de mí y de otros. Leer demanda
tiempo, es cierto, pero es mi tiempo y es un lujo que me doy. Es el
regalo que me doy a mí misma".
El interés mediático y la fuerza de la recomendación
de Oprah proyectó a autores de otro nivel como el alemán
Bernard Schlink, André Dubus, Joyce Carol Oates, nuestra propia
Isabel Allende y la premio Nobel Toni Morrison. La debacle del Club
de Oprah llegó cuando la carismática animadora decidió
seguir subiendo el nivel de sus autores y optó por Jonathan
Franzen y Las correcciones. Franzen resultó el típico
atado de contradicciones: "soy un artista y no vendo pero quiero
vender pero no quiero venderme y sólo quiero que me lean mis
amigos y los críticos pero me da asco que me lean señoras
que yo desprecio". A diferencia de otros, Franzen lo dijo y no
aceptó ir al show y Oprah se sintió humillada y, con
algo de histeria, canceló su Club y le declaró la guerra
a los intelectuales snob.
Dos años y tantos después, Oprah se tendió
en una hamaca a leer Al este del paraíso del premio
Nobel John Steinbeck (ese estupendo fracaso novelístico, según
Vargas Llosa) y se dio cuenta que
este clásico podría seducir a su audiencia. Pero lo
más importante era que el autor estaba muerto.
No podía revolver el gallinero, armar polémica, jugarle
una mala pasada.
Al día siguiente de anunciar que Al este del
paraíso sería el nuevo libro, la novela saltó
al número dos. En tres semanas, sumó 600 mil ejemplares,
más que 550 mil más que lo normalmente
vende en un año (lo piden en colegios y universidades). Oprah
salió una vez más con la suya pero
quizás lo más importante es que los medios captaron
que los libros son entes ajenos, separados,
de los autores. Que un autor no necesita hablar y contar chistes o
explicar sus enfermedades para que alguien lea su libro. El autor,
a veces, hasta puede lograr que la gente no lea su novela. Parece
obvio pero no lo es. En una industria que apuesta por nombres que
son marcas registradas y donde interesa más la historia detrás
del autor que la historia que escribió el autor, el exitazo
de Al este del
paraíso es un hito y, es de esperar, sentará un
precedente.
El otro evento "literario" fue aún más
mediático puesto que incluyó dos continentes y varios
husos horarios. Tal como el mundo se alineó para esperar, hora
tras hora, la llegada del año 2000 (y
averiguar si el mundo iba a estallar o no), el nacimiento del nuevo
Harry Potter fue una obra maestra de coordinación. Lo que más
impacta del fenómeno del chico de los lentes redondos es
que, tal como «The Matrix» o los cómics de Marvel,
esta máquina de hacer dinero comenzó sin ese propósito
y, al parecer, y a pesar de todo, sigue encandilando a sus lectores.
Harry puede tener dinero, pero no se ha vendido. Eso, hoy en día,
es importante. El público conoce la diferencia y no le pasan
gato por liebre. Y a pesar que uno podría creer que no hay
nadie más vendido que la Rowling, lo cierto es que sus jóvenes
lectores diferencian entre vender mucho y venderse. Y, a diferencia
de otros fans que inician un fenómeno de culto, los lectores
de Potter son generosos: no les molestan que otros lean a su Harry
porque tienen claro que la experiencia es tan intensa que, a la larga,
da lo mismo: Harry, pase lo que pase, le habla a cada uno en forma
individual. Es más: sin hilar muy fino, pareciera que Harry
es cada uno de esos millones de lectores. Por algo se disfrazan. Los
lectores de Potter no son snobs; no les molesta que sean muchos. Al
revés: la historia de la Pottermanía es la del grupo
guerrillero que ahora tiene la mayoría del electorado y, aun
así, no presentan candidato a la elección. Lo de ellos
es Individualismo colectivo.
La noche que "llegó" Harry Potter a las
librerías (la misma noche, dicho sea de paso, que debutó
«Hulk»), pasé por una Borders y lo que presencié
fue impresionante. Había una fiesta ad hoc,
y filas de niñitos disfrazados de Harry esperando a que dieran
las doce. Nunca, ni durante Halloween, había visto tal energía
y derroche de disfraces. Pero de la Pottermanía, dos hitos
me impresionaron del todo. El primero ocurrió en un rincón
de la Borders (en el sector autoayuda, para
ser riguroso): una docena de lectores adolescentes y veinteañeros
con la, digamos, estereotipada cara de lo que la sociedad tradicional
visualiza como "un lector" (poco agraciados, anteojos, sobrepeso,
esa mirada que sólo tienen aquellos que pasan todo el día
solos o aislados) estaban leyendo, en voz alta, una página
por persona, la novela anterior de Harry Potter. Me senté a
escucharlos y sentí un poco de envidia. Nunca me he sentado
con doce fans a leer, en voz alta, un libro. Una cosa es sentirse
tocado por Proust o Kafka o Fresan; otra muy distinta es conversar
con ellos con tus amigos. O hacer amigos justamente porque son adictos
a Tolkien o a Potter o a la Serrano.
Lo más cercano que me ha tocado vivir en ese aspecto
fue cuando el nombre de Charles Bukowski reventó en la Universidad
de Chile como si el propio Dios hubiera ingresado por Beca Deportiva
al campus de La Placa. Bukowski se volvió uno más del
grupo, el nombre infaltable que animaba todos los recreos. No se formó
un club de lectores en el sentido tradicional porque sólo existían
dos ejemplares de sus cachondos títulos pero se armó
una comunidad, los libros se prestaban y, por un breve instante, creamos
un club de Bukowski.
A la mañana siguiente, un sábado, «The
New York Times» colocó su crítica de Harry
Potter y
La Orden del Fénix en su portada. El diario más
importante se hacía cargo del frenesí y, en vez de reírse
o bajarle el perfil, el Times consideró que, en efecto, esta
aparición de Potter no sólo era un
evento cultural sino un evento que había afectado el orbe.
"Es bastante más oscuro y psicológico
que los libros anteriores y ocupa el mismo lugar emocional y narrativo
que El Imperio Contraataca en la trilogía Star Wars",
escribió con brío la Kukatani. "Harry puede ahora
incorporarse a una galería de personajes como Luke Skywalker,
Telémaco e incluso Jesús, mientras Voldemort vibra con
las auras de Darth Vader o Hitler".
Es probable que tanta prensa, tanto ruido, cansa y, sin
duda, distorsiona. No me cabe duda que los grandes libros no necesitan
ni de marketing ni de prensa ni de ser elegidos por un club de lectura
para encontrar sus lectores. Aquellos que leen saben cuáles
son los libros que necesitan, cuáles son sus favoritos, y confían
en las recomendaciones de sus amigos, de sus libreros, de las reseñas
que leen en revistas como éstas. Pero para aquellos que no
se ven a sí mismos como iniciados o intelectuales, pero que
sí leen, tener este apoyo mediático y colectivo sin
duda ayuda. Desde luego, no daña. Tener doce años y
ver que el «NYT» coloca a Harry en su portada debe ser
algo grato. Estar jubilada y tener un grupo de amigas que se juntan
los jueves a comentar Al este del paraíso o, no sé.
Santa María de las flores negras, sólo mejora y
potencia la experiencia literaria. Porque de
eso se trata. Uno siempre leerá solo pero es bueno saber que
tampoco es el único. Que hay otros excéntricos como
tú que también hacen lo mismo.