"Chile suele llegar tarde a reconocer la gracia de los que escriben
como el manzano da manzanas"
Leo una entrevista a Alberto Fuguet, escritor cuarentino
que suele remover las aguas de la escritura con una fogosidad que
no empaña su talento narrativo ni su aguda mirada de eterno
adolescente. Saltan chispas de su escritura y de sus opiniones (por
último, chispitas). A punto de publicar otra novela, nuestro
Bukowsky arremete contra la literatura azucarada que Raymond Chandler
bautizó en los años 40 como faux naïf.
Pero la escritura está llena de ingenuos maravillosos.
Convocan a los lectores en forma masiva, los atrapan como el papel
engomado a las moscas. Quizás Chandler et al. son injustos
con lo que escriben por el puro placer de contarnos una ficción
amable y entretenida, que no complica la vida pero nos permiten soñar.
Esto, que provoca tercianas a los intelectuales, no choca con la literatura
por la simple razón de que contar historias como se nos dé
la gana es la esencia del asunto. Todo intento de acomodar la escritura
a la política, no menos que la idea de hacer literatura social,
ha sido un fracaso.
En geología aceptamos que las placas tectónicas
chocan entre sí dejando la tendalada. Hasta les pusimos nombre.
Los terremotos son parte esencial de nuestra inestabilidad emotiva.
En la escritura muchos no aceptan que las placas narrativas
-los serios y los naïf, los eróticos y los futboleros,
los autobiográficos y los que practican la escritura Zero-
suelen dar diente con diente y hueso con hueso, estremeciendo en sus
diferencias a los chilenos desde dos polos que solo coinciden en el
aquelarre de la opinión. Y es que nadie puede contra la fuerza
innata de la naturaleza. Así como el terremoto nos echa por
tierra los intentos de hacer ciudades monumentales y perennes, algunos
escritores y algunos críticos desean una literatura de Inquisición,
una que nos iguale a los genios consagrados de Europa y Estados Unidos,
una literatura cuya finalidad no sea convocar lectores sino demostrar
que Chile TIENE escritores de médula, de peso, escritores que
no se hermanen con la gracia de la existencia sino con la desgracia.
Chile suele llegar tarde a reconocer la gracia de los
que escriben como el manzano da manzanas, como dijo Marta Brunet (quien
se lo leyó a Maupassant), escritora notable que por supuesto
hemos olvidado. También hemos olvidado a Carlos Droguett, cuya
gracia era ver el horror descarnado y transformarlo en una belleza
estética sin excusas, siendo como era el mejor prosista que
hemos tenido. Por supuesto que don Carlos no hacía concesiones.
Ni a sí mismo se las hizo. Vivió la dureza chilena desde
el fondo del sarro y se murió en Suiza, en un doloroso exilio
voluntario. Era porfiado como una mula y talentoso como un dios del
Olimpo. Sin ir muy lejos, a Francisco Coloane nunca le dieron el pase
a gran escritor hasta que le llegó de afuera, a pesar de que
recibió en su momento el Premio Nacional. Y ni hablar de un
notable cuento largo llamado "Surazo", de Marta Jara, a
la que nadie lee y por supuesto casi nadie recuerda.
Por otra parte, la escritura de una auténtica naïf
como fue Violeta Quevedo es una extraordinaria mirada absurda no por
ello menos poética a un medio chileno ya extinguido. Pero no
figura entre los emblemas literarios que ondulamos ante nosotros mismos,
porque si hay un pecado capital sin escapatoria es que ignoramos lo
propio para celebrar cualquier cosa que nos llegue de fuera. Repetimos
el título de Kundera: la vida está en otra parte. Para
los chilenos, demasiadas veces, la gloria está en otra parte.
Vuelvo a Alberto Fuguet, que dijo en una entrevista "el
glamour ya no tiene glamour". O algo así. Es la pura verdad,
por supuesto. Para sacarse de encima la saciedad que producen las
buenas maneras, el orden armónico de la existencia patriarcal,
la aburridísima trayectoria a paso de carreta de la existencia
en Chile durante cuatro siglos, los serios-serios desbaratan la multiplicidad
de la vida en nombre de la mirada austera, severa, inquisitorial,
sobre nuestro pequeño mundo en construcción. ¡Al
infierno los felices!
Al hablar del glamour para sacarlo de la línea
de producción, Fuguet le hace de espejo. Pero un escritor como
Fuguet, anclado en la narrativa descarnada, en el lenguaje rudo y
en la vida completa (todos aquí sabemos de lo más bien
qué es "un completo") no es una lavadora de cerebros.
La fuerza de la literatura es centrípeta, no centrífuga.
No lava sino que aúna. Aúpa, diría la Mistral.
El espejo da vuelta la visión. Aquello que está a la
izquierda lo vemos a la derecha y así sucesivamente. Qué
lata, estoy copiando a Jorge Luis.
Alberto Fuguet es ultra glamoroso al desdeñar al
glamour. Descarta la receta de la felicidad, la tontería encantadora,
la seducción de aquello que no se inscribe en el horror y la
agonía para salvar un lenguaje de salvajes (lo que no está
mal) y sumergirnos en la fosa común de la miseria humana. Es
un estilo. Es una narrativa. Puede que se baste a sí misma,
porque de alguna misteriosa manera la literatura de los que desean
ser patriarcas literarios sufre un alto grado de autismo. Se retroalimenta
rebobinando. Al escribir y describir un mundo como recién salido
de la peste negra, refuerzan el dolor y se olvidan del espejo. De
los opuestos. De la permanente contradicción de la existencia.
Sin risa no hay dolor. Sin vida, no hay muerte.
A pesar de los esfuerzos de algunos, la gente seguirá
escribiendo como le da la gana, los escritores saltarán como
grillos entre los pastos de Chile, saltarán y asaltarán
la vida, le harán espejo o la transformarán en una narrativa
a su aire. Y si no están aquí las semillas de la fortaleza
narrativa, ¿dónde las encontraremos?
Alberto Fuguet tiene razón. Hoy día el glamour
no tiene glamour. Y aunque él no lo crea, su escritura hosca,
que se inscribe en el tiempo de los cabellos rojos y las bocas negras
y el desenfado y la Garra Blanca y el no matrimonio y la delgadez
anoréxica de las mujeres a la moda no es más que la
otra cara del espejo. Alberto Fuguet es un ejemplo de glamour posmoderno,
al que he llamado "ruomalg" en un acto de tontería
jocosa sin el más mínimo glamour.