Hay una anécdota que Alberto Fuguet contó en varias
entrevistas y que habla no sólo de su filiación sino también de uno de los
temas principales que ha alimentado su obra: cuando su admirado José
Donoso lo expulsó de su taller literario. Ya habían tenido alguna que
otra disputa, pero el episodio determinante sobrevino cuando el alumno tuvo
que escribir sobre su infancia. "Entonces conté sobre mi vecindario en
California y él se enojó bastante", dijo Fuguet; "Donoso sentía que alguien
que se había criado en California no tenía fisuras o dolor. Y le dije que
no era así, que si quería hacer competencia de quién había sufrido más
o lo había pasado peor, saliéramos a la plaza. Él me decía que no veía
que pudiera surgir algo de un suburbio californiano -por último, si
hubiera sido del Bronx...-."
Tironeado entre su infancia norteamericana y su adolescencia chilena,
entre el inglés como primera lengua y el castellano de Santiago aprendido
para sobrevivir, Fuguet hizo de su desgarro entre dos mundos una marca,
una identidad que le valió parte de su fama como miembro de la renovación
de la literatura latinoamericana en los ‘90, así como también le ganó muchos
detractores. "Aprendí mucho, pero lo pasé muy mal durante mucho tiempo.
Es algo que no le deseo a nadie", dijo en alguna entrevista. De esa
historia de exilio en la que algunos términos parecieran estar "invertidos"
-una familia que se muda del Primer Mundo al Tercero, que regresa a
Santiago en plena dictadura pinochetista-, de ese relato de desarraigo,
de innumerables elementos autobiográficos está compuesto el último libro de
Fuguet.
Narrado en primera persona por el sismólogo Beltrán Soler, Las películas
de mi vida está surcado por numerosas analogías entre los movimientos de
la tierra y los "cimbronazos" que puntúan las vidas de las personas, los
sacudones y eventualmente los derrumbes. "Ojalá el pasado estuviera lleno
de esos hechos aislados y tremendos que uno pudiera usar en un momento de
desesperación como ases bajo la manga a la hora de explicar por qué uno
es como es -dice Soler-. La gente cree que esos hitos son terremotos,
los momentos en que todo se vino abajo, pero lo cierto es que siempre
está temblando." Pero Fuguet no abusa de ese recurso. La historia de
Soler -y la de su familia, la de un sector golpista de la sociedad chilena
espantada por el triunfo del comunismo que ven encarnado en la figura de
Allende- está narrada a través de un listado de películas. Una idea
disparada por una conversación del protagonista a bordo de un avión
-escenario más que apropiado: en pleno tránsito entre Santiago y Los
Angeles, sobre una superficie que se mueve- que deriva en algo que se
parece un poco, tan sólo en su superficie, a las listas compulsivas de
mucho cinéfilo de cineclub o de escuela. Fuguet cita el prólogo del
esencial y casi homónimo Los films de mi vida de François Truffaut
, pero su seleccionado está compuesto por películas que son, en general,
bastante menos que prestigiosas, en muchos casos ignotas o de esas que
suelen ser consideradas "menores". Varios títulos del cine catástrofe,
algunas porquerías, muchos ejemplares que no parecen alojar más que
un valor nostálgico; películas vistas en la infancia, en esos momentos
de los que uno recuerda pormenores tales como la sala en la que se
proyectaba o el estado del tiempo, tantos años atrás; o viejas clase
B sufridas una tarde frente al televisor. Las películas de mi vida tiene
cierto poder de contagio; convence de que cualquier autobiografía podría
escribirse en torno del puñado de films que integran la filmoteca íntima
de nuestros recuerdos personales. "El cine se vuelve parte de tus
memorias", dijo Fuguet a Rodrigo Fresán en una entrevista de hace un par
de años, cuando el libro era todavía un work in progress
que acababa de pasar, primero, de proyecto de nouvelle a novela
porque "creció un poco más de lo que correspondía" y, luego, a "una novela
sobre cine que ojalá le hubiera gustado a Puig".