Hace unos días terminé Old School, la primera
"novela" de Tobías Wolff. El libro apareció
en Estados Unidos hace más de seis meses pero, por esos motivos
que uno no siempre entiende o tiene claro, me demoré en encontrar
el espacio mental para leer con la tranquilidad
necesaria un libro tan pausado, y a la vez tan ágil, como éste
(¡ah! tantos libros, y tan poco tiempo).
En Estados Unidos, la aparición de un nuevo libro de Tobías
Wolff siempre es un evento, aunque un evento literario. A diferencia
de acá, no todos se enteran, pero sí lo hacen aquellos
que están interesados (que es lo que importa). Por desgracia,
Old School aún no tiene fecha de salida en castellano. Quizás
ni aparezca. Esto, claro, altera esta crónica y la deja rozando
lo snob. Sucede que los cuentos y memorias de Tobias Wolff han sido
traducidos y publicados en un tono menor por Alfaguara.
Pero para un extranjero, eso no basta. Wolff, en castellano, no ha
conseguido convertirse en una
estrella, tal como sus dos amigos "dirty realists":
Richard Ford y Raymond Carver. El propio Carver escribió sobre
el trío en un bonito ensayo sobre la amistad y los territorios
comunes. Lo que Carver no pudo anticipar es que, en nuestro mundo,
ser amarillo es clave. En efecto, tanto Carver como Ford llegaron
a nuestras librerías bendecidos por la colección Panorama
de Narrativas de Anagrama. El tercer amigo fue omitido por la mano
mágica de Herralde o, quizás, algún agente apostó
mal. No lo sé. El asunto es que Wolff casi no existe en el
mundo hispano. Una pena. Da lo mismo porque, de los tres (y vaya que
los tres son grandes, al menos para mí), sin duda que Wolff
es el más desenchufado. Además, y a diferencia de sus
dos amigos, el que tiene menos imaginación. Su libro canónico
es Vida de este chico, sus memorias de infancia. Poca gente
ha llegado tan lejos con tan pocos recuerdos.
Dudosa escuela
de talentos
Compré Old School en una librería
por la cual Wolff había pasado dos días antes. Lamenté
mi mala suerte de no haberlo visto en persona y escucharlo leer (en
USA, cuando aparece un libro, el autor se
dedica a leer y no a latear con declaraciones o sudar en lanzamientos).
Reconozco que me gusta conocer a los autores que admiro y, aunque
tiendo a no hablarles si me toca conocerlos en una librería,
sí les pido autógrafos. Tengo muchísimos libros
autografiados. Para mi sorpresa, la librería del balneario
de Capitola, cerca de la ciudad universitaria de Santa Cruz, al norte
de California, había tenido la buena idea de solicitarle a
Wolff que firmara una docena de libros. Compré uno firmado.
No dedicado pero, al menos, firmado. Y al mismo precio que aquellos
que estaban en blanco. Soy de la idea de que aquel que lee, siempre
lee lo que tiene que leer en ese momento. Mejor dicho: lee en sincronía.
Uno no sólo lee lo que quiere leer pero, cosa rara, termina
leyendo lo que necesita.
Quizás compré Old School antes de tiempo pero
lo leí en el minuto correcto. Desde luego, lo leí después
de terminar un libro nuevo y de sobrevivir la vorágine (y la
vergüenza) de sacar una novela a la calle. Lo insólito
es que el libro es sobre la imposibilidad de inventar y, dos, acerca
de lo inútil que resulta escribir sobre escritores. Dos temas
que me estaban rondando.
"Es imposible escribir sobre aquellas vidas que producen escritura",
sentencia Wolff en Old School, aunque, claro, el libro, ambientado
en un colegio tipo "La sociedad de los poetas muertos",
donde todos los chicos desean ser escritores en vez de rockeros (esto
sucede, claro, a comienzos de los 60), no indaga en otro tema que
el querer ser escritor. Pero ahí está el truco. Old
School no intenta explorar la mente del escritor ni mostrar cómo
se escribe. No. Old School es sobre una serie de chicos que,
más que escribir, desean ser escritores. Una cosa no tiene
necesariamente que ver con la otra. Cualquiera que ha asistido a un
taller literario sabe que hay mucha más gente que desea ser
escritor que aquellos que realmente saben o quieren escribir. Las
falsas memorias de Wolff se centran en un mundo cerrado, donde falta
el aire y las opiniones del mundo real. Un mundo tan viciado y pequeño
que altera la perspectiva. Para más remate,
el colegio era de puros varones. "Al no poder competir por una
chica, competíamos por el honor literario". Uno de aquellos
honores era ser el alumno privado de un famoso autor. Ernest Hemingway
está a punto de visitar el colegio y todos desean ser su discípulo.
En un mundo así, claro, los errores y la corrupción
sólo pueden florecer. El narrador sin nombre de Old School
no encuentra otra vía que plagiar un cuento de una escritora
joven (que, dos años más tarde, deja de ser escritora)
para lograr transformarse en lo que quiere ser: un escritor o, más
importante, en alguien que se destaca, en alguien que poco tiene que
ver con aquellos que dejó atrás. El cuento falso le
queda bien y le permite acceder a Hemingway. Al menos, por carta.
¿Cuántos escritores —escritores de verdad— pueden haber
en un colegio como éste? ¿O cuántos pueden haber
en un taller o en una escuela o en una universidad? ¿Si cinco
amigos se juntan a hablar de libros, cuántos de ellos son escritores
y cuántos son notables y creativos lectores? Esto también
se puede ampliar a un país: ¿de verdad hay tantos? Wolff
entiende la competencia, la codicia y la fantasía de aquellos
que aún no cruzan el umbral del libro publicado y que creen
que, una vez que tengan el libro, serán otra cosa de lo que
son. Wolff, además, es cáustico y certero al entender
que escribir bien puede ser una manera de ascender socialmente. Tal
como Wonder Boys, de Michael Chabon, traducida, claro, por
Anagrama como Chicos prodigiosos. Old School es el tipo
de novela que debería leerse antes de ingresar a un taller
o antes de transformarse en escritor.