“GEOGRAFIA DE LA LENGUA”
(Fragmento escogido)
ANDREA JEFTANOVIC
UQBAR, 2007
Digas lo que digas, tu viaje se torció cuando me viste, y capté el momento preciso en que yo te recordé a otra persona, de otro tiempo, y en un remoto lugar. ¿Somos el recuerdo de alguien que hemos olvidado? Avanzabas dibujando con tu andar pausado una curva o una elipse sobre las baldosas, y no una curva o una elipse para alejarte de mí, sino una curva para rodearme. De lo contrario nunca nos habríamos encontrado, porque tú te ibas a apartar como quien se desplaza de un punto a otro, como quien espera un vuelo de conexión y pasa por el aeropuerto de una ciudad que pisa pero no conoce, ¿o tú dirías que conociste Dallas? Yo no habría podido alcanzarte. Tú no te has desviado porque toda línea curva existe con respecto a un plano, y nosotros nos movemos según dos planos distintos, y porque a fin de cuentas solo existe el hecho de que tú me has mirado y que yo he interceptado esa mirada. En un principio esa línea era relativa y compleja, ni curva ni recta sino un punto que se resumió en un beso en la boca.
Me quedé un minuto o dos sin decir nada. Intercambiamos datos y coordenadas y partimos rumbo a nuestros casi opuestos destinos. No me abrazó, me tomó las manos por unos segundos. Levantó su maleta y yo me encogí de hombros. Sí, a Alex lo tengo en la punta, de rehén en mi paladar. Prisionera su palabra en la cuenca de mi boca, su idioma invade mi garganta, tensa las cuerdas vocales.
Alex me espera todas las noches, todas mis tardes, al otro lado de la pantalla. Así, entre líneas, sorteamos la distancia y la espera. Cada uno escribe en su idioma, mezclamos términos, desarrollamos una lengua artificial y artificiosa. Hoy me despierto trasladándome a cualquier lugar por esta máquina que dispara mensajes, recados, conversaciones. Creo dominar esta máquina, que me lleva a donde él está, pero es un artilugio. Hacemos estallar la letra en el monitor blanco y titilante del computador.
A veces escribe mensajes en su lengua, extensos, articulados. Yo consulto el diccionario. Otras veces son en español, breves y fragmentados. Alex escribe prolijamente, sin faltas de ortografía, con imágenes. Dice: “extraño lo que no hicimos”. Insiste: “guardo la fantasía de juntarnos en alguna parte, aunque parece poco factible”. Repite: “extraño lo que no hicimos; todo es un círculo, eventualmente vamos a coincidir”. Declara: “no puedo evitar el gesto de acariciar tu rostro en el monitor, en este reverso ficticio”.
Guardo silencio, estoy esperándote al otro lado de la pantalla, es mi turno. Escribo: Alex, estoy al Sur. Te escribo y las palabras no logran fijarse en el cielo. En cambio, tú que escribes desde el Norte dejas caer tus palabras con velocidad. Escribo y las ideas se fugan de mi cabeza. Hablo en la primera, en la segunda lengua. Tecleo al ritmo de desordenados pensamientos. Apoyo suavemente la yema de los dedos sobre el teclado. Desde aquí te pienso y te escribo sentado frente al computador, un ojo sin párpado que transmite emociones, noticias, hechos. El zumbido del computador atraviesa las veinticuatro horas del día de un tiempo con dos relojes. Te dejo recados, calculo horas, sigo el panorama climático. Pero hoy me fijé. Allí estaba yo, allí estabas tú, estábamos los dos, juntos, sosteniendo una línea tenue en la red, transversal como un meridiano. La línea más delgada que dibuja esta ficticia mesa de encuentro. Una ventana que se minimiza, se superpone y se despliega en un juego caleidoscópico: una ventana dentro de otra, una sobre otra.
Alex escribe: No sabes cuánto pensé en ti. Anoche en mi cabeza te escribí una carta larguísima. Ni sé qué dije. Que primero te miré de perfil, que luego conocí tu boca y tu lengua, y que tejimos un idioma a la distancia que se enroscó por días y por noches en el espacio digital. Y que a pesar de todo, nos vimos y constaté que eras más real de lo que imaginaba. No he hecho más que inventar una instalación holográfica para pensar que no te has ido. Y me acordé de ti otras mil veces, y planeé mil cosas de verte de nuevo, y reescribí mil veces más nuestras conversaciones. Pero ahora con más aplomo te decía las cosas que no me atreví cuando estuvimos juntos. Sigues dando vueltas en mi mente, sigues aquí, enredada en mi lengua.
Escribo: Alex, siento que camino por un tenue hilo. El sudor se queda grabado como un golpe salino en la boca. Me quiero hincar para que solo me ames, y me acaricies la nuca y me lamas la espalda. Siento que me has robado el centro, y verte me da la ilusión de reencontrarlo. Por ahora camino zigzagueante por la ciudad, es un espejismo porque el amado te tira de los pelos, te arrastra hacia nuevas fronteras, y desciendes a otras profundidades, y quieres que todo eso termine porque sientes vértigo. Sueño que estoy a punto de caerme pero soy salvada por las rodillas, por la cintura, por el ombligo y memorizo tus ojos. Sigo: Las malas lenguas dicen que el amor de lejos no resulta. Que es una utopía amarse sin rutina, sin cercanía. Pero a ti te tengo en la punta de la lengua. Recuerda: está prohibido copiar idéntica las frases. Debemos comprender los golpes cifrados en el teclado.
Sara, bajo la tela ceñida, senos de muchacho, caderas estrechas, hombros lánguidos. Ahora la respiración agitada, las lenguas activas, respiración temblorosa, y no: senos de muchacha, piernas largas, caderas generosas. Calla. Me pones tu dedo índice en los labios. No hablemos. Desarrollemos nuestro propio alfabeto en el borde del lavamanos. De pie, de costado, de frente, a la altura de los ojos. Técnicas mudas para amarse sin que nadie más comprenda. Morder el lóbulo, el costado o la punta, el lado izquierdo o el derecho debe implicar distintas formas de amarnos. Haces tu primera petición. El acto dura apenas unos segundos. Mi cuerpo te reclama, como ha reclamado decenas de veces tactos perfectos y lenguas enrolladas. No eres un rostro o una emoción, sino un silencio que vuelco y giro de un lado a otro. Y ahora atrapo el calor que emanas, y me estremezco al pensarte, callada, obediente, disciplinada. Yo, de cuclillas; tú, rodeándome por la espalda.
Alex, estamos inventando un nuevo término en una rotación de caderas, en el tenue movimiento de las piernas, en el gesto de las cejas, en la mirada de soslayo, en la boca apretada. La capacidad de las muñecas, que giran y se tuercen, el pliegue de la espalda. Deposito mi lengua en tu boca y los moluscos enredados confirman que sí, que somos reales después de llevar meses alternando mensajes virtuales. Por eso muerdo tu oreja, tu hombro para que no huyas. No importa no entender todo lo que dices, la espera ha valido la pena. Me apoyo sobre mi codo y luego me inclino sobre ti. Tu mano acaricia mi abdomen. La pierna, el muslo y la cadera claudican bajo el empeño de tu mano. Ya no quiero doblar en ninguna esquina. Todo termina en los zapatos. Un poco de saliva entra en la garganta. Aún tiembla el labio. Tu mano es un reloj que deja caer grano a grano la arena que cubre mi pubis. “Por favor”, es una orden. “Espera”, dices. Habías pensado tanto en él. “Ven”, susurras. Un cuerpo de arena que se remece en la tormenta. Los ojos de toda mi familia muerta de hambre atenta a su jadeo.
—Tiene las huellas de un pavoroso viaje— me dice y se detiene en el hueso de la pelvis.
II. CENTRO - LÍNEA DEL ECUADOR
2.- Trayectos (los dos narradores, cambios de voces)
Hay trayectos definidos por el pasillo largo, estrecho y desconocido de un aeropuerto. Los paneles con letras de neón. Ciudad de México 20:15, Zürich 22:50, Frankfurt, 23:05, Lisboa 23:40, Bogotá 00:10. Puertas de embarque A, B, D, F. Voces por altoparlante: “No descuide sus pertenencias”. Equipaje en huinchas transportadoras. Carros metálicos. Pantallas digitales. Uniformes de colores y almidonados. Dispositivos de seguridad. Barreras magnéticas. Declaraciones ante aduanas. Umbrales con rayos X. Largos corredores. Pisos de baldosas que relucen como espejos. Salidas. Flechas. Esta vez he llegado, he aterrizado en un lugar nuevo para ambos. Esa frontera imaginaria donde comienzo yo y terminas tú. El centro es un segundo fugaz, un lugar de paso. Occidente está a la izquierda, Oriente a la derecha. ¿Quién está al Centro? Toda ciudad exige un centro, un lugar donde ir y volver, un lugar que corresponde al punto geométrico, que dé la sensación concéntrica. El temor es a un centro cívico rigurosamente dibujado, pero que no contiene nada. Un centro que no marque el compás del tráfico urbano, y donde el desplazamiento sea un perpetuo vacío. Pero caminas y tropiezas con un nudo o un pliegue que te recuerda que circulas por territorio extranjero.
El hotel está en el cuadrante superior del plano. Alex se ha encargado de las reservas, de los pasajes, de todo. Abro el papel con la dirección antes de acercarme a la fila de taxis que desfila solemne frente a la salida del aeropuerto. Un chofer toma mi maleta y subo al asiento trasero. Una ciudad antigua, contaminada, con una ondulante línea de costa. Por la ventana del automóvil es posible ver personas que caminan entre buses ruidosos y plazas cuadriculadas. Llego a destino. Sentado en las escalinatas, Alex fuma esperándome. Lo veo de perfil, su pelo oscuro hasta los hombros, su nariz recta, su espalda algo curvada. Aspira y apaga el cigarrillo en el suelo en cuanto ve mi zapato alineado al suyo.
El Atlántico queda a un costado de la habitación. Vamos cruzando, vamos deshaciendo el mundo. No hay tiempo que perder. No todo está dicho. No hay tiempo que perder. No hay. Venir del Norte y del Sur e instalarse en medio, una zona neutra. Ahora somos un par de cuerpos equidistantes en el hemistiquio, en el ombligo del mundo. No hay tiempo que perder. No todo está dicho. No hay tiempo que perder. No hay. Voy a abrir la puerta, voy a disolverme en tu abrazo, voy a tocar el espacio cóncavo entre tus piernas. Para después observar el brillo nacarado de tus muslos y la almohada atravesada por un brazo que se extiende. Cae la tarde y se encienden las lámparas en los pasillos. El cuarto a oscuras, prolongándonos de golpe hasta la ranura de la puerta. El zumbido del ventilador no da lo mismo. Ni las cortinas de lino y el mosquitero, ni las sábanas blancas, ni que me llames al oído de una nueva forma y yo me deje llamar por ese otro nombre, como si fuera otra aquí. Cristina, Claudia, Sofía, Isidora. Me dices al oído que me amarías hasta el centro de mi infancia; sí, con mi familia muerta de hambre, y con esos tíos observados de soslayo y esa madre que hablaba tres lenguas.
Sara, quiero creer que somos iguales, para entender tu impaciencia, tus irritaciones repentinas, tu alternancia de apetito y desgano, de abandono e ímpetu, de inocencia y de malicia, entiendo tu resistencia a hablar de tu país. Sara, te quiero en tu imposibilidad de comer sin ojos de asombro, contando con los dedos los ingredientes del plato, en tu pregunta reiterada sobre cuánto cuesta todo lo que hacemos, consumimos, dejamos. Sé que ya hemos tomado el impulso, y cada vez es más simple vernos. Las rutinas se doblan pero no se quiebran, cada viaje es una deliberación activa; quiero las pupilas que comienzan a dilatarse con la luz, la protesta de la escasez. Te quiero con cierta compasión. Te quiero cuando sudas en tu sueño, y yo bebo cada gota de ti recorriéndote poro a poro con la avidez de la lengua extranjera.
Alex, digo sí, digo no, no puedo terminar la frase porque tú estás cepillándome el pelo. Enredas tus dedos en los rizos. Me pasas un peine de carey con fuerza y después suavemente, desencadenando una cascada de escalofríos. Te abres paso entre las hebras de cabello, deslizas el cepillo desde las raíces hasta las puntas, afirmando en tu mano cada mechón Y lo haces suave, y luego firme, sin hacerme daño. Hurgas el flequillo y me miras a los ojos y luego soplas sus hebras. Mi cabello de punta a cabo flotando en la habitación. Mi gruesa melena transformada en una nube de pelusas. Tus manos son las de un hipnotizador de serpientes que acarician mi cuero cabelludo haciendo remolinos. La mitad del pelo soltándose de la horquilla, mi escote despejado para tus besos. Pero nada importaba, introducías tu lengua en mi boca. Cuando la respiración se tornó muy espesa nos detuvimos. Entreabriste mis labios con el dedo índice. Una sonrisa, una especie de sonrisa, el pelo recogido, la oreja desnuda, la cadera creciendo, ahora yo de bruces en la cama. Estás acariciando mis delgadas piernas pero vuelves a la nuca y sostienes las hebras, mis rizos caen en la mitad de la espalda. Sigues la geometría de mi pelo, la alteras, la modificas sobre la columna vertebral. Yo toco tu cabellera recortada en los hombros. Cabeceos afirmativos. Sonrisas adormiladas sobre la mueca de la boca. La esfera del vientre envuelta en círculos concéntricos. Un peine en la mano. La raya del pelo mal hecha. Sabes, tienes dedos de peluquero. Deletreas en el oído palabras sordas. Mi oreja en dirección a sus labios y los labios buscándome ciegos en la penumbra.
Lías el cabello de la nuca, revuelves mis rizos entre los dedos. Repasas la línea divisoria de la partidura a un costado de mi cabeza. Y comienzas a armar una trenza; cruzas hebras, sigues, tejes una red, otro empalme y otro hasta que una larga greña cuelga por mi espalda.
Esa noche Alex es el niño que está en el centro del mundo y me cepilla el pelo en el borde de la cama.
¿Cuánto más al Sur?
Alex después del Sur, antes del Norte. Alex a la izquierda, Alex a la derecha. ¿Cuánto más al Sur podemos llegar? ¿Cuánto más al Sur? Sin caernos del continente, sin despeñarnos por el precipicio.
Antártica
No tengo más que una lengua, pero ya no es mía. Se ha montado como una guardiana celosa frente a la otra lengua. Un idioma que ahora domino, hasta el punto de convertirme en su traductora. Lengua odiada entre todas las lenguas, lengua entrecortada, erres vibrantes. Hice todo lo posible para no apropiarme de tu lengua y conservar nuestro tercer idioma. Hago moverse esa dominante lengua, que deja una suerte de cicatriz. Hemos perdido el hilo de ficción, invéntame una historia. Todas las lenguas caen, incluso esa que galopa en la pantalla. Pierdo la lengua de Alex, un pedazo de esponja enrollada en los dientes, hinchada por la espuma aceitosa de la saliva. Erizada de sonidos onomatopéyicos. Ya nadie se acuerda de esa habla. Soy el hablante monolingüe. Muda la lengua en el aire denso del imperativo geográfico.
Porque si buscas Viena en Estambul, Tokio en Madrid, Budapest en Lima. Si buscas Kabul en Zürich, Bagdad en París, Sarajevo en Jerusalén, encontrarás la fracción bélica, el reverso de la costura Occidente/Oriente. Entiendes, Berlín es el centro del planeta, pero es justo lo que debiéramos borrar de la historia. Nací con la cantinela esa de que tu madre sobrevivió a los campos. Polonia, Bulgaria, Yugoslavia, Alemania, Rusia. La larga habitación desde donde ruge la marea del Adriático que llega directo a la costa marfil de África. Las guerras nunca se libran en el campo de batalla. Han cometido incesto, adulterio, parricidio; han hecho trizas su familia. Mienten los jerarcas. De las guerras las personas no regresan. Se quedan allí por generaciones. En los campos de batalla.
Estoy parada en el extremo austral de Sudamérica, contemplando el continente Antártico que comienza en el paralelo sesenta, donde convergen el Mar de Ross y el Mar de Weddell. Un territorio circular que alguna vez estuvo unido a la India, África, Australia y Sudamérica. Cuando ese supercontinente se fragmentó se desplazaron esos territorios ubicándose en su posición actual. En ciertas zonas la calota glaciar supera ampliamente los límites del continente. Las primeras plumas de nieve se acomodan despacio sobre los hombros de mi abrigo. Comienza a soplar el viento blanco en ráfagas fuertes, cae la temperatura, intento avanzar pero me pierdo en la nieve cegadora que me cubre con su manto blanco hasta la cintura. Un aliento gélido silba en mis oídos. Trago una ventisca de granizo. Observo los cuerpos silentes de los glaciares, las murallas flotantes de los témpanos. Abandono esta historia con la lengua afuera. En mi lengua materna. Yo quería salvarme de ti en ti. Salvarme en otra lengua, en una lengua extranjera.