...Así que no se apure tanto. También como usted, a su misma edad,
anduve desesperado buscando un profesor de literatura, alguien que
me enseñara a escribir, que leyera las cosas que yo escribía para
decirme si estaban bien o mal y por qué lo estaban, cómo podría corregirlas,
mejorarlas. No lo encontré nunca, tal como lo soñaba. Y todavía sabía
menos que usted: porque usted, al fin, ha "hecho sus humanidades",
ha tenido clases, dado exámenes, mientras que mis estudios terminaron
donde los demás empiezan; en el primer año. Después hube de caminar
solo, tanteando, ensayando, experimentando. Tal vez me equivoque,
pero creo que es el gran sistema. Entonces no lo pensaba así. Me decía:
los músicos tienen el Conservatorio y los conciertos; los pintores
tienen la Escuela de Bellas Artes con exposiciones periódicas; allí
ven, oyen, comparan, aprenden, se estimulan; solamente el escritor
no tiene donde reclinar la cabeza.
Soñaba con una escuela superior de bellas letras, con una academia,
instituto o algo semejante donde un autor célebre se paseara por vastos
salones hablando de literatura, revelando los secretos del arte de
escribir a muchachos ávidos y silenciosos que le seguirían los pasos
y le beberían las palabras impregnadas de sabiduría. Si, en realidad,
he de confesarlo, como sueño es un hermoso sueño, una imagen helénica,
pero nunca hallé nada parecido, y ahora, ¿quién sabe?, hasta se me
ocurre, por momentos, que acaso haya sido mejor. Cierto que sufrí
un poco y no dejé de sentirme, a ratos, descorazonado, con ganas de
abandonar para siempre la "noble ambición" de aprender a escribir.
Corrí aventuras que hoy a la distancia, me parecen sorprendentes.
Un amigo que hice en la Biblioteca Nacional, donde leía mucho, don
Manuel Camilo Garland Ossa, me llevó a casa de un doctor, Narciso
Briones, erudito, clásico, poseedor de términos raros, que me inspiró
el horror a los "que" y me escribió una carta pronosticándome que,
si trabajaba bien y evitaba los relativos innecesarios, alcanzaría
"sin gran pena a escritar ameno y correcto". Abrí el diccionario para
ver si existía la palabra "escritar".
Existe. No volví muchas veces donde el doctor Briones: su prosa estaba
erizada de vocablos en desuso y yo sospechaba muy vagamente que eso
no estaba bien. Pero quería a alguien a quien mostrarle mis escritos,
alguien que me los criticara y me enseñara a escribir, y recuerdo
haberle enviado una carta y un ensayo a un señor llamado más o menos
algo así como don Abel de la Cuadra Silva o Silva de la Cuadra, editor
de una revista bulliciosa: La Verdad. Me contestó. Me dijo
que yo no demostraba ningún talento, que era una especie de majadero
y lo mejor que podía hacer era abandonar mis pretensiones literarias.
Ignoro por qué esta ruda sentencia no me impresionó bastante; pero
reconozco que cuando, poco después, el editor de La Verdad,
acusado de pornógrafo, fue condenado por los Tribunales y desapareció
de la escena, yo experimenté cierto alivio y como una secreta revancha.
No podría citar otras personas que se hayan preocupado de mi destino
literario. Claro, me han hecho falta. He perdido tiempo en multitud
de lecturas inútiles o perjudiciales y nunca me he ajustado a un plan
coherente, salvo en una ocasión de que hablaré; pero, a cambio de
estas desventajas, sería injusto desconocer las ventajas de formarse
solo.
Como nunca he tenido un título de nada y ningún certificado de sabiduría
me ha inspirado la ilusión de conocer completamente algo, siempre
me siento aprendiz y estoy empezando a estudiar; las cosas, por tanto,
me interesan prodigiosamente, todas las cosas, y me toman de nuevo,
me sorprenden, me atraen. No he sufrido la deformación profesional
del pedagogo ni podría tener la seguridad dogmática, preciosa, sin
duda, en clase, pero terrible fuera de ella, con que el catedrático
vierte desde arriba sus palabras, mirando después al auditorio no
sin benévola condescendencia. Además, a falta de textos, de lecciones,
de procedimientos y técnicas para ahorrar trabajo, he debido mantenerme
siempre alerta y atento, observándome, examinándome, analizándome,
para ver qué soy, como soy, y de qué modo funcionan mis resortes internos,
a fin de tocar los que es preciso para escribir y no tocar los que
estorban la escritura. Es la gran tarea, la más apasionante de todas
y no concluye nunca, de suerte que usted podrá cumplir cien años y
le parecerá que recién penetra en un mundo desconocido.
Generalmente, para escribir más o menos decentemente, yo necesito
saber con precisión lo que pienso, lo que tengo que decir y escoger
entonces lo que pondré al principio y lo que pondré al final, dejando
por lo común, lo más fuerte, nuevo e impresionante para el último.
Así se compone, se evitan las divagaciones inútiles y se da y se tiene
la sensación de caminar, de dirigirse a alguna parte, cosa importantísima.
Es el que yo llamaría régimen de Maupassant; porque no hay autor como
éste para ponernos en movimiento desde la primera línea y proporcionarnos
el gran placer de andar pisando en tierra firme. Le recomiendo a Maupassant,
lea a Maupassant, estúdielo, apréndalo de memoria y trate después
de escribir, por cuenta propia alguno de sus cuentos. En seguida compare
el resultado y averigüe en que residen las diferencias, procure penetrar
el secreto de su estilo, de su concisión, de su naturalidad soberana,
de su incomparable equilibrio.
No hay maestro de literatura semejante. Vale por todo un curso, es
un verdadero tratado de retórica práctica. Por lo demás, en el prólogo
de Pedro y Juan dejó el muchas de las lecciones que le daba
Flaubert y es interesante leerlo.
Pero -aprender a escribir es una tarea larga y difícil; una tarea
que no concluye jamás- con frecuencia ese régimen razonable no me
basta. Es cuando no tengo en la cabeza algo que decir, una idea, un
hecho, sino un ritmo, un color, una impresión musical, cierta necesidad
de ordenar las palabras en determinado sentido. Entonces Maupassant
no me sirve y empiezo a escribir sin saber adónde voy. Por lo general,
a las dos o tres líneas me detengo, releo, hallo pésimo todo y vuelvo
a empezar. Con frecuencia paso mucho rato buscando la manera de reemplazar
un verbo de dos sílabas por otro que diga lo mismo, pero que tenga
tres sílabas, porque ahí, en esa frase, necesito tres sílabas y no
dos; sólo con res sílabas puedo seguir, encuentro que se entona la
canción y que el período se articula, mientras con dos sílabas, aunque
expresan, desde un punto de vista lógico, exactamente lo mismo, la
frase no marcha, cae al suelo, se deshace y la música interior, enfadada,
guarda silencio. Hay que esperar que vengan las tres sílabas. Mallarmé
decía que los versos no se hacen con ideas sino con palabras. La prosa
también. Preciso es resignarse.
Se necesitan, de cuando en cuando, períodos y frases de tal y cual
largo, que suban, que bajen, que se mantengan; después se necesitan
líneas de onda corta, intercaladas, con punto aparte, especies de
pizzicatos bruscos. ¿Por qué? Vaya usted a saberlo. Porque
corresponden al estado de ánimo, porque es preciso cambiar, por la
misma razón que en las sonatas y los conciertos, el músico emplea
tiempos diferentes, y el pintor, en una tela, opone claros u oscuros,
rojos a verdes o grises a blancos brillantes. Porque sí. Ahora bien,
mi querido amigo, mi joven amigo, ¿usted cree que esto se lo va a
decir y explicar a usted algún profesor? Desengáñese. No hay más profesor
que uno mismo. Si usted no es capaz de aprender a escribir por su
esfuerzo personal, por su constancia, por su dedicación, por su apasionamiento,
convénzase, no aprenderá nunca. Aunque, en realidad, después de todo,
hay cierto método para aprender, no digo aprender a escribir, con
todas sus letras, pero para aprender cosas que ayudan a escribir.
Es enseñar. Durante dos años, una dama ilustre, que ocupaba un inmenso
sitio en la sociedad de Santiago, me pidió, me obligó casi a dar lecciones
de literatura en un centro distinguido. Recuerdo que expliqué la historia
de la literatura francesa durante los siglos XVII Y XVIII. Es el único
período de mi existencia en que realmente he estudiado y aprendido.
No podría asegurar igual cosa de mis alumnas o mejor de mis oyentes,
porque más que clases fueron aquellas conferencias de carácter literario.
Pero yo, ¡ha!, yo estudié como jamás he estudiado.
No se imagina usted lo que es preciso leer para enseñar, durante algunas
horas, algo que no se sabía. Ensáyelo. Si quiere usted aprender a
escribir, no busque maestros, busque discípulos. Verá.
Extractado del libro
"Aprender a escribir", Editora Nacional Gabriela Mistral, 1975.
En El Mercurio, 29 Nov. 1992
Alone
diserta "Sobre aprender a escribir"
por Fernando
Durán V.
Ya había dicho Renán que quien escribe dice la mitad de lo que piensa
y otra mitad de lo que no piensa. La dificultad de la expresión consiste
justamente en esa parte inexpresada que late en ella y que dificulta
el acoplamiento ideal entre lo que sentimos y lo que decimos, entre
lo que pensamos y lo que formulamos.
Alone es en nuestra literatura uno de esos raros escritores que ha
logrado vencer esta antinomia y escribir con una flexibilidad, con
una aérea fluidez en que se funden el contenido de su pensamiento
con la forma en que éste se modela. Por lo mismo, ha introducido en
nuestra crítica una dimensión poética, que nos incita a dejarnos llevar
por su comentario independientemente de lo que diga sobre el libro
comentado. Lo que nos interesa es el eco despertado por el volumen
en sus sensibilidad, en otras palabras, la confidencia que nos hace
de sus impresiones, de ese gozo oculto que esperaba la ocasión para
libertarse.
En la reedición de su breve libro: "Aprender a escribir", no hay nada
dogmático, nada admonitorio. Lejos de encontrar a un crítico, juez
que dicta sentencia sobre la obra leída, descubrimos un alma que intenta
comunicar su placer, transmitir el temblor que en ella provocó una
página hermosa, un relato perfecto, un verso musical. Con ello nos
enseña que sólo se debe hablar de lo que se ama y que el crítico ideal
es aquel que se enamora del libro y nos describe no lo que éste es
en sí, sino lo que acontece en él y, por la gracia de su penetración
y de su intuitiva agudeza, nos ayuda a ver los paisajes dormidos,
los colores sutiles, las formas delicadas que avistó en su excursión.
"La dificultad, nos dice en un párrafo exacto y certero, puede constituir
un acicate como la facilidad. Y como el que labra la forma ya sabemos
que está, en realidad, labrando el fondo, nada de raro que sea preciso
remover la una para poner en explotación el otro. Muchas veces ocurre
que buscando una palabra para no repetir otra, se encuentra no una
palabra sino una idea; o pensando en el modo de equilibrar tal frase,
que parece coja, inarmónica, lánguida, se descubre que la razón de
su cojera, de su desarmonía y su languidez, estaba en que la idea
carecía de base y el sentimiento era común e inexistente".
Tampoco es otra cosa la poesía. Porque, en realidad, pensamos con
palabras y sentimos con sustantivos y adjetivos, que articulamos mediante
el verbo, los adverbios y las proposiciones. Por consiguiente, cuando
afinamos un pensamiento, estamos moviéndonos entre oraciones y cada
vez que elegimos entre éstas para acercarnos más a la idea o a la
emoción, sólo ajustamos conceptos y sonidos, ideas y ritmos, para
celebrar la alianza entre la inteligencia y la sensibilidad. Tiene
plena razón Alone cuando rechaza categóricamente, él tan reacio a
la afirmación absoluta, la distinción entre forma y fondo. Toda forma
lo es de un fondo como todo frontis es el exterior de un edificio
a cuya estructura obedece. Así también el fondo surge por una forma
y dentro de ella, pues si se quedara en simple intento no adquiriría
ni la sombra de una existencia.
Un poeta tan eximio y de tanta agudeza crítica como Poe, adelantaba
ya que la poesía es, en el orbe de las palabras, la creación rítmica
impuesta por la belleza, cuyo único árbitro es el gusto. Pero esa
belleza surge de la precisión, del encadenamiento riguroso de la expresión,
que emplea el vocablo necesario y lo asocia con otros vocablos que
acuden llamados por él. El pintor auténtico traza el rasgo seguro,
escoge el color preciso, y de las nupcias entre ambos extrae la forma
gloriosa. Ni línea ni color pueden marchar solos, pero apenas se ponen
en contacto hacen estallar la forma y con ella el tema que la consolida
en un cuadro.
Alone adjudica un poder esencial a la variedad. No repetirse, insiste,
es el gran secreto, la fórmula perfecta. Pero olvida que no basta
evitar la monotonía, que no es suficiente el cambio para que de la
variación nazcan la originalidad, la belleza, el encanto.
La danza es cambio en la trama o tejido de un movimiento, pero éste
debe organizarse de manera de poseer unidad, de urdir sobre su tela
una sucesión de pasos que se correspondan y se engarcen. Es la diferencia
entre las sacudidas y el ritmo, entre el sonido y la música.
Cuando Alone nos narra su lucha con las palabras, su batalla para
descubrir y hacer que acuda la que necesita, describe la pugna del
poeta con la expresión, del creador con la materia sorda o rebelde.
"Con frecuencia, apunta, paso mucho rato buscando la manera de reemplazar
un verbo de dos sílabas que diga lo mismo, pero que tenga tres sílabas,
porque ahí, en esa frase, necesito tres sílabas y no dos; sólo con
tres sílabas puedo seguir, encuentro que se entona la canción y que
el período se articula, mientras con dos sílabas aunque expresan,
desde un punto de vista lógico, exactamente lo mismo, la frase no
marcha, cae al suelo, se deshace y la música interior, enfadada, guarda
silencio".
Difícil sería explicar más nítidamente lo que es la labor creadora
del poeta o del novelista. Inventan, descubren, se sumergen en el
océano de todas las posibles palabras para encontrar las que iluminan
la obra, e iluminando a esta última alumbran el interior de quien
las forja. Es la faena que ya había descrito el verso admirable de
Baudelaire: "Plonger au fond de gouffre... au fond de l´inconnu póur
truver du nouveau". En suma, sumergirse en los mares de lo desconocido
para capturar lo nuevo, lo inesperado.
Porque, en el fondo, la crítica de Alone es esencialmente poética.
La inspiración acude a él invocada por el libro que lo despierta y
una voz se eleva de sus páginas, profiriendo las sílabas necesarias
para ponerlo en conmoción. Entonces el crítico escribe sobre sí mismo,
descorre la puerta a fin de que se escuche la voz dormida, de que
hablara en verso inolvidable Juan Guzmán Cruchaga, y empieza a surgir
de su pluma la canción que fluye de una vena acabada de entrabrir.
Los juicios que emite Alone sobre las obras que comenta, pueden resumirse
en el título dado por Alfonso Reyes a uno de sus libros de crítica:
"Simpatías y diferencias". Deja salir sus concordancias, sus afinidades,
para que ellas hablen por su cuenta. Las obras son para él un pretexto,
una alusión. De la identificación que sienta con ellas dependerán
el tono y el entusiasmo de sus expresiones. Cuando la coincidencia
sea cabal escribirá páginas penetrantes, lúcidas, como las numerosas
que consagró a Proust, como los descubrimientos que hizo en literatura
chilena de Gabriela Mistral, de Manuel Rojas, de Marta Brunet, de
González Vera; pero si el libro no calza con su sensibilidad, como
era el caso de las novelas de Mariano Latorre, verá con pupila implacable
los defectos y éstos aparecerán agigantados por una enorme lupa.
Al cerrar este libro, que conserva todo su encanto y su frescura,
es imposible no llegar a la conclusión de que no existen reglas ni
métodos para escribir con gracia, con finura, con belleza. Podrán
elaborarse recetarios, sistematizar consejos, reunir millares de experiencias
confiadas por otros escritores. Pero ningún estudio ni ninguna fórmula
entregará el secreto. El fértil e ingenioso autor de las "tradiciones
peruanas", Ricardo Palma, lo explica en ese pequeño poema sobre cómo
se escriben versos. Se cortan éstos en medidas iguales, se riman los
extremos, se ajustan en estrofas. Pero en el medio de semejante formulario
debe existir algo. "En medio, en el medio, ése es el cuento, -hay
que poner talento".
en El Mercurio, domingo 25 de
enero de 1976