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El libro de Willy Thayer "El barniz del esqueleto"
(Editorial Palinodia. Santiago : 2011)
Por Álvaro Monge Arístegui *
REVISTA NOMADíAS.
Noviembre 2013, Número 17, 265-268
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Autobiografía-filosofía.
Este libro del filosofo Willy Thayer recopila seis ensayos cuya elaboración fue motivada por diferentes propósitos y ocasiones que no obstante, en su densa brevedad, conforman una coherente conjunción de tonos, temples y ritmo. El hilo temático que lo constituye son los conceptos de sujeto, identidad y familia. Su despliegue, una escritura con permanentes y ambiguas referencias de índole autobiográfica.
Así lo dice Thayer: “Perdí la inocencia sentado a pleno sol en una bacinica transparente en medio del prado que circunvalaba una piscina en la casa de mi abuelo. Rodeado de mujeres en traje de baño advertí el olor de mis excrementos. Todo el tiempo que observé estos cuerpos mimándose bajo el sol, sus ojos pudieron ver la materia café sumergida en la orina sobre la que volaba mi trasero desnudo embutido en el recipiente de vidrio. La vergüenza me constituyó ese día en una danza de perfumes donde el reino de las flores era interceptado por el olor de las heces. Esas imágenes tornan en mi memoria con frecuencia irregular. Y aunque varían los recuerdos inexactos, la desdicha que los acompaña no se alteró jamás” [1]
Lo autobiográfico quiere decir, en esta obra, no simplemente la escritura de la vida propia sino que, más bien, la descripción de una epifanía y de una “escena originaria”, para usar una expresión afín al vocabulario filosófico en el que se inscribe el presente libro. Descubrimiento de una escena del origen que se justifica, en tanto deviene comentario y esclarecimiento del mismo. Aunque, como diría el autor, nos encontramos en permanente desfase con respecto a un origen que siempre sobrepasa al sujeto en sus determinaciones.
El barniz del esqueleto es, ante todo, un libro de aires proustnianos. Reminiscente de una experiencia aurática, pero lucida de su función sustitutoria, que no cede a la hegemonía del presente respecto al pasado y que, por lo mismo, no reprime el carácter perturbador de tal relación. Es una mirada melancólica sobre la infancia que, sin embargo, no sucumbe al relato mitificado de un pasado sin fisuras.
La conexión de filosofía y escritura autobiografía está lejos de ser un asunto “original” (¿no es acaso el dialogo Fedón un relato sobre la muerte del padre -Sócrates- y en tanto tal la descripción del nacimiento de la filosofía platónica, es decir, de la filosofía toda?), pero adquiere en el contexto de la modernidad un impulso original en el que conviene detenerse un momento.
Existen dos modelos canónicos para ejemplificar la reformulación moderna de la autobiografía filosófica. Por un lado tenemos el caso de Jean Jacques Rousseau, cuyas Confesiones exponen menos el incierto acontecer de una existencia o un proyecto de escritura ferozmente sincera, como una relación determinante entre interioridad y verdad. Dice Rousseau: “Emprendo una tarea de la que nunca hubo ejemplo y cuya ejecución no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la naturaleza; y ese hombre seré yo” [2]
La verdad del universo se encuentra en el interior del hombre, esto es en su naturaleza. El recurso autobiográfico no es aquí accesorio ni ornamental puesto que lo que se desea narrar es el proceso mediante el cual se constituye un “Yo” que exalta su valor en la diferencia. “Sí no valgo más que los otros al menos soy distinto” [3] enfatiza Rousseau.
Otro modelo de autobiografía filosófica moderna lo encontramos en el Discurso del método de Descartes, donde el retiro solitario del pensador consigo mismo es lo que posibilita la reflexión y por tanto el conocimiento del fundamento de la verdad [4]. El Discurso del método es la narración de una pasión por la verdad y su escritura. Así entendido, nos lo plantea Ricardo Piglia en Respiración artificial [5], es la primera novela moderna.
Descartes narra en primera persona unos acontecimientos singulares, la relación particular del narrador con ciertos saberes, sus características, que fundan, al mismo tiempo, un sistema universal de reglas y procedimientos –el método- de la razón. El sujeto, su formación, aparece entonces como fundamento absoluto de lo existente y de la verdad. La autobiografía aparece de este modo como un recurso decisivo de la “época del sujeto” y de la representación de la realidad.
En el caso de las Confesiones, es fundamental el lugar que se asigna al otro, al lector que se presume y al que se interpela y que es la base del “pacto autobiográfico”. El concepto de “espacio biográfico” lo formula el crítico Philipe Lejeune y consiste en colocar esta noción como rasgo distintivo de un género literario. Este “espacio” es capaz de cobijar narraciones –privadas o públicas- de la cual la autobiografía no es sino un caso.
Según Lejeune, la autobiografía es “relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo el acento en su vida individual, en particular, en la historia de su personalidad” [6]
Paul De Man, en cambio, habla de un “momento autobiográfico” [7] que excedería las convenciones del género. De este modo expande tanto el concepto como las prácticas escriturales que le son inherentes. Así entendido, cualquier texto puede tender a lo biográfico en sus desplazamientos retóricos o metafóricos.
La autobiografía supone una problematización del sujeto que sostiene la narración. El problema de la escritura, y en particular de la escritura autobiográfica, es el del sujeto y su eventual unidad o ruptura. El del discurso imposibilitado de traducir las determinaciones materiales que lo constituyen y de la dolorosa mancha originaria del lenguaje en su roce con las cosas. El barniz del esqueleto asume plena conciencia de tal problema.
El álbum fotográfico y la familia
En el Ensayo titulado “Pathetica del album familiar” se exploran los procesos que aproximan fotografía y familia. Más precisamente en el principio político del álbum fotográfico familiar, cual es construir una identidad y por tanto legitimar una narrativa. En términos de Thayer, el relato de una pathetica. Dice: “La familiaridad es tautológicamente ciega a la traición que posibilita. El sobreviviente de una traición vuelve a los álbumes de fotografía y avista póstumamente los signos prematuros que la preparaban. Signos imperceptibles antes del siniestro. Sólo consumada la traición te abre los ojos al espectáculo de su preparación. Te los abre sólo cuando ya es tarde, para robarte el porvenir en la memoria siniestra de su genealogía” [8]
No obstante sus diferencias, tres de los autores que con mayor lucidez han reflexionado sobre la fotografía –Benjamin, Sontag y Barthes- coinciden en una cuestión; el particular vínculo de la muerte con la fotografía. La muerte es una invariante que constituye a la fotografía, ya sea en sus expresiones domésticas, publicitarias o “artísticas”. Es un emblema despiadado del pasado, de las cicatrices que el transcurso del tiempo inflinge a las personas y a los objetos.
Doble melancolía, entonces, la que ostenta el álbum familiar, pues la familia es un orden, una jerarquía y arquitectónica, que tiene en la casa un símbolo primario. Es su condición de posibilidad como institución que sanciona y regula la existencia cotidiana.
Al interior de una casa es la cocina el lugar que tradicionalmente se ha vinculado con lo “femenino”. El espacio donde se cocinan los alimentos, de la promiscuidad olfativa y de la producción. En definitiva, el lugar del trabajo. Dice El pasaje zurdo del rostro: “Me exilié de los salones y busqué refugio en la cocina, el inconsciente del comedor. Nunca sentí allí la deportación. Entre las risas desencajadas, los humores y gestos sin etiqueta, podía domiciliarme aristocráticamente fuera de pose. La cocina era el pedo del comedor. Las puertas que lo intercomunicaban se mantenían ostensiblemente cerradas evitando promiscuar los aromas. Olor a cocina y a comedor, a salario y a capital: esencia, olfato de clases (Lenin).” [9]
Como vemos, el texto despliega una inquietud aterrorizada (siniestra) de lo privado ante lo social, de la infancia ante la adultez y del trabajo ante el capital.
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Notas
[1] Thayer, 42.
[2] Jean-Jacques Rousseau, Las confesiones. Alianza editorial. Madrid, 1997. Traducción y notas de Mauro Armiño. Pag 27.
[3] Rousseau, 27.
[4] Otro filósofo clave de la modernidad, David Hume, en su Autobiografía, recibe el notorio influjo de Descartes en este aspecto.
[5] “El discurso del método es la primera novela moderna, dice Valery, me dice Tardewski, porque se trata de un monologo donde en lugar de narrarse la historia de una pasión se narra la historia de una idea”. Pag 244. Editorial Pomaire, Buenos Aires, 1980.
[6] (1975) Lejeune pag 15. Citada por Arfuch pag 45.
[7] Paul De Man, La retórica del romanticismo. Akal, Madrid, 2007. Traducción de Julián Jiménez.
[8] Thayer, 18.
[9] Thayer, 44.
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[*] Director del Programa de Filosofía, Arte y Cultura
Universidad Arcis