Armando Roa Vial nos devuelve
la fe. Nadie es la poesía, pero todos lo somos, parece decirnos
en su excepcional libro. Como Ulises, para salvarse, afirma: nadie
es mi nombre y el tuyo.
Los poetas, con el otoño, asoman los ojos y sacan las voces.
Hay varios cientos de sus libros en mi biblioteca esperando ser oídos,
leídos. Antiguos y nuevos, arrogantes y humildes. En la Feria
del Libro de la Plaza de Armas -útil iniciativa municipal—
compré las obras completas de San Juan de la Cruz. Una vez
más. Porque San Juan se esconde. Tímido, sepultado entre
cientos de libros. Y debido a que cada cierto tiempo necesito "frecuentarlo",
como decía un amigo de rara formalidad.
Un poeta al que aplauden todos los poetas muertos
Hablo de Armando Roa Vial y su magnífico
libro "Fundación Mítica del Reino de Chile".
Excelente y con la ventaja de que cabe en el bolsillo. Y termina cuando
empieza. Comencé a leerlo en la
estación El Golf del Metro y lo concluí en la estación
Universidad de Chile. Me pasé dos estaciones debido a sus versos
que me llegaron por correo porque: es propio de poetas y gente de
labores nobles y poca o ninguna publicidad, el escribir palabras de
mucha alcurnia lírica y guardarlas en tímidos libros
de menguados tirajes para regalarlos con algún miedo de que
les sean devueltos.
Tal como acontece con el de este escritor privado y suave.
Y poderoso. Como la espuma y el viento.
Joven debe ser, aún. Su padre debe ser, un poco.
Él, el homónimo, debe estar siendo su padre. Aunque
¿qué voces corren en estas líneas y desde qué
memorias, desde cuáles sueños?
Se trata, de 12 cantos-cuentos sobre navegantes descubridores
y conquistadores, que descienden de las naves:
—Cuando ya el océano se envolvía de sombras
Estaban el Padre Ovalle, Clarence Finlayson
y Manuel Lacunza,
cada cual con lo suyo.
aguardando la tierra pregonada por Circe,
allí donde a ejemplo de Rosales y
/el Chico Molina brindaríamos los ritos
cavando la fosa
y haciendo libaciones sobre cada muerto
alojas, vino dulce, agua mezclada con harina...
Todo esto en la bahía de Valparaíso, que
era, tal vez, Itaca. Era:
"Chile, nuestro abierto ataúd,
Clarence Finlayson dixit:
en esta tierra de velorios
desenfundamos el poema
y fornicaremos a las musas
con demoledoras municiones de palabras
(nada de parloteo insulso)
cuando todo puede ser tan claro como una bofetada.
El filósofo vuela por el aire
Clarence Finlayson en el comienzo. Un símbolo.
Mis maestros Jorge Millas y Luis Oyarzún lo recordaban con
temblores de voz. ¿Se suicidó arrojándose de
un balcón (un 2°, 3er piso) de un edificio de la calle
Bandera? ¿Que estaba frente al teatro Metro? ¿Cuando
en dicho cine proyectaban "Lo
que el viento se llevó?". ¿O se tiró desde
el mismo techo del teatro Metro, a morir con una muerte de película?
Nada sabemos con certeza. Será motivo, ojalá, de un
próximo libro de poemas sobre los filósofos-viajeros-poetas
ulisíacos. Le sugiero el guión.
Sobre el Chico Molina, tendremos que esperar que Roa Vial
descienda del buque y profetice. Mientras tanto, dispara su mejor
cañón:
"Chile, infértil provincia desolada,
de la región antartica roñosa,
de remotas naciones humillada,
por abyecta, pusilánime y ruinosa".
Escucho los gritos del poeta Molina. Las palabras, entonces,
eran acciones —"¡Como arados!"— nos repetía,
explicándonos que el poeta camina por la tierra desenterrándolas
y mezclándolas, "papas viejas con nuevas"— agregaba.
Todo esto es mentira, lo acabo de inventar. Pero estoy seguro de que
Molina lo inventó antes. Por eso está en este antiguo
libro de Roa Vial. Hay huellas de sangre seca y de lágrimas
frescas. Todo aquí es mágico. Muchos infelices ahogados
en sus lágrimas. "Chico Molina, afamado por tus predicciones/
ven y abre tus alas,/ ley y espejo de todos nosotros...", le
tituló un libro que nunca pudo ni comenzar a escribir. Molina
vivió no-escribiendo libros que anunció muy seriamente.
Como "El Gran Taimado", que —según sus admiradores—
sigue redactando en las nubes. Como los años pasan, y para
no perder tan excelente titulo, yo cometí el desacato de escribirlo,
adjudicándomelo. Usurpador de título y obra. Tampoco
me fue bien. La obra apareció en un tiempo con aire muy poco
poético y se hundió en el olvido.
Antes que se desvanezca
Hagamos memoria. Armando Roa Vial, kafkiano, rilkiano,
me devuelve a tiempos de estudiantes, cuando acudíamos a unas
tertulias en un departamento frente al Mapocho, por Santa María,
mirando el Forestal. A oír leer y a participar en las discusiones
sobre Heidegger y unas meditaciones que escribiera sobre Descartes,
invitados por nuestros maestros, Luis Oyarzún, Jorge Millas
y el Chico Molina. Era como una beca. Aunque sólo servían
tacitas de té. El departamento pertenecía a un eminente
abogado y aprendiz de filósofo de apellido Olivares. Alto,
delgado, solemne. Allí solían acudir Eduardo Anguita,
José Echeverría, Jorge Palacios, Rigoberto Díaz,
Mario Góngora. Anguita y Molina eran los encargados de llevar
al absurdo las severidades que provocaban los filósofos serios.
En esta cita de notables estaba, si recuerdo bien, el padre del poeta
Roa Vial. Del mismo nombre y apellido. Ensayista, gran profesor, filósofo.
Yo creo que le sigue alimentando, que le tiene tomada la mano para
manarle algo de la secreta verdad que no alcanzó a transmitirle.
El padre que sigue alojado en la
gran biblioteca de la memoria que, como sabemos, vive en la cabeza
y en el corazón.
Retrocedo a esta tertulia. Nosotros, aprendices. Calladísimos
al principio. En nuestro grupo, Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky.
Aunque este último ya había cambiado la filosofía
por la magia.
Uno de nuestros actos mágicos era escaparnos a
la carrera, ahogados por tantos sabios, a las cervecerías de
unos subterráneos y terrazas por las calles Esmeralda, Miraflores,
Huérfanos,
en el medio de interesantísimas argumentaciones de Luis Oyarzún
y Jorge Millas.
¿Existía ya el poeta Roa Vial? Recuerdo
a Mario Góngora. Y nuestros brindis alemanes en el Club Alemán
de Canto. Con Lily Marlene y otras canciones finales a cargo de Enrique
Lihn y el que escribe. Hasta que aparecían hacia la medianoche
Luis Oyarzún, el Chico Molina y algún otro filósofo,
aniquilados por Descartes-Heidegger. ¿Quién ganó?
—era la pregunta nuestra.
Nadie es el viaje
"Inhóspitos fragmentos/ de hombre/ esperaron
que la sangre terminara su ayuno", nos asegura el poeta, y le
susurra al oído a su mítico amigo: "Chico Molina,
afamado por tus predicciones/ ven y abre tus alas..., ley y espejo
de todos nosotros".
Aceptémoslo, celebrándolo: Armando Roa Vial
es un gran poeta que no anda en campeonatos ni en homenajes ni en
desfiles ni en festivales ni se arrodilla ante presidentes, comisarios
ni mujeres sabias que manejan la cultura en este país. Es un
viajero inmóvil, que observa el paisaje, mezcla de amaneceres,
cenizas, explosiones, reencantándolo:
"Y de las espigas del camino, a un costado de la playa
brotaban calaveras.
Buscábamos el norte
sin preocupamos del regreso
iluminados tan sólo por las estrellas
cabizbajas del poema
—que fingía adoración y plegarias— ¿Sirenas?
¿No habrá Sirenas por aquí?".
Poesía cabal. Cuando estábamos muriendo,
otro poeta viene a fundamos.