La
poesía de Augusto Rodríguez
Fernando
Nieto Cadena
Hace un año,
más o menos, al revisar por internet los diarios de Ecuador, me enteré
que en Guayaquil había un grupo de escritores jóvenes que realizaba
una serie de eventos para darse a conocer. Después, por culpa de Fernando
Itúrburu, inicié diversos contactos con algunos de los integrantes
de Buseta de papel, sobre todo con Augusto Rodríguez y un poco menos
con Miguel Antonio Chávez.
Hace unos meses Augusto me pasa un archivo
con su poemario Cantos contra un dinosaurio ebrio,
que leí como si se tratara de reconstruir unos cuantos puentes levadizos
entre aquellos que fuimos y seguimos siendo y quienes ahora son y buscan ser y
hacer mucho más de lo que nosotros pudimos, no quisimos o supimos hacer.
La primera lectura me condujo a un callejón sin salida por lo que debí
repasar y releer con menos calentura emocional el poemario para pretender un acercamiento
con algún grado de certeza que, sin dejar la subjetividad de lado, rozara
lo objetivo para disimular eso que parece una maldición gitana, uno lee
sólo lo que quiere leer y no lo que el texto pretende decir.
Mi
resbalón inicial fue por encontrar mecánicamente un nexo directo
entre lo que quiso ser Sicoseo y lo que es Buseta de papel. Me lo
expliqué como un salto de Sicoseo a Buseta que convertía
en tierra de nadie o mucho peor, en tierra baldía lo que iba entre 1980
y 2005, algo así como veinticinco años de silencio oprobioso. Regresé
sobre lo pensado. Tengo la sospecha que no se trata de ningún salto. Lo
veo más bien como una línea cada vez mejorada y ampliada que resume
una serie de referentes que caracterizan con mayor dinamismo y amplitud de horizontes
a la gente de Buseta frente a los que tuvimos los de Sicoseo. Nuestros
referentes no eran tan amplios y diversos ni teníamos tanta comunicación
como es posible tenerla hoy.
Sin embargo -o por eso mismo- los textos
que he leído de algunos integrantes de Buseta me resultan familiares
en el sentido de más de una coincidencia en algunos referentes, en ciertos
rasgos estilísticos -el manejo ahora tal vez un poco más intelectualizado
de la ironía. Por fortuna para el presente, lo que les diferencia y distancia
de lo que pretendimos hacer alrededor del mítico Sicoseo es cualitativa
y cuantitativamente superior.
No sé hasta qué punto a través
de la poesía de Augusto Rodríguez pueda inferirse que podría
decir lo mismo sobre los poetas de su grupo y de su generación, sobre todo
por las limitaciones inevitables al estar por mucho tiempo distanciado del quehacer
literario ecuatoriano. Tal vez por eso el trabajo de textos breves me sorprenda
por esa presunta graciosa levedad que tiene el lugar común de lo breve
mientras más breve doblemente bueno que en el caso de estos Cantos
me indujeron a una expectativa distinta. Pensé encontrar un epígrafe
del viejo mozuelo Ezra Pound y otro de Tito Monterroso -por aquello del dinosaurio
que ya no estaba ahí porque se fue a la cantina de enfrente.
Lo
de cantos tiene más que ver -según yo- con los retorcidos cármenes
catulianos que con los cantares poundianos. Lo epigramático no deja de
meter las narices para condimentar en contrapunto lo irónico con las apariciones
cultistas revestidas de sarcasmo, pocas pero expresivas como en el poema Trabajar
Cansa: ¿quién me regalará pronto/ un poco de veneno/ para
beber antes que llegue el fin? que en apariencia lo sitúa en el fértil
terreno de los decapitados para desembocar en el desenfado, diría el creyente,
blasfematorio: nació el Mesías, /que María fue una virgen/
y que José no era un proxeneta/ escogido al azar. (Belén Fue
un Lugar Ficticio).
Las lecturas totémicas nutricias son visibles.
En este breve poemario Leopoldo Panero, Charles Bukowski y Ezra Pound marcan el
tono junto a otras presencias, por ahí encuentro un regusto a Jacinto Santos
Verduga, el que ruega que se vuelva loco el barbero cuando le está afeitando
y la navaja pasa a la altura de la yugular. Pero no se trata de convertir esto
en un revoltijo de presuntas o reales influencias sino de festejar el insomne
vagabundeo de la palabra para refocilarse en la recreación de las verdades
comunes que la rutina establece como valores esenciales de la humanidad, el tan
llevado y traído y manoseado amor por ejemplo.
El vagabundeo de
la palabra no llega a la carnavalización de la ídem. Todavía
se mueve (según un buen chiste -boutade escribirían los inefables
exquisitos del avatar enardecido- llegó a ser o devino una corriente lírica
do manso lame el caudaloso Guayas) dentro de lo que alguien ha dicho sesudamente
y sin reírse de una reconfortante fantasmal poesía malcriada
(¡ah los benefactores perpetuos del manual carreñista -no carroñista-
de las buenas conciencias poéticas!) que navega o navegó por la
planicie nativa.
Si de membretar se trata, prefiero pensar más
que en una poesía malcriada en una poesía donde la palabra se convierte
en ese linyera que arrastramos algunos poetas en el condominio de nuestra susceptibilidad
poética. Ese linyera que sigue sin tener norte ni guía porque el
mundo sigue siendo inhóspito como ya lo atestiguaron entre otros Hölderlin
y Brecht, por si alguna duda restaba de que estos tiempos nuestros son bárbaros
y sangrientos pero románticamente poéticos (lo de romántico
-en su acepción verdadera no en la vulgar acepción de los perezosos
mentales- es mi aporte al ¿aforismo? de un lejano Ernesto Cardenal en un
reviejo ejemplar de El Corno Emplumado).
Como a los poetas sólo
hay que creerles cuando escriben porque lo que escriben es verdad, creo lo que
me confidencia Augusto Rodríguez en sus Cantos contra un dinosaurio
ebrio. Sobre todo creo en su poesía y espero que sea una voz entre
otras voces que han emprendido este viejo oficio de incertidumbres de ser poeta
en un Guayaquil empecinado en renovarse como ciudad (una ciudad que ya no es la
ciudad que nostalgizo) pero que sigue siendo fiel a una perenne tradición-identidad
aún por descubrir y por alcanzar. Ahora con el vagabundeo de una palabra,
la de Augusto Rodríguez, ensimismada en verter sobre el papel la pus existencial
de quien sabe que desde el mismo nacimiento hemos empezado a morir sin atenuantes.
Lo cual si bien es ya un lugar común no por eso podrá consolarnos.
Lo demás lo dirá ese fraterno hipócrita lector que todos
llevamos dentro. Y ya.
Isla,
ciudad y puerto del Carmen, Campeche, México.