Selección del libro Matar a la bestia
(Mantis Editores, Guadalajara, México, 2007)
Augusto Rodríguez
Vivo sin padre y sin especie; callo
porque no encuentro en el osario ciego
del sonido aquellas como frutos
antiguos, las adámicas, redondas
palabras oferentes. Van perdidas
las prietas de salud; quedan vestigios:
astillas, soledad, tierras, estatuas.
Antonio Gamoneda
I
En el inicio éramos mi padre y yo, tomados de la mano, en la infancia de nuestro apellido, en la prehistoria de nuestros abrazos y besos, de los viajes a la noche inventada o a la ciudad del alcohol y del tabaco. Nada sacamos en limpio si el mundo no se despedazó con nuestros rezos familiares. Si nosotros no fuimos el mundo, si la tierra que hierve en nuestras venas no expulsó el infierno que llevamos dentro. Mi padre era un hombre de piel silenciosa que llevaba en el corazón la ira, el odio y la condena del tiempo; hombre de sal, de sueños verdes, destinado a padecer debajo de la tormenta de hielo que incendió sus manos; manos que acariciaron mis párpados gastados, que alguna vez miraron cómo el horizonte fue un imperio que se destruyó con el fuego de la selva. Mi padre atravesó la orilla de los muertos para alcanzarme, para alcanzar a sus muertos y decirles que es el hijo de la rabia, de la furia, de los ángeles violados, el hijo que se fugó de su propio entierro para reinventar los sollozos de las mujeres que tanto amó. Mi padre es la copa rota donde yo bebo sus vicios. Soy su vicio más profundo, su herencia vengativa, la carne miserable que no teme dividir el aire para conquistar lo que desea. Soy su herencia enferma, que asesinará sin piedad a sus verdugos. Su herencia enloquecida, que revivirá cadáveres y bestias, con tal de que su herida expulse el veneno. Mi padre es una habitación abierta de par en par, donde yo entro sin zapatos y sin medias, dispuesto a corregir mis errores. Ahí dentro sé que soy bienvenido, pero tengo que guardar silencio, para que su palabra, que es silencio y gozo, me atraviese el tímpano, el cerebelo, y cruce mi espina dorsal hasta crucificarse en mi aorta. Tengo que aprender a defenderme de sus espejos y dioses furiosos: como tigres se me lanzan al círculo e impulsan a pelear con mis manos heridas. Sólo acepto con honor su invitación y nos debatimos sangre a sangre.
XI
Mi padre murió en invierno. Falleció con miedo a cerrar los párpados, con los anillos del tiempo en los dedos púrpuras, los ojos heridos de sangre amarilla, los dientes ennegrecidos por el sol tenebroso y las corrientes del aire de serpiente. Cuando alguien muere al fin deja su jaula, para convertirse en la presa de los rostros sucesivos de la piedra original, en los colores de las fuentes de agua, en las monedas arrojadas por los veteranos; deja fluir su alma como el poema perfecto y se va, lejos, muy lejos, a buscar eso que alguien pierde en los riachuelos de los días, la suerte arrojada en los casinos o en las cartas. Lo que sea más que morir en la ola, en la espuma o en los dientes de ese mar que nos reclama desde el paraíso inventado por las palabras dogmáticas, que nunca significan nada más que ver cómo decapitan a los hombres en una cruz arrojada al abismo de las campanas.
XV
Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el
XVI
Tengo destruidas las sienes; en mi piel florecen huellas que son pequeños virus, que me derriten a lo largo de la epidermis. Tengo la memoria despedazada y me siguen enloqueciendo aquellas madres, hijas, abuelas, tías en las venas.(1) Mi aorta se resquebraja, el corazón es un barco sin vergüenza: no teme hundirse en las profundas sombras de mis arterias. Soy un fantasma que vuela en los rincones de mi infancia escasa. Veo en la otra orilla mi cuerpo desangrado Y mi muerte. Creo que es hora de cruzar el umbral de las cosas y dejar que mis párpados descubran, por primera vez, las vocales de la ceniza.
(1). Antonio Gamoneda, Arden las pérdidas (Tusquets, 2004)
XVII
La tierra entera es una apariencia banal ante tus ojos, padre mío. Mírame con tu amor y tu desprecio mayores. Merezco morir por tu despecho y por tu cruel enfermedad. Merezco ser la enfermedad que te está matando y morir en tu honor y en tu regazo. Eres la sombra y el cuchillo que se enterrará en mi corazón. Mátame, padre, de una vez. Mátame. Yo soy el cordero de tus pesadillas.
(de El beso de los dementes)
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Augusto Rodríguez (Guayaquil, Ecuador, 1979) es licenciado en Comunicación social, uno de los fundadores del grupo cultural guayaquileño Buseta de papel y editor de la revista literaria El Quirófano. Premio Nacional de Poesía David Ledesma Vásquez (2005), Premio Nacional Universitario de Poesía Efraín Jara Idrovo (2005) y mención de honor en el Concurso Nacional de Poesía César Dávila Andrade (2005). Ha publicado los poemarios Mientras ella mata mosquitos (2004), Animales salvajes (2005), La bestia que me habita (2005), Cantos contra un dinosaurio ebrio (Barcelona, España, 2007) y Matar a la bestia -recopilación- (Guadalajara, México, 2007). Sus textos aparecen en varias antologías locales y de España, Uruguay y Argentina. Parte de su obra poética está traducida al inglés, catalán y francés. Poemas suyos han salido en importantes periódicos y revistas impresas o virtuales de Ecuador, México, Argentina, España, Colombia, Canadá, Perú, Estados Unidos, Chile y Uruguay.