REEDITAN
OBRA DE ALBERTO RUBIO:
El severo
JUEZ-POETA
Por
Pedro Pablo Guerrero
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 1 de Abril
de 2007
Desde
la ventana de la casa, Raquel Huidobro divisa una fogata en la playa. Alberto
Rubio, su marido, está quemando cientos de papeles: son poemas que
ha escrito durante años, transportados en cajas a bordo del buque de la
Armada que llevó al matrimonio hasta la isla. Su destinación, en
1967, como primer juez de Letras en Isla de Pascua, le dio a Rubio tiempo para
revisar sus trabajos, y la mayoría no pasó el escrutinio.
La
teatralidad del acto, un verdadero auto de fe en medio del Océano Pacífico,
le enseñó a Raquel Huidobro que el poeta no estaba dispuesto a mandar
a imprenta nada de lo que no estuviera totalmente
convencido. Por eso, muchos años después, cuando su marido ya había
muerto, dudó ante la proposición de la editorial de la Universidad
Diego Portales de dar a conocer los poemas que había dejado inéditos.
Finalmente acordaron publicar una serie de textos dispersos en revistas y antologías
junto a los dos únicos libros de Alberto Rubio que se editaron en vida:
La greda vasija (1952) y Trances (1987).
La brecha de tres décadas
que separa estas obras reafirma el perfeccionismo obsesivo del autor.
—Como
La greda vasija —recuerda Raquel Huidobro— fue un libro tan perfecto, tan aplaudido,
había mucho escrúpulo con respecto al segundo. Tenía que
estar a la altura. Pero se le pasó la mano, era demasiado riguroso. Tampoco
había tantas editoriales que se ofrecieran a publicar poesía. Uno
tenía que hacer el gasto, y con un sueldo de empleado público, por
muy juez que fuera, y cinco hijos, tampoco podíamos darnos ese lujo.
La
greda vasija es hoy un libro legendario, no sólo por el impacto que
provocó en su momento (venció la reticencia de Alone y fue celebrado
por Neruda y Luis Oyarzún), sino porque se
tiraron apenas 400 ejemplares,
cosidos a mano por el impresor Carmelo Soria.
Tranquilo, silencioso, introvertido,
Alberto Rubio llevó junto a su familia una vida itinerante, enviado por
el Poder Judicial a Río Negro, Isla de Pascua, Parral, San Bernardo. Se
jubiló apenas pudo. Sólo quería dedicarse a escribir y encontró
la tranquilidad para hacerlo en una parcela que compró en Isla de Maipo,
donde pasaba la mayor del tiempo junto a los paltos y eucaliptus que le hacían
recordar el terruño de su infancia en San Carlos. Vida social, poca. Era
su esposa quien lo empujaba a visitar a sus amigos: Jorge Teillier, Sibila Arredondo,
Jorge Edwards, Enrique Lihn, Cecilia Casanova y Enrique Moletto. Casi todos integrantes
de la Generación del 50, a la que también fue adscrito. De hecho,
un cuento suyo, "Los compadres", apareció en la Antología
del nuevo cuento chileno (1954), de Enrique Lafourcade.
En 1980, la
muerte de su hijo Armando, poeta como él, pero de un tono muy distinto,
precipitó el ánimo de Alberto Rubio en una "zanja oscura".
Un par de años más tarde le detectaron un tumor cerebral. La cirugía
aplazó lo inexorable por un tiempo, justo el necesario para terminar su
último libro, Trances (Universitaria), por el que recibió
el Premio Academia Chilena de la Lengua en 1988. Una segunda operación
le provocó una hemiplejía y la pérdida de la voz. Vivió
todavía otros 15 años, pero ya sin salir de su casa. Ni siquiera
para recibir el Premio Eduardo Anguita (1995), que coronó una obra breve
pero extraordinaria, que comparte rasgos con las más altas expresiones
de la poesía en lengua española.
Rafael Rubio (1977), hijo
de Armando y también poeta, bastante cercano a la estética de Alberto
Rubio, emparenta la poesía de su abuelo con la de sus contemporáneos
David Rosenman-Taub y Carlos Germán Belli. "Como ellos —señala—
, recicla las formas métricas tradicionales, incluso de algunas ya en desuso
como la sextina. Se somete a las reglas de esas estructuras, pero las desestabiliza
mediante lo que Lihn llamaba 'impertinencias' en el uso del lenguaje".
En
su prólogo al recién publicado volumen Poesía reunida,
de Alberto Rubio, el poeta Juan Cristóbal Romero afirma que La greda
vasija (1952) anticipa rasgos de Poemas y antipoemas (1954), de Nicanor
Parra.
Sin embargo, Rafael Rubio relativiza este juicio:
—No estaría
tan seguro. Tengo entendido que Parra venía elaborando los antipoemas con
bastante anterioridad, incluso había publicado algunos en revistas. Más
que una anticipación, Rubio comparte con Parra cierta referencia a la oralidad
y el habla común. El Tata Alberto recogía esa oralidad y reestructuraba
lo que serían sus influencias, como la Generación del 27 o el mismo
Siglo de Oro español. Yo creo que los dos, y Parra lo ha dicho varias veces,
vienen directamente de César Vallejo, que mezcló los hallazgos de
las vanguardias con el habla coloquial del pueblo.