Es decir, un poeta
Pablo Neruda,
uno de los protagonistas literarios del año, tampoco faltará a la
cita del Día del Libro. El poeta de los versos de amor desesperado
marcó a autores como Antonio Skármeta, que publica en mayo su Neruda
por Skármeta (Seix Barral), en el que descubre su huella literaria
y humana, y del que ofrecemos sus primeros tramos.
Imagínate que naciste en un país infinitamente largo y flaco extendido
entre una tajante cordillera y un mar vivaz que azota sus miles de
kilómetros. Imagínate ahora que este país tiene un poeta.
Es decir, un poeta.
No es
que en este país no haya otros poetas. Tradicionales y vanguardistas,
inteligentes y banales, calvos e hirsutos, exitosos o resentidos,
saludables o enfermos, admirados en la provincia o en el mundo. Incluso,
acaso mejores poetas.
No. Este país tiene muchos poetas como olas tiene el mar y cimas la
cordillera. Sólo que hay un poeta que es el mar, que es la cordillera.
Al igual que la naturaleza no necesita cédula de identidad ni pasaporte,
este poeta no precisa de explicaciones. Fue un hombre que se definió
como una hoja más del gran árbol humano. Cuando vio el pan preguntó
por el panadero.
No sé si fue un gran amante, pero su poesía hizo que las parejas se
amaran.
No sé si fue un gran político, pero sembró su palabra en tiempos de
conflicto y con ella alentó la esperanza en luminosas ciudades de
justicia.
Recorrió el mundo y fue amigo de los grandes poetas del siglo XX.
Antes de que le dieran en 1971 el Premio Nobel de Literatura había
logrado el consenso de millones en torno a sus imágenes.
Era en vida un mito. Después de su muerte, es un hombre.
Yo tuve la suerte de nacer en ese país que ahora te imaginas. En Chile.
La tierra de Pablo Neruda. [...] Veo la obra y vida de don Pablo como
una espiral que se inicia ascendente desde profundas sombras vegetales
hacia la plenitud de la luz natural, vital y social, y que luego se
repliega al final de los días otra vez en una soledad melancólica,
anhelante de quietud, sombra y silencio.
Ésa es la hora del infinito, cuando se desarticula en su vida el país
que ama, el ruido de las gestas no siempre gloriosas, la enfermedad
que muerde al animal sano. La gran historia hizo, aún en vida, un
mito de Neruda. Este libro es acerca de mi Neruda de décadas, sacudido
de los oropeles de la gloria, y deseoso de que lo vean como un hombre.
Mi visión aspira a ser sólo una entre otras cientos de visiones que
acaso nunca alcanzarán a dar una idea completa de un hombre y un poeta
inagotable. Pido sólo un lugar democrático para compartir la mía con
otras versiones de Neruda que acaso la confirmen o contradigan.
La morena infinita
Mi relación con él, aquella que me inspiró la novela y la pieza teatral
que desembocaron en el film Il Postino, fue al comienzo tan
estrictamente pragmática que confesarla aquí pone un brote de rubor
en mis mejillas.
Cuando era niño o algo más, hacia los trece o catorce, solía enamorarme
perdidamente cada dos días –y para toda la vida– de mujeres mayores
que yo. Pero éstas siempre preferían a los galanes del último año
del liceo, expertos en enchuecar la boca para gorjear baladas de Nat
King Cole, eximios fumadores de cigarrillos marca Richmond en las
eróticas esquinas del instituto y diestros incursionadores en las
blusas de los uniformes de mis amadas platónicas e imposibles. Ellos
sabían hablarles con voz ronca, mirándolas fijo a los ojos, y echando
volutas de humo con la precisión de un relojero, mientras The Platters
cantaban Smoke gets in your eyes. En cambio nosotros, los de
los cursos inferiores, comenzábamos a rascarnos el cuello y las espinillas
en cuanto una chica se nos ponía al alcance. Si alguna nos preguntaba
la hora nos poníamos púrpura, granate, y un océano de pudor nos hacía
transpirar.
Hubo ocasiones en que la vida, ciertas primas celestinas o la caridad,
pusieron en mi radio de acción algunas de esas bellezas que amaba
con todo el furor del silencio. Pues bien, ni aun a solas en el sofá
del living, la madre ausente jugando canasta, me animaba a
decirles algo. Cuando volvía a casa pateando piedras por las calles
santiaguinas las palabras me venían en tropel. [...] Y así iban pasando
mis días, yo cocinándome en mi silencio mientras todos los otros se
mojaban los labios en las frescas bocas de las muchachas del mundo,
cuando cayó en mis manos un libro de Neruda: Todo el amor.
Un año antes había traficado de modo ignominioso con la poesía cuando,
para aterrar al profesor de francés que nos enseñaba estribillos inofensivos
tipo sur le pont de Avignon, escenifiqué un ballet inspirado
en Las flores del mal de Baudelaire. Se trataba de una precaria
representación de El vino del asesino, donde sobre la tumba
de Baudelaire, hecha de cartulina negra, dos bailarinas se disputaban
el alma del francés, mientras mi amigo Pato Carvacho, futuro capitán
no golpista de la Fuerza Aérea chilena, tocaba en acordeón El mar
de Charles Trenet, uno de los temas galos de su repertorio, que incluía
además C’est si bon. Yo recitaba el poema en francés como si
tuviera piedras en la boca y con toda justicia nuestro maestro, le
cochon Arenas me puso sólo un más que regular por la performance.
Pero no fue en el rubro de mi bilingüismo donde alcancé fama y popularidad.
Las dos bailarinas, traídas de una opaca academia vocacional cercana,
aparecieron en la coreografía con ceñidas mallas negras donde se podía
apreciar no sólo sus tersas curvas sino la insinuación de todas sus
hendiduras. Los patibularios de mi curso les propinaron en agradecimiento
una rijosa ovación, y yo pasé a ser el “choro” que había traído las
“chicas prácticamente en cueros” al impoluto Instituto Nacional. Dueño
de la más perfecta virginidad, tuve que asumir la fachada de una suerte
de gigoló, y espantar con empujones a mis colegas estudiantes, que
me imploraban con la voz quebrada por “gallitos” que les presentara
a mis amigas. ¡Me lo pedían a mí, el más indigente en erotismo!
“Ayúdame a debutar, Ángel de la Guarda”, rogaba por las noches con
la sábana elevada en un pequeño promontorio.
Todo el amor de Neruda estaba ilustrado con ninfas larguísimas,
como las modelos de una revista, y yo comencé a elucubrar que ellas
eran las figuras reales a quienes el poeta asestaba sus versos. De
los dibujos me detuve en las palabras y en pocos días proclamé que
Neruda era el ventrílocuo de mi alma.
Ah, los vasos del pecho! Ah, los ojos de ausencia!/ Ah, las rosas
del pubis! Ah, tu voz lenta y triste!
Como los niños se enamoran de un trapo o de un objeto y lo acarician
día y noche, yo designé al libro de Neruda mi lazarillo. Caminé con
él en la más amarga doble soledad: sin una chica al lado y con esos
poemazos que me refregaban su ausencia en las narices.
Por fin, una tarde de invierno, una cierta morena infinita me preguntó
en el sofá de su abuelo qué libro era ése. Leímos unos versos hasta
que se hizo oscuro, y puesto que ella no tomó la iniciativa de encender
la luz, de pronto adiviné que su lengua se deslizaba sobre mis labios
y los abría levemente para seguir avanzando hasta mi propia lengua.
El resto fue una deliciosa turbación de difícil detalle que debo ahorrarle
a mis honorables lectores.
Concretamente, le debo a Neruda haber perdido mi inocencia.
Creo que desde ese momento decidí pagarle algún día la exquisita deuda.
Y tal vez en esta provinciana anécdota esté el impulso de mi vocación
de escritor. ¡Tenía ya una prueba fehaciente del poder de las palabras!
En un cuaderno marca Torre que reencontré en el baúl de mis padres
mientras concebía estas páginas, había estampado con trazos febriles
el siguiente informe: “Bendigo mis torpes gestos de muchacho despeinado
y mis palabras prestadas; bendigo su mar sin orillas y la deliciosa
tempestad en que me ahogo. Así que esto era el amor. Gracias, don
Pablo.”
Nada de extraño entonces que cuando publicara mi primer libro con
el título de El entusiasmo (optimismo que mis lectores comprenderán
si les juro que en ese momento era joven, flaco y tenía pelo) corriera
a casa de Neruda en Isla Negra para rescatar una opinión, y quién
te dice, quizás un elogio.Castigé mi rauda citroneta y llegué con
el libro latiendo entre las falanges. Neruda le dio vuelta por tomo
y lomo, lo hojeó aburrido y subiéndose los pantalones me dijo:
–Bien, muchacho. Dentro de dos meses te doy mi opinión.
Dos semanas más tarde hice repiquetear todas las campanas de Isla
Negra. Cuando el poeta abrió, tuvimos el siguiente diálogo: –Poeta,
soy yo.
–Ya veo.
–¿Lo leyó?
–Sí.
–¿Y qué le pareció?
Neruda levantó la vista hacia unas aves migratorias, seguramente deseoso
de emprender el vuelo con ellas.
–Bueno –dijo.
Me llené de rubor y orgullo. El poeta Pablo Neruda encontraba bueno
mi libro. Con un pie yo me sujetaba el otro para no comenzar a levitar.
–Pero –añadió bajando abruptamente su mirada hacia mi frente- esto
no quiere decir nada, porque todos los primeros libros de escritores
chilenos son buenos. –Hizo una dramática pausa–. Mejor esperemos el
segundo.
Años después mi relación con Neruda adquirió matices más sustanciales.
Hacia 1969 fue precandidato a la presidencia de la República y tuve
la ocasión de verlo en campaña política en una humilde población de
los aledaños de Santiago. Había llovido y los casi doscientos auditores
de su discurso tenían los pies hundidos en el barro. Era gente muy
pobre y con certeza su situación no les había permitido educarse más
allá de los primeros cursos escolares. El poeta concluyó más bien
con desgana su arenga y se disponía a bajar de la tarima de madera,
cuando la gente se lo impidió gritando “Poemas, poemas, queremos poemas”.
Neruda se hizo rogar un minuto y luego sacó un libro del bolsillo.
La imagen de esas doscientas personas, ateridas de frío, acaso sin
haber desayunado, clamando por “poemas”, “poemas” se impregnó muy
fuerte en mí y decidí que jamás en la vida iba a olvidarla.