Armando Uribe,
voz de la moral perdida:
El poeta y
los pordioseros
Ignacio Balcells Eyquem
Artes y Letras de El Mercurio. 3 de julio
2005.
Inmiscuyéndose en los
recovecos de un pueblo sin esperanza -ni conciencia de su dolor-,
el poeta salvaje nos susurra los alcances de una dimensión
moral que ni siquiera conocíamos.
La poesía de Armando Uribe es una inesperada
irrupción del mundo moral en la poesía chilena. De pronto,
gracias a él, la indignación, la pena, el dolor, la
compasión, la muerte son bienes nuestros. De pronto, gracias
a él, vislumbramos poéticamente el orden de la caridad.
De pronto, gracias a Uribe, Chile tiene pordioseros. Y entonces descubrimos
que los
poemas de Armando Uribe sobre los limosneros son en sí mismos
limosnas. Limosnas dadas a un Chile pordiosero moral. Y acaso su tono
frecuentemente satírico, grotesco, salvaje no se deba a la
esencia de su estro, sino al oído menesteroso del Chile en
y para el cual canta, país en la primaria moral.
¿Por qué Uribe no ha escrito un libro de poemas que
se llame sencillamente Limosnas? Porque lo de él no es el orden
de la caridad ganado, sino el combate por el orden de la caridad.
Lo de él no es la limosna, sino el drama de la limosna, la
limosna siempre ambigua, la limosna que anima o la limosna que acalla,
la limosna que acoge o la limosna que despide...
Caritativo perfecto
De entre los muchos poemas de Uribe en que aparecen limosneros escojo
algunos para sondear esa dimensión moral que no sabíamos
que no teníamos y que el poeta nos da a manos llenas.
Tuve sed y me diste de beber.
Sed de vino y me diste para vino.
Me emborraché y la policía vino.
Estuve preso y me fuiste a ver.
Si el yo de este poema se dirige a un tú que es su semejante,
este poema es un verdadero camino de perfección en la vida
de la caridad. De esa caridad que, según San Pablo: "Todo
lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta".
Tuve sed y me diste de beber.
El verso canta el primer paso en que se remedia una necesidad básica.
Porque aquí está implícita el agua, y dar de
beber agua al que tiene sed es tan natural que atribuirlo a la caridad
casi parece hipérbole. Aunque si el poeta lo expresa habría
que entender que habla en un desierto, que sólo en los desiertos
se tiene sed y que sólo en los desiertos el agua es un bien
que alguien da y otro recibe.
Sed de vino y me diste para vino.
En este segundo verso hay un salto infinito. Porque aquí se
muestra que la caridad opera más allá de lo razonable.
Porque saciar una sed que ya no es cuestión de vida o muerte,
sino, más bien, antojo o vicio (sólo los borrachos tienen
sed de vino), significa que el caritativo acoge enteramente al menesteroso,
acepta que esa sed extraña a él, y que acaso le es repulsiva,
puede ser tan urgente y crítica como la sed de agua. ¡Qué
diferencia con la máxima china que aconseja no dar un pescado
a un hombre con hambre, sino enseñarle a pescar! Porque el
caritativo que da para vino comprende que el menesteroso no tiene
tiempo para aprender a pescar, no le dan ganas de aprender a pescar,
no tiene pulso para aprender a pescar, nunca aprenderá a pescar.
Y como las cosas de la poesía son también las añadiduras,
nótese qué elegante aparece en el verso el hombre cuando
da para vino; nótese con qué elegancia (¿o habría
que decir caridad?) la expresión para vino calla la palabra
dinero.
Me emborraché y la policía
vino.
Estuve preso y me fuiste a ver.
Caritativo perfecto es quien lo sigue siendo pese al coro de escandalizados
que le reprochan la limosna dada a quien no la merece o pese a los
burlones que ríen de la limosna que sostiene un vicio. Caritativo
perfecto es quien va más allá de su limosna, quien va
más allá del dinero, quien cuando el dinero es inútil
se hace presente él mismo.
Caritativo perfecto es quien sacia con su presencia otra sed más
honda, la sed esencial del hombre apresado y degradado, la sed de
semejanza.
Poetas y organillos
Limosneros ayúdenme.
Oigo organillos de muerte.
Ya se han etc. etcétera.
¿Y les he dado limosna?
Claro que no. ¿Cómo está Ud.?
Cantando miserere miserere.
Los limosneros a los que el poeta pide ayuda son, evidentemente,
los que piden limosna, no los que la dan. ¿Qué ayuda
pueden darle estos indigentes? Misterio.
Misterio que el pueblo hindú tan misterioso ilumina así:
"Hay que considerar a los niños, los ancianos, los pobres
y los enfermos como los señores de la atmósfera".
Los pordioseros, señores de la atmósfera. Consideremos
que la palabra "atmósfera" en esta maravillosa sentencia
hindú citada por C.S. Lewis no es una metáfora reemplazable
por "ambiente", "ánimo" o algún
otro término psicosocial, sino que apunta concretamente a la
transparencia, la fragancia, la frescura, la pureza, la quietud del
aire en que vivimos y que respiramos. Porque el aire que nos rodea
es la condición invisible de lo visible; si el aire se viera
-como sucede cuando hay humo-, no veríamos nada; si el aire
se oliera -como sucede cuando hay carroña-, no oleríamos
nada; si el aire se oyera -como sucede cuando hay un bombardeo-, no
oiríamos nada. Según esta sentencia, entonces, de los
niños, los ancianos, los pobres y los enfermos depende la nitidez
del mundo. (Todo lo contrario de la norma occidental que los considera
el eslabón débil de la cadena). Y así, el caritativo
que reconoce y cuida a estos debilísimos señores de
la paz cuida que el mundo no se emborrone, ni apeste, ni nos ensordezca.
Oigo organillos de muerte.
Como si los limosneros hubieran escuchado el ruego del poeta, su
respuesta llega inmediatamente bajo la forma de una música
de organillo. Que es ayuda porque anuncia la muerte que no suele anunciarse.
(Nótese cómo el diminutivo de la palabra "organillo"
en la expresión "organillos de muerte" tiñe
a la muerte con un matiz familiar, casi infantil y por lo mismo, más
siniestro).
En un día y a una hora de la ciudad en que hay poco ruido
de motores, frenazos y bocinas, un domingo de verano por ejemplo,
de pronto, en la vereda al pie de tu ventana, un organillo, un instrumento
musical popular semifestivo, semipatético, se pone a emitir
melodías vienesas de una melancolía absurda en una calle
latinoamericana, melodías que te recuerdan páginas de
Hoffmansthal, de Zweig, de Peter Altenberg. Y si no las has escuchado
anteriormente, el timbre semiferial, semiorfeónico de los tubos
del organillo te familiariza con ellas antes que las piezas acaben.
Se te ahueca el pecho oyéndolas y te dices: qué placer,
qué tristeza, qué nostalgia siento por un mundo más
antiguo, más culto, finiquitado. Y entonces comprendes que
el organillo con sus aires de Viena es organillo de muerte.
Mientras tanto, el organillero dejó de girar la manivela y
ya se van, él y su acompañante. Ya se han ido.
La distancia entre el corazón y el bolsillo de un hombre se
mide gracias a los mendigos. Porque los mendigos están siempre
al paso. Y así, cuando tú que pasas ante uno de ellos
metes finalmente la mano al bolsillo sueles mirar por sobre el hombro
y entonces, sea por inercia, sea por vergüenza, sea por avaricia
no desandas tu camino, no das.
Ya se han etc. etcétera.
¿Y les he dado limosna?
Claro que no.
Cien ventanas
Su música te hizo olvidar que el organillero es un mendigo.
Y como el organillero estaba frente a una fachada con un portón
cerrado, cien ventanas con celosías bajas y ni un rostro con
el cual cruzar su mirada menesterosa, se ha ido sin chistar, como
si se hubiera equivocado, como si hubiera tocado ante un edificio
desierto. Tu casa queda desierta y tú, abandonado cuando el
organillero se va sin tu limosna. De pronto vuelve a ti tu pasado,
tus culpas, todos los hechos que no dan para melodía, sino
apenas para lamento. Pero gracias al organillero no te resignas a
gritar simplemente ayayay. Gracias al organillero y sus aires de Viena,
tú recurres para lamentarte a un canto antiquísimo,
a un aire de Roma. Y así, el solo hecho de repetir en latín
la palabra miserere, miserere te une a una dinastía de dolientes.
Y eso es un consuelo.
¿Cómo está Ud.?
Cantando miserere miserere.
El poema, por último, ¿sugiere acaso que el poeta que
canta el Miserere y el organillero que toca la Bagatelle tienen la
misma relación, el uno con Dios y el otro con la música;
o sea, ninguna, excepto darle a la sin hueso y darle vueltas a la
manivela respectivamente, repetir, repetir, repetir?
Dignidad del mendigo
El pordiosero que me engaña
no sabe serlo (pordiosero),
tiene su dignidad, empero,
guiña un ojo con su legaña,
y luego mira al cielo hueco,
y rueda el sol sin ningún eco.
El pordiosero que no engaña al poeta no sabe que hacer de
pordiosero -aunque mal- es ser pordiosero. Quien mendiga porque es
buen negocio es tan digno de lástima como el que mendiga porque
tiene hambre. Simular todo el día indigencia -en invierno tiritando
en una esquina ventosa; en verano cociéndose al sol en la misma
esquina- es quizás peor que sufrirla. El buen techo y la rica
olla que esperan en la noche al engañador no lo hacen menos
dependiente de la caridad del prójimo, no lo curan de la condición
que adopta diurnamente.
En cuanto a la caridad, quien da limosna al mendigo flagrantemente
falso no es menor que el que da limosna al mendigo real. El encuentro
de dos hombres en el acto de dar genera una reciprocidad que ninguna
mala fe, ningún engaño del pordiosero puede abolir.
Así, el poeta descubre que el pordiosero, pese a que es falso,
tiene su dignidad. Dignidad que se manifiesta en un guiño del
ojo con su legaña (la legaña es la máscara del
ojo que imita al ojo del pordiosero realmente legañoso). Guiña
para hacer saber al poeta que él sabe que el poeta sabe que
él no es un pordiosero real. Y este reconocimiento imperceptible
de su impostura da a conocer su dignidad. Porque no se ha visto nunca
un mendigo verdadero que guiñe el ojo al que le da limosna.
¡Sería ponerse a su altura! ¡Sería proclamar
que está por encima de la moneda que recibe!
¿Por qué es sagrado el mendigo? Mendigo es el hombre
que tiene terror de la moneda y que sólo se anima a cogerla
de manos del prójimo, es decir, cuando viene probada.
A lo mejor la dignidad del falso pordiosero del poema está
en que después de guiñar un ojo mira al cielo. ¿Pone
al cielo por testigo? ¿O mira al cielo para que el poeta lo
mire a su vez, constate que el cielo es hueco, que no se puede esperar
nada de él porque no hay nadie en él, y convenga así
en que bajo un cielo deshabitado a los hombres no les queda otra que
engañarse mutuamente?
Luego, como una retribución por la moneda dada al falso pordiosero,
el poeta recibe la moneda del sol, ve rodar el sol (por el cielo hueco)
sin ningún eco.
Entonces, la dignidad del falso pordiosero estaría en que
conoce y se atiene al libreto inmemorial mejor que los pordioseros
reales, y a cambio de la moneda que el poeta le da trae el cielo a
colación con su mirada, la desaparición de Dios y el
silencio indiferente del sol respecto a todo lo humano.
Al fin, en casa
Me persiguen los pobres, de hambre
se quejan; duermen en la plaza
y están enfermos, sin remedios.
Los auxilio según mis medios.
Los engaño: "No tengo plata,
y estoy enfermo, con calambre."
Pero ellos no me creen: "Mata,
dicen, la muerte al muerto de hambre.
Lo que es Ud. está en su casa."
Los pobres persiguen al poeta; el poeta huye. Los pobres se quejan
de hambre; el poeta escribe, satisfecho. Los pobres están enfermos
sin remedios; el poeta está enfermo leve y con remedios. Los
pobres duermen en la plaza; el poeta, en su casa. Los pobres no tienen
plata; el poeta sí tiene. El poeta los engaña; los pobres
no le creen. Los pobres tienen la última palabra; el poeta
la registra.
Partamos por la ironía atroz del verso: y están enfermos,
sin remedios. Agregando una coma y unas eses a la expresión
habitual "enfermo sin remedio", el poeta la convierte en
algo aun peor. Porque a la gravedad (tácita) de las enfermedades
de los pobres se agrega, como otra enfermedad más, la pobreza
que les impide comprar remedios. "Y están enfermos, sin
remedios": miseria económica mano a mano con la miseria
fisiológica.
Los auxilio según mis medios. Para dar limosna hay que tener
dinero. Pero nunca hay que dar todo el dinero que se tiene. Nunca
hay que hacer del rico un mendigo. Y tampoco hay que hacer nunca del
mendigo un rico. Tras la limosna, el rico sigue rico y el pobre, pobre.
El muerto de hambre
Para no darlo todo a los pobres, el poeta se presenta como un enfermo.
Y si menciona un solo síntoma semirridículo, semipatético:
con calambre, es porque rima con hambre: él sabe que los hambrientos
sufren de calambres. Pero es justamente esta palabra la que lo delata.
Los pobres no aceptan la rima. Los pobres no están enfermos
como él cree: están muertos, muertos de hambre.
La muerte y no la enfermedad protagoniza el discurso de los pobres.
Y la muerte es para ellos una criminal cuya víctima preferida
(si no única) es el hombre que ya está muerto, el muerto
de hambre. La muerte mata afuera, en la calle, en la plaza, que es
el espacio de los muertos de hambre. La casa, en cambio, defiende
al poeta de la muerte. Y si los pobres no llegan a afirmar que el
que tiene casa no muere, sí insinúan que la muerte adentro
no es la misma que afuera... Que la muerte en casa es más tardía,
más dulce, más difusa; que la muerte en casa no es propiamente
un crimen. El verso final es de una neutralidad lapidaria: Ud. está
en su casa. Con él, la última palabra del poema adquiere
virtud de ensalmo. Casa. La casa es la gloria y el dueño de
casa un dios.
Y quienes no tienen casa y viven en la calle, viven frente a un paraíso
que tiene un millón de puertas y un millón de ángeles
con espadas de fuego que las mantienen cerradas.
Nótese además qué pobre es el lenguaje del rico,
puro cliché: los auxilio según mis medios, no tengo
plata. En cambio, el lenguaje de los pobres potencia el cliché:
muerto de hambre es potenciado por la muerte y por mata: Mata,
/ dicen, la muerte al muerto de hambre. Con razón los pobres
tienen en este poema la última palabra.