Armando
Uribe Arce
"No
tengo nada de simpático"
Por María Teresa Cárdenas
Revista de Libros de El Mercurio, viernes
3 de septiembre de 2004.
Lo dice en sus poemas y se esfuerza por reafirmarlo
con sus opiniones. Pero el nuevo Premio Nacional de Literatura ha
demostrado sobre todo ser un gran poeta, desde sus primeros versos
hasta sus libros recientes: "De Muerte" y "Las críticas
en crisis".
Armando Uribe es como Chile. Largo y flaco, como su geografía;
extremadamente formal y tímido, como su gente. Lleno de relieves.
Y volcánico.
"¿Qué destino espera a este poeta, que ya en su
adolescencia posee el milagro de un verbo vivo y castigado en un afán
de exactitud? Su camino está en la fidelidad a su
propio ser". Fiel a sí mismo, a su destino poético,
a su carácter difícil, a su ironía, a su inconformismo,
a su timidez y a su vasta cultura, Armando Uribe Arce obtuvo
esta semana el más alto reconocimiento de las letras chilenas,
respondiendo de la mejor manera esta interrogante de Roque Esteban
Scarpa.
Convencido de la calidad literaria de su discípulo, uno de
los más aventajados de la Academia Literaria del Colegio Saint
George y director en esos años de la revista "El joven
laurel", Scarpa se aventuró a hablar de su poesía
y a citar algunos versos en El Mercurio del 10 de octubre de 1950,
días antes de que el joven Uribe cumpliera 17 años y
cuando aun no había escrito un libro, ni pensaba hacerlo. El
primero de una lista que finalmente resultaría bastante larga
es Transeúnte pálido, de 1954. "Su poesía
es tan suya —escribe Scarpa—, que sólo un círculo literario
reducido la conoce. El pudor de su alma se defiende de los estragos
de la difusión y el éxito".
Por eso, conociéndolo, dice en su crítica: "¡Qué
él me perdone la traición que cometo!". "Mire,
no se lo perdono", cuenta Uribe que le dijo al día siguiente.
Cincuenta años después, sigue —según él—
sin perdonarlo: "no por modestia, sino por horror al exhibicionismo".
Más aun, lo culpa de haberlo obligado a seguir con este asunto
de los versos.
Algunos años menor que Uribe y compañero en la academia
del Joven Laurel, el abogado y escritor Hernán Montealegre
cree que esas palabras son "parte del juego de Armando"
y que al margen de la timidez, que él insiste en disfrazar
con ropajes de indiferencia e incluso de soberbia, le falta algo de
racionalidad. "Armando es muy emotivo, y trata de ocultarlo diciendo
frases lapidarias".
¿Quién podría poner en duda que sus categóricas
intervenciones lo han convertido en todo un personaje, y que incluso
lo han llevado a encarnar una paradoja? Aunque no aparece en televisión
—salvo esta semana, a propósito del premio— y desde 1998 prácticamente
no sale de su casa, es consultado por la prensa respecto de cuanta
polémica surja en cualquier tema de su dominio, que son muchos,
o en aquellos en que sólo se necesita una opinión fundada,
aguda y sin contemplaciones.
Abogado especialista en derecho minero, hizo clases en las Universidades
de Chile y Católica; en la Michigan State University (Estados
Unidos), Universitá degli Studi de Sassari (Italia) y París
I (Francia). Trabajó en la Comisión de Energía
Nuclear, fue diplomático... Un extenso
curriculum y sobre todo una amplia cultura —"discúlpenme,
no he hecho más que leer en mi vida"— que avala su actitud
crítica frente a la sociedad, asumiendo así el perfil
del artista contemporáneo, en crisis con su entorno. En la
base, sin embargo, Montealegre identifica una filosofía que
hace coherente su postura: "Armando tiene una conciencia moral
muy fuerte, muy lúcida, y por eso hay cosas de nuestra sociedad
que le chocan profundamente. Yo creo que él, internamente,
piensa que frente a esta sociedad no tiene más remedio que
aislarse y vivir como una persona extravagante, porque no calza con
esos valores. Desde ese punto de vista, su extravagancia termina siendo
una profunda coherencia con él mismo, con sus valores y con
lo que él cree".
"Declaro no haber sido niño"
Fidelidad a sí mismo, diría Scarpa, porque todo indica
que desde muy niño Armando Uribe se sintió incómodo.
Aunque, siguiendo con su juego, se encargue de desvalorizar los propios
recuerdos: "¡Esta pedantería de querer tener infancia...!"
escribe en Caballeros de Chile, un ensayo biográfico
publicado en francés durante sus primeros años de exilio
en París y reeditado en Chile hace apenas un año, por
Lom.
"Declaro no haber sido niño, no haber carecido nunca de
uso de razón. Los recuerdos infantiles que ostento, llamándolos
'infantiles', son todas invenciones de ahora", aclara recién
iniciado el libro. Invenciones o no, es fácil imaginar al pequeño
Armando escondido durante horas en un rincón oscuro, inventando
conversaciones con los muebles o con las tablas del suelo. "El
arte de esconderse es no ser encontrado", piensa Uribe-adulto-niño,
aunque ahí precisamente está el peligro. Por eso había
que hacer ruido, señales que ofrecieran alguna pista, no vaya
a ser que no lo encontraran nunca. Más de sesenta años
después, Uribe sigue practicando el juego, aunque ya no necesita
dar más pistas, todos saben cómo hallarlo.
Incómodo. A disgusto. "No me entiendo bien con los Padres
norteamericanos (del Saint George, que para él es hasta hoy
el San Jorge) ni con los profesores. Con los compañeros de
clase me entiendo mal". Tenía catorce años, y había
empezado a escribir. La situación no es mucho mejor en su casa.
Hermano mayor de tres mujeres, el ensimismamiento no lo abandona,
tiene los "ojos vueltos hacia adentro" y nadie le saca palabra.
En cambio, se encierra en su pieza, y escribe. Escribe pensando en
su abuelo, el pater familias que ya ha muerto.
Fue en esos años de primera juventud cuando vio en la revista
"Zig-Zag" una fotografía que lo deslumbró.
Obsesivo y empeñoso y sobre todo poeta, pasó años
buscando a la joven retratada. En 1957 se casó con ella. Cecilia
Echeverría se convirtió así en la compañera
y la musa, a quien le ha dedicado sus Memorias (Sudamericana)
y hoy, dos años después de su muerte, el poeta declara
amar con más fuerza.
Amor y muerte. "¿Que el amor sea lo más fuerte?/
¡Aquí voy yo dice la muerte!/ Si me llaman amor... de
acuerdo:/ amo muy mucho a los que muerdo..." (Las críticas
en crisis, Lom, 2004). La muerte nunca ha sido extraña
para Armando Uribe. Desde sus más tempranos poemas —algunos
recogidos en libros muy posteriores, precisamente gracias al empeño
de Cecilia de guardar todo papel escrito— ya existe conciencia de
ella en su obra. Y si en la niñez fue su abuelo el que representó
con más fuerza el paso de ésta a otra vida —en la que
por cierto Armando Uribe cree—, ya de adulto ha tenido que enfrentar
tantas otras muertes, aunque ninguna tan dolorosa como la de uno de
sus cinco hijos y la de su mujer.
"La muerte andaba por la casa/ sin decidir a quién buscaba./
Se escondía por los rincones/ y los armarios y los clósets./
En los escritorios de noche/ leía poesías eróticas./
Eligió entonces al más joven/ y lo sedujo con artes
mortuorias". (De Muerte, Universitaria, 2004).
Tiempo para versitos
La muerte. Una constante en la obra de un poeta que por momentos
ha renunciado a serlo... o a parecerlo. Como en aquellos quince años
de exilio en París, hasta donde llegó con su familia
desde China, después del abrupto término del gobierno
de Salvador Allende y, en consecuencia, de su cargo de embajador.
No estaban los tiempos para publicar versitos, diría a su regreso.
Pero sí para la denuncia. En ese contexto apareció El
libro negro de la intervención norteamericana en Chile (1974),
un tema que había investigado de cerca como funcionario diplomático.
Sus alumnos de la antigua Sorbona de París nunca supieron que
el adusto catedrático chileno también escribía
"versitos".
La fidelidad con la poesía se mantuvo, pero más profundamente
la fidelidad con las palabras, expresada en una contundente obra en
la que también figuran, y con decoro, las traducciones, los
ensayos literarios, las cartas abiertas, el diario, las obras legales
e incluso un Repertorio de palabras de la ley penal chilena,
en cuya elaboración trabajó casi tres años, en
una época en que no existía el computador y llegó
a reunir 23 mil 500 fichas. Pero que nadie se engañe, para
Armando Uribe están muy claras las diferencias: "las palabras
de la ley persuaden por la fuerza; las de la poesía, esas palabras
cargadas de energía, de sentido incluso insensato, sólo
pueden persuadir por su propia fuerza espiritual".
Con esa fuerza, expresada en libros tan notables como Odio lo
que odio, rabio como rabio (Universitaria, 1998), Por ser vos
quien sois (Universitaria, 1989) o A peor vida (Lom, 2000),
Armando Uribe no sólo ha sido fiel a su destino, sino que ha
compartido con anónimos lectores sus más profundas inquietudes,
sus obsesiones, su ironía, su juego. Uribe juega, pero muy
en serio. También juzga, y es implacable. Pero se cuida de
no ir contra sus valores de buen cristiano. Así, por ejemplo,
ante el cuestionado título de uno de sus libros, aclara: "yo
digo odio LO que odio, no digo odio a LOS que odio, que es lo que
nos enseñaron, y se puede saber por ley natural: que hay que
odiar el mal, no al malo".
La caridad, en todo caso, o la falta de ella, empieza por casa: "A
mí me gusta ser amargo./ No tengo nada de simpático./
De neurasténico sí tengo./ Se demuestra en que yo me
cargo./ Con violencia soy un apático./ Y ya estoy viejo para
ser más luengo".
CURIOSA SIMILITUD DE URIBE CON POUND
Según lo transparentan sus palabras (Armando Uribe),
emprendió el estudio de Ezra Pound seducido por lo espinudo
del personaje, por su cara áspera, por su temperamento
hosco y su temperamento intratable. Esa calidad de puerco espín
rebelde lo atrajo. Joven, curioso, erudito, infatigable observador,
se dijo que los autores fáciles, los poetas que al instante
se entregan y conquistan, causan, sin duda, gran deleite, pero
no enseñan nada nuevo, no pueden ampliar el círculo
de ideas en que el lector se mueve. Para hacerlo salir y ensancharlo,
para llevar más lejos su captación sensible, necesítense
justamente esos enigmáticos, obscuros, erizados, que
exigen pasarles una y otra vez la mano por el lomo para amansarlos.
Al toparse con Ezra Round, esa fiera, pensó: Este es
mi tipo.
(...)
El Pound de Armando Uribe, que es, sobre todo, una flecha y
una sonda, para muchos será también una senda.
Por mi parte confieso humildemente que, más que el retratado,
me place el retratista. Lo hallo de primer orden. Los descubrimientos
que hace, las novedades que indica, los rumbos que señala.
Bueno. Él sabrá. Para ser del todo sincero, debería
repetir el verso galante del siglo XVIII: "Si vous voulez
que je vous aime / rendez-moi l'age des amours..."
(Alone, El Mercurio, 9 de febrero de 1964)
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