FIGURAS DE OJO Y SOMBRAS
Carlos
Barbarito
A María y Cecilia A Joaquín María Aguirre A Marcelo
Lo Pinto
Uno
Radiación de
fondo
Terminaré en los manglares –
la voz, libro que se
entreabre -, acabaré desnudo, en un punto medio entre
cualidad y sustancia. Por ahora se nutre de ojos,
hogueras, bajo amplias telas suspendidas, el peso atado y
atada la medida. ¿ En qué conjetura a esta hora el mercurio
celeste, el diseño terreno? ¿ Quién posee algo, sino él,
al menos en aire, en semejanza? (Oscurece, el tronco en
la corriente, el metal bajo la tierra, respiran, no
reposan.) Después, al extremo de la luz, a comienzos de la
sombra, se derramará hacia los tallos en la sal, líquido,
casi sueño.
Oyente sin descanso, el sonido es
denso y ancho, dura hasta las últimas piedras. Todo entra por
el oído, incluso la lluvia que el sueño supone oblicua, el
tiempo, contado en horas, mudas de piel de serpiente o
jarros con leche que hierve. Y cuanto vibra es
mundo, cavidad de cuerpo, expuesta, oculta, sábana que
vuela, desnudo que huye del paraíso y entra, feliz, en el
infierno.
Dice toro como dice
mar, extiende la gruesa piel y en ella traza un
mapa. En el centro, palabra o número, verbo o cantidad que
concentra. Poliedro. En cada cara, azafrán, ave,
cobre y brújula, y todos son la misma cosa y tienen la
misma carga. Hay un espacio y una flecha. En el espacio,
casas, ciudades. Atado a la punta de la flecha, un pequeño
dios nace y muere a cada rato, y, en cada una de sus
breves vidas, se dirige al centro de la tierra y establece
un reino transitorio entre candentes líquidos que
fluyen.
...pero hay otro espacio,
submarino. Allí los peces de Klee conversan con los
peces que muchos llaman verdaderos. ¿Dónde el
confín? No se precisan párpados; un helecho corta la
piedra, un piano se deshace en sal. En penumbras, nada
muere, invoca. Lo sumergido es infinito y cabe dentro de
una bolsa, un perro ladra sin ladrido, entre hora y
hora un libro, prodigiosamente seco, se alimenta de
imposibles llamas. Asombro añadido al asombro: un niño
señala el arco iris y en la punta de su dedo,
enseguida, una mancha. (¿ Detrás de Mona Lisa, como
mero fondo, lo que cubre ambos patios, el de arena y el de
piedra, uno donde el niño entierra su palo, otro donde el
hombre erige una casa que nunca dejar de estar
vacía?)
¿Y el aire? Lo respiro, huelo con
mirada de ínfima criatura, entre escombros de infierno y
paraíso. Lo mismo que engorda, mata. Pan de trigo y pan de
arsénico comidos con el mismo afán, el mismo
apetito. ¿Agua, fuego? Penetro su desnudo, mido la curva
de su muslo mientras la noche empuja con único
remo. ¿Soplará? Acaso la palabra, que, algún día, al
avanzar lo juzgará todo. Acaso la vida que hoy se
repliega, hacia lo más lejos, donde los desiertos se
unifican.
Hay una botella rota entre otras
muchas botellas rotas, rotas maderas, alas rotas de
pájaros rotos, un cartel casi hundido en el fango. Pero
duerme, no despierta. Se derrama la tinta, ensucia el
papel, la mesa, el suelo, vuelan fragmentos de
mundos, islas en llamas, mares en llamas, y, en medio del
caos, una forma tropieza con su sustancia y no la
reconoce, no reconoce el barco a su timón, a su amarra, la
máscara al rostro que oculta. Pero duerme, no
despierta. Arañas, rocío, caracol, mercurio, Cópulas,
proverbios, aerolitos, mueble que rechina, esmalte sobre
esmalte, metamorfosis desde el barro hacia las alas. Pero
duerme, no despierta. ¿Qué clavó con clavo perfecto su
sueño, lo adhirió y fijó en un muro blanco,
uniforme, contra el que chocan, sin destino, las mareas,
las luces, las manos?
(Paul Cézanne, La casa
agrietada, 1892-1894)
En presencia, no visible, lo
que el perro ladra por las noches. Cubre los muros, que se
rajan. Cubre el agua, que se aleja. De las canillas, gota
a gota, líquido de vida, equívoca, líquido de muerte,
unívoca. Bebe, con barba y saco, sin mujer que lo
respire, lo esmalte como a un dios antiguo, lo haga digno
de su costado. Arriba, hay un orden en cada pez
lunar, en cada marea con sudor y borra, que sólo en sueños
entiende. Aquí, abajo, en lo estéril, contra la negra
ventana, ante un horizonte desvaído, inclina ante sí un
espejo y se mira, un instante antes, y encuentra
alguna caridad, cierta justificación en el árbol
próximo, en el océano remoto y en el
aire.
(Pisarro, Retrato de Jeanne,
1872)
Ella presiente lo que,
tensada luego a lo máximo la cuerda del tiempo, yo
sé. Pero, cumplidos lo posible y lo imposible, la
lluvia, la chispa, el incendio sumergido, la que ve es
ella, yo soy el ciego.
(Andhra Pradesh)
Escombros. Y sobre cada
fragmento, un misterio nocturno, que sólo atiende a si
mismo. Un animal orina sobre las piedras. Él y su líquido
serán sagrados. Anduve, no en cuerpo, entre telas
livianas, tambores en vuelo. Pero para mí, mi dura
cáscara, todo se redujo a polvo, a polen seco, a
prosa. Ante mí, una mujer-pulpo, llamas sin fuego,
clavos que penetran el aire como si de una pared se
tratase, huecos donde espesas sombras copulan y, al cabo,
huyen de la muerte para la que, sin embargo, crecen y
maduran. Fue, en días que la razón creyó siglos, cama
con grávidos demonios, materias casi líquidas, sin un
nombre, una entidad precisas. Y fue, desde el fondo
último, un último sol que irradia, una última voz que es
voz y también silencio, sustancia que se reduce y, al
hacerlo, se extiende, moja las manos, los vientres,
lluvia desde ninguna nube, anega los mundos, los cubre
y sumerge.
(Radiación de fondo, a Harold
Alvarado Tenorio)
I
Una tormenta se prepara. No tendré
palabras para conjurarla; moriré , de nuevo, entre
relámpagos. Moriré otra vez bajo la lluvia, entre ramas
que se quiebran por el viento, lejos de la casa y más lejos
todavía del cuarto.
II
El agua es oscura, densa. El agua
es noche, sexo, palabra que no sale por la boca. Palabra
que sale de un hueso, de una oscura cavidad a la que no
llega nada y nada perfuma. Quien se ahoga lo sabe. Quien
no respira sabe que el agua, la misma que sacia, acarrea
detritus, podredumbre.
III
¿Qué radiación de fondo no
es desvaído dios, deseo en oquedad, hierba hinchada, acre
bifurcación justo encima del labio del pez, del pezón
juzgado por la ceniza? Hay algo que rompe, penetra. Una
luz de ojo de langosta parida de pie por un cometa. Rompe
piedad, caramelo, ámbar. Penetra bruñido, pronombre,
campana. Llega con la lluvia, los relámpagos. Me matarán
como a un fruto ahuecado, como a un piano que se evapora y
en lugar de tempo encuentra punzón y
peso.
(A María Eva Albistur)
¿Y más allá? Tal vez estaremos
desnudos, sostenidos por el humo de la tierra, el gota a
gota con que la noche se expresa y el deseo –su respiración-
se difunde. Pero no aquí. No donde quien abre una puerta
se cansa y se cansa el animal que retrocede y una tela
–carne de la espuma- retrocede. Vamos por un borde
fangoso, por un mundo sin techo. ¿Quién ríe, junto los
pedazos, torna suaves las puntas del cuerno? ¿Quién baja
hacia las anémonas, hacia cuanto, ante serrines y resinas, se
incendia? No es nada –decimos. Entretanto, el
padre, mirada de luz que se rompe, traje oscuro, se come a
sus hijos.
(A Lucy Barbosa)
Sé de un silencio entre la
hierba, de un espacio a salvo, precioso metal de
sueño, pero es poco lo que sé de hierbas, de metales, de
sueños. Sé de una espalda mojada, con gusto a mar, pero
es poco lo que sé de espaldas, de la sal. Sé alguna cosa
del mar, pero no demasiado. Los muros repiten una
palabra, uno tras otro, hasta el horizonte. Pero aún soy
niño iletrado, camino junto a las paredes y no logro leer
cuanto dicen o callan. Nada sé de los que ahora
duermen, tumbados sobre la tierra, en alguna región
antípoda. Nada sé del agua que fluye por el fondo de la
tierra, del futuro primer relámpago en la tormenta que,
muy lejos, se prepara. Creo saber, sí, mi nombre. Pero,
¿si una lengua pura me lo preguntara, lo
sabría?
Abandona el sueño para entrar al
día, cierta claridad pura al final de un pasillo, ante el
ojo, el polvo en el aire, el aire apenas en movimiento, la
ventana y, más allá, charcos, ramas... En alguna parte,
lejos, oscuros y secretos sacrificios: pequeñas bestias
arrojadas a las llamas, niños abandonados bajo la
lluvia. El agua ahora refleja un eco antiguo, moja la
mano, los labios; regresa cada cuerpo de su sombra, cada
sombra de su borde, afean el sabor de las frutas, empañan
los vidrios, diseminan lo
recolectado.
DOS Figuras de
ojo y sombras
¿Y este insecto atrapado en el
ámbar? ¿Qué agua ancha cruzar para demoler el tiempo, su
evidencia? ¿Qué consuelo encontrar en el ajeno temblor, el
ajeno deseo, bajo esferas, bandadas? ¿Y este dios caído entre
hojas secas? Los pies se hunden en el suelo blando, luego
de la tormenta, arriba, el cielo, que no se despeja. ¿Cómo
medir cuanto se extingue, las especies, las horas? En una
pizarra, marcas apenas legibles. Un palo casi enterrado en el
lodo. Aparece el sol, ilumina una mínima porción, el
resto, sustancia que no circula, permanece quieta, entre
piedra y piedra.
Queda astilla de piedad, polvo de
gracia, fragmento de un ala, casi ciega, metal que no imanta,
voz que huye hacia abajo, donde se retuercen, aisladas,
las raíces. ¿Quién vive? ¿Quién es visible, tras
sábanas, trasiegos? ¿Qué alcanza brote, pulpa?
Copularán, seguro más de una
vez. Como quienes nadan en vacío, en lleno. Más de una
vez, en ralentí, como si siempre faltase algo, o sobrase
algo, o hubiese falla en la trama, o todo fuera perfecto y
cada abrazo aportara necesario error, desvío.
I
Lámparas dispuestas en
hilera, para remate.
II
Muertos, hablan de
Lohengrin, Shakespeare. Tienden trapos sobre piedras. Y
allí comen.
¿Morir? No se navega en barco de
piedra, no se calienta la carne con nieve. Pero es
apenas un salto, un momento difuso, un pequeño escombro de
estrella; apenas un botón, un resquicio, una sal, una gota
de aguarrás. En pleno cuerpo, perder minutos, párpados,
lágrimas. Y ya no tener oídos para el gallo, nariz para el
alcanfor, manos para lo que cae o se derrama. Entonces es
otro o ninguno el deseo, el desierto se estira, y no
llueve.
Pude ser incendio, liebre entre
pastos. No. Un relámpago gobierna, determina, pega por el
borde las páginas del Libro. Cada cual con su sombra y su
peso. Pude ser árbol, Tarot, fruta. No. Agua
gris, lenta, antigua. El mundo se moja. Líquido sin
forma, ni extensión, ni consigna.
En el aire de esta
única, ávida estación, un eco, una sombra.
Hierba contra cierto muro, distante. Ningún color que
el ojo pueda distinguir y una edad que, lejos de
desplegarse, se contrae. Ya no llueve. Una mano siente el
filo, el frío de la piedra. Qué modo de soplar el
viento contra libros cerrados, de tapas oscuras. Qué
modo de no morir la muerte que se mira en el espejo luego
de abandonar el cadáver. Ante el ojo, peste de espalda en
espalda. Mal sagrado, animal que habla. Habla, porque es
hora, el árbol desnudo, y, hablan, también, la materia
oscura, el rayo que a la tierra trastorna, el No que
sepulta en efigie el muslo de lo que no existe todavía. ¿
Y, entonces, ahora, cuánta saciedad, cuánta sed, cuánto
óxido en idea y en sueño, cuánta página impresa al
borde del mundo?
Ávido, el carbón copula y no
la carne. Son días en que una pluma persiste más que una
boca, y un agua profunda y espesa arrastra lejos del ojo
la conciencia. ¿Quién vive? ¿Genio, falo de sombra,
libro en cuyo centro nada fue inscrito, vitral sin
lágrima? Entraña, al fondo, el espejo: despojo, espíritu
confinado a un edicto, bajo árbol de fósforo,
descalzos, a medio camino entre abismo y éter, Mahler,
Schönberg, Varèse. Yo la busco y la desnudo, la
penetro, entre ciudades inmensas que se incendian, pero
cuanto busco se sitúa más allá, después de toda forma y
suceso. Tiene que haber un pliegue oculto en lo
uniforme, un revés en el deseo, un desgarro en lo singular
y preciso. Pero, ¿dónde, cómo, por qué, sobre qué
gravedad o justicia?
Is there no change of death in
paradise?
(Wallace Stevens, Sunday Morning,
VI)
La tierra está sola y ya
todo fue olvidado. Una hierba amarga, que no comen las
bestias, crece junto a las
paredes. Ropas dispersas, olvidadas, un olor de antiguo
amor en el aire quieto se disipa. Aquí estar vivo es
ser éter desnudo, ciencia acre que apenas conoce figuras
de ojo, menguantes y grávidas, y sombras. Aquí caer es
extraviar la medida, suponer lluvias que nunca se
precipitan, dilapidar la única piedra, el único
centavo. Y nadie canta en la oscuridad.
No es la boca del infierno ni el
umbral del paraíso ni un dios rugiendo entre llamas ni una
piedra de sueños, un metal puro, la médula de toda gravedad y
belleza es agua silente, que apenas fluye, olvidada por
hierbas y bestias
de esa agua bebo en esa agua me
lavo
Arrendajos, que nunca vi. La
Tosca de Sardou y la de Puccini. China. Una marina
sobre una pared descascarada. La fiebre. Una mujer desnuda
de perfil. El desierto y más allá, la otra arena, La del
amor. Laura huyendo, bajo la lluvia, llena de
vergüenza. Cenizas. Metales. Cenizas. Tierras amarillas,
tierras rojas, tierras negras. La Madonna de Ognissanti
y el Desnudo
acostado con los brazos abiertos.
Todo sucede, incluso la
muerte.
(Auden)
It is time for the destruction of
error -dijo -; pero, por
todas partes, sillas diseminadas, agujeros de
ratas, conversaciones interrumpidas por el estallido de un
relámpago. La curación no se produce, la clave no se
revela: ¿dónde el pulso, que no se transfigura en agua
profunda? ¿en qué vía o fila tu rostro, el mío, la soñada
labor entre llamas? La falla persiste, deja marca en la
madera y el vidrio. Lo que se conserva duerme en la
sal, no en el amor. Una luz transitoria revela, en algún
rincón, a los que se abrazan, semidesnudos. Luego otra vez
la sombra, un silencio roto en el centro que muchos
suponen música.
Ecos y sombras que el viento
barre, ramas que permanecen insepultas y, en algún dintel,
la palabra extranjero. Es invierno en los
jardines de Kensington: reflejos grises en quietas aguas
grises, una frente antigua entre piedras casi
lunares. El viento sopla y no lleva semilla, mueve las
ropas de los amantes que permanecen abrazados, a la espera
de la noche, entre estatuas. Y cuanto eso suceda, ¿ se
agitará el pequeño demonio rojo que aún no los
conoce y sabe ya sus nombres?
(Proust)
Goma arábiga con
ceniza: así lo concedido y
lo negado. Flores al borde de una calle, la niebla, que a
cada flor torna imprecisa, el sueño, que asegura, la
vigilia, que vacila, el libro que se abre, casi sin
intervención de la mano, en el capítulo de la infancia y
el espejo. Contra los vidrios, una luz hecha de
penumbras, más allá, un bosque confuso, una selva
extendida hasta lo que, tal vez, en el fondo, ya no
importe.
© Carlos Barbarito
2002, Caminos de Pakistan nº4
(septiembre-octubre).
www.caminosdepakistan.com
NÉBULA
La vida tan
precaria: nunca presencia de la vida, sino
nuestro eterno ruego al prójimo para que
viva mientras nos
morimos.
Blanchot. ¿De qué noche es
este rito? Carneados, puestos cada uno
sobre una piedra distinta, atados a las
piedras con la sangre todavía caliente,
chorreando. El amor es aquí
ajeno, todo deseo: gritan, se
retuercen, hablan en
lenguas, ven visiones. Entran al agua
roja, su óxido y su espuma, al barro, al sexo
abierto de la tierra y en el fondo,
ningún mar, ninguna
infancia.
¿De qué noche o día o relámpago
o niño sin ojos empujado desnudo
hacia las llamas? Cae el cielo
sobre el mundo. La tierra invade
las aguas. Se mezclan y
confunden. Ansía
penetrar, hundirse, desaparecer entre los últimos
pliegues. Morir, no morir: hay un descanso -
se dice a si mismo- en la peor de las
fatigas. Así como la sangre es
espesa y roja, y el deseo
conforma animal con dos espaldas, la presa huye de
lo que, acaso, con sus garras y
dientes, podría salvarla. Un sol sucio
deriva por el agua. Alumbra cuanto
pare el fruto más amargo. En un rincón
oscuro, nueces y sogas. Las horas roen la
madera, el papel que fuera carta
desde El Havre ahora confirma
que el mundo está
irremediablemente sumergido. Pregunta, nos
pregunta: ¿existe imitación,
falsedad, copia, una moral para la
materia del relámpago, sabiduría que no
sea hija o nieta de
traición o acoplamiento?
Anda desnuda bajo
los puentes. No logra contener
aquello que la habita. Se desborda, se
ahoga con lo que de si
sale a borbotones. Abraza, se deja
abrazar, grita. Algún día será
escombros, hoy es tierra
siempre seca que pugna por la
lluvia. ¿Qué nombre
darle si la veo siempre
de espaldas, no veo su rostro,
y ya son años, respiración que
ninguna ancla sujeta, dios que creo
demonio y viceversa?
¿Sobrevivirán la
materia perforada, el paisaje que el
ojo entrevé y por cuya
superficie repta una sombra? Nacerá el hijo
del muslo -
cae la
palabra por su propio peso - caen los hoteles,
sus pasillos, sus lámparas
siempre encendidas. Un hijo torpe,
sin nombre ni ojos. En otra parte, se
parten los mundos, los patios con
sus hojas, las hojas que la
luz atraviesa, desnudez, impiedad,
nervadura. Se lavarán de a
dos, estará oscuro. Números en cada
puerta, ventanas con
relámpagos, nudos de nervios
en láminas delgadas, dioses flacos,
venidos a menos, incapaces de
crear tan sólo un insecto. ¿Y la arena, las
arenas, esta boca, esas otras bocas,
palos, cometas, dientes? El hijo ignora,
despierta, se viste.
El mundo se curva
más allá de donde da la
vista:
ebrio, quien eso sabe,
se tumba y duerme en un
umbral. Espalda contra
espalda, una danza de
figuras quietas; el vacío se
cumple como se cumple el
lleno. Ahí van,
esposados, por el último
suelo antes de la noche
y su azar: ¿quién los oye
sino el sello del libro, el
tallo enroscado en la madera con
que, otros, apuntalan la casa
que cede? Flujo, reflujo,
¿y el perdón, la ventura, el
caracol sobre el vidrio,
el bodegón, la marina? Comerán solos,
como las plantas. Tal vez, como ellas,
crecerán hacia la luz,
darán fruto.
Desnuda y con
sudor. Se acopla, gime,
tiembla. Ante ella, su
acto, toda memoria
resulta cansancio, otoño. El mundo
todo parece ahora una
mancha sobre un papel
liso y blanco. ¿Qué hubiese
dicho Mallarmé, con qué lámpara
hubiese iluminado la porción de
espacio donde tal océano
se revuelve? Buscarás oro
entre piedras - cada
cosa es útil por sí
misma, sin necesidad de
otra - Y el viajero
llega a Finisterre.
(A Óscar
Wong)
Se encienden
luces a lo lejos, allá donde
alcancé una vez y ya no
alcanzo.
Bailan desnudos, borrachos, antes
de la tormenta. Yo voy en contra
del viento, que arrastra
papeles y hojas por el
pavimento. Recuerdo que tuve
memoria, una amplia plaza
en Venecia donde se oían
voces de niños que cantaban.
Altos tilos, peces veloces,
fugaces fiebres, París en una
mañana de invierno, mayólicas,
escayolas, terracotas. Una rama se
quiebra, alto, sobre mi
cabeza. El ruido del
viento cubre todo otro
ruido; oscurece cuanto
puede oscurecerse, el libro se
deshace, sus páginas se
desparraman, antes de
romperse, sin nada que las
sujete.
(Atardecer del 30
de setiembre, 2002)
Dolor, tajando,
despedazando, poniendo en carne viva Lo ya
no vivible, ni siquiera en el recuerdo.
Blanchot.
I
Ya no partículas
infinitas y diversas, grandes,
pequeñas, lisas, rugosas,
cóncavas, convexas: apenas un
continuo agrisado por el que
transitan sombras que existen en
espejo y hablan en
eco. Ya no viajeros a
Egipto en pos de la
geometría, a la India tras
los filósofos descalzos. Se detienen en la
orilla. El mar es
interminable, oscuro y compacto.
II
Sin agregados ni
colisiones invisibles,
inaudibles.
(Papel en blanco la
razón, tabla negra el
sueño.) Inmóviles átomos
sin anzuelo. Vela el animal,
no el número. No es intenso
sino lo tenso, que se estira un
poco y se rompe. Nada es antiguo,
entonces no se nace, se
come con las manos lo que la boca
rechaza.
Y quien habla huye del
conjunto, y contra el muro
del jardín desierto la inocencia
concluye y se hace
tarde.
Encenderán
fuegos, andarán hasta olvidarse
de qué están hechos, que frágil azar
los sostiene.
Se hizo la
luz como se hizo el
polvo. El silencio
retumba y por el agua,
cuanto se desea y se olvida y se
rechaza. Bajo la tierra,
cava el minero; su hijo, bajo el
sol, duerme y
sueña y en el sueño
sangra. Pero todo
concluye en libro, como
tal neutro, fósil.
Quien lo escribe se pierde como
criatura, pierde los
párpados.
¿El gran
guionista? En su escrito, ¿ mi
alumbramiento? ¿ aquello, aquél que va a
matarme? En el polvo en el
aire, un pasaje se vuelve polvo
antes de significar algo. ¿Hay un secreto,
una confidencia de amante a
amada, entre los bulbos? No lo sé. Apenas
sé que no comeré el alimento
reservado a quienes aún sin ojos verán la luz del
día.
¿Qué es mío, entonces? ¿Qué
será mío en esta franja
extendida de horror a piedad? Un rostro
desconocido se lanza contra
el mío. Y lo que una tarde
sepulté no deja de ser
hija, y lágrima, y humana.
(Rávena)
Cuando no se lo
espera, gira el viento. Contra los viejos
muros, los viejos
mosaicos.
El viento. Atardece seco en
la memoria. Anochece en la
camisa del débil que lleva mi
nombre y sabe que jamás
llegará a Oriente. Alguna vez
infancia, hollín, creosota,
sábanas.
Un temblor de agua en el
agua. Y alguien que
corría porque ya era la
hora. Porque algo,
abismal, invisible, lo
llamaba.
(A Miguel
Ocampo)
Tal vez mañana
deje de tener sentido la poesía. Será
entonces todo semejanza, tendremos los
ojos abiertos, respiraremos. Un papel de fino
cobre flotará en el agua y ya no será
sombra la de la carne a la luz del
mediodía. Crujirá una
madera y se diseminará el eco hasta más allá de
nombre y peso. ¿Será el final?
¿Y el alumbre, la geometría, el
jugo de las frutas, la fosforescencia
de los peces en el abismo, el número de oro
de tu muslo, el
tiempo? |