La mesa
servida
Si arrancas el
cuchillo del centro de la mesa
y lo entierras en el muro a la
altura del hombre,
estás maldiciendo el pan con su
semilla,
estás profanando el cuchillo que usa tu padre
para
rebanarse la mano, para que la sangre sea más pura.
Y los hijos
se reconozcan. Y no se oculten de sus hermanos.
Sólo el padre la
recibe en su cabeza desnuda
ensordecido por el trueno,
encandilado por el relámpago.
La recibe como el anuncio de un
hijo tardío
o como el signo de una pronta desgracia.
No es una mesa,
es una piedra. Tócala en la noche.
Es helada como el espejo de la
sangre
donde nadie está solo sino juzgado por su
rostro.
Tócala y pídele que vuelva a ser ella misma
porque si
no existiera, no podríamos tocar
el sol con una mano y la luna
con la otra.
Y comeríamos a oscuras como los ratones el
grano.
Es la vieja mesa
que nadie pudo mover.
Sólo la luz de la estación la cambia de
sitio.
O los nuevos convidados con su voz nunca oída.
Y el
ausente la encuentra siempre donde mismo,
siempre dándole su
rostro, nunca a sus espaldas.
Porque el hombre tiene la edad de
su primer recuerdo.
Y el ausente crece al caminar hacia
ella.
Si la mesa está
puesta es que alguien va a venir.
¿No la ha visto servida en la
casa más sola?
¿No la ha visto surgir de la
oscuridad
iluminada sólo por el brillo de las copas
y el color
de sal fresca de todas las mesas?
Y es más bella que en el día
más esperado
porque la ves con los ojos de un niño que ha
crecido
o de la vieja mujer que dispone las flores.
Huelen las casas
amadas a la limpieza de su mesa
y está servida en esa espera
agrupada del árbol
que nadie puede recordar ni tampoco
olvidar
porque todo lo que existe nació a la misma hora.
Y en
el punto invisible que guía a las abejas
han puesto el pan y el
vino a nuestro alcance.
Para que siempre te acuerdes al extender
la mano
que estás tocando la mano de todos los
hombres.
El trabajador
No estaba el
hombre, estaba el trabajador
y su casa era de piedra, de piedra
que sangra,
porque nunca se terminaba de hacer.
El tendría los
años que tenía su padre
cuando se convirtió en esta misma
herramienta
más dura que el acero, como el acero que suda,
que
los hombres hacen más fuerte al gastarla
y hacen más suya que un
abrazo quebrado.
Y él se parecía a ella cuando estaba en
reposo
y a un sueño profundo cuando estaba
trabajando,
alumbrado por la anochecida luz del carburo
con
que se alumbran las tinieblas de la tierra.
Y esa débil luz
enterrada, umbilical, entrañable,
me recordó el primer amanecer
que vi en el mundo
como un solo hombre levantado entre las
sombras.
Porque él no quería morir de otra manera
sino
porfiando con el metal, diciendo no,
hasta el momento de
arquearse y pedir agua.
Curvado la esperaría como se hacen los
hombres
y se hacen los nudos, amarrados en ellos mismos,
de
principio a fin al mismo trabajo.
Y ante esa mesa
descansaba en cada anochecer
como descansa el trabajo de sus
propios obreros.
Y el hombre olía a su materia
originaria,
aquella que va tomando la forma de su cuerpo,
con
quien hablaba durante jornadas enteras
como si fueran dos en su
recóndito trabajo
y dos cuando guardaba silencio en la mesa.
Y
algo les pedía a los alimentos cada noche.
Algo que también le
daban los ásperos metales,
los metales amargos, los metales que
duran.
Porque en la mesa de un buen trabajador
la tierra come
en lo propio, en su plato de greda.
El lobo del
hombre
Soy el lobo del hombre, soy el perro del hombre.
Soy el
frío del amanecer, la raíz del frío.
Soplo el fuego, soplo la
hoja del cuchillo,
pero ninguno de los dos sabe mi nombre.
El
perro me lame los pies, el lobo me lame las manos,
pero ninguno
de los dos sabe mi nombre.
Sólo lo conoce la madre de todas las
sentencias.
Odio mi cara con hocico de lobo, con ojos de
perro.
Odio la mano con que me la cubro.
Odio y amo la
maldición escrita en mi frente
porque me liberó de todo amor, de
toda culpa.
Amé primero el ruego mudo en los ojos de las
bestias
y después la mueca ciega en la boca de los
hombres.
Escuché aullidos, rugidos, mugidos, balidos.
Y alabé
al dios de los animales con un rostro como el mío.
Con una mancha
morada como una herida abierta.
Amé ese dios de rostro desnudo y
odié el de los hombres,
el del rostro cubierto con una
mano.
Con mi propia mano manchada para siempre.
Nací con esta
deuda y moriré sin pagarla.
La mesa en la tierra Efrain Barquero LOM
Ediciones
Este es un libro fundamental de un poeta
fundamental en la poesía chilena contemporánea. Desde La
piedra del pueblo de 1954 hasta sus últimos libros, la
poesía de Efraín Barquero ha perseguido con fe
creadora la integración de la naturaleza y el tiempo de la
historia humana a través de la preservación de ciertos
símbolos ancestrales: aire, tierra,fuego, agua, sangre,
piedra, pan. A partir del arraigo lárico en las esencias de
la tierra y del pueblo impregnadas de alegría doméstica y
optimismo social pasando por las dimensiones míticas y
cósmicas de una realidad casi metafisica, la obra poética de
Barquero parece finalmente decantarse en su libro La mesa de
la tierra, en un equilibrio textual y temático que se
instala en el mundo, como el cuchillo en la mesa,
recuperando los ritos primigenios y la permanencia del
hombre en la naturaleza, sin olvidar el "fuego humano". Algo
esencial surgede estos poemas, que se desplazan entre el
origen y el final de la vida, poetizando la trascendencia de
los actos, de los vínculos humanos, de los gestos
cotidianos, en una búsqeda solitaria y solidaria de la
esencia vital perdida en el universo, antes de fragmentarse
en el "doble pliego de la muerte". Ganador del Premio
Municipal de Santiago en 1954 y del Premio Atenea de
Concepción en 1957, Barquero nos confirma en este libro, que
es uno de nuestros grandes poetas, porque sigue siendo "un
hombre meditando en el misterio de estar vivo".
Naín Nómez
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EFRAIN BARQUERO
nació en Chile en 1931. Ha viajado y residido en países del
Extremo Oriente, América Latina y Europa, como China,
Colombia, México, Francia. Libros publicados en Chile y el
extranjero: La piedra del pueblo, La compañera, Enjambre,
El pan del hombre, El regreso, Maula, Poemas infantiles, El
viento de los reinos, Epifanías, La compañera y otros
poemas, Arte de vida, El poema negro de Chile, Los bandos de
la junta militar chilena, Mujeres de oscuro, A deshora, El
viejo y el niño. Inédito, en adobo: El primer
poema. Algunos poemas suyos han sido traducidos al
francés: El regreso, 1991, El viento de los reinos
y mujeres de oscuro (en preparación).
de la
contratapa
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