Difícil sugerir nada
nuevo tras el lúcido prólogo con que Juan Carlos Lértora define, en muy
precisos términos, la transgresión del discurso narrativo canónico que
la reciente entrega de Pía Barros viene a significar. Lo decisivo:
establecer un registro propiamente femenino "en que la personaje no es
objeto erótico pasivo, sino activo; no el objeto de una escritura, de
una descripción, sino sujeto de esa misma escritura" (p.7). En efecto:
ahí está la clave de la original articulación de la voz narrativa de Pía
Barros, un enfrentar lo convencional para subvertir sus
códigos.
Intención narrativa
y estructuras oracionales proponen una visión de la escritura que es
plenamente femenina, lo que implica, en primer lugar, el abandono del
discurso con sello patriarcal, una negación de los modelos vigentes. Un
adscribirse, entonces, en cierta tradición de rupturas que, por escassa,
siguen insuficientemente reconocidas, esas que vienen desde la Bombal y
antes, a Mercedes Valdivieso y Diamela Eltit en plazos recientes. Pero
lo novedoso de Pía Barros estriba en haber superado la línea dominante
en la literatura femenina de los 70 y los 80, que fue el mayor momento
de intensa denuncia de la situación de marginalidad de la mujer, para
asumir ahora una condición autocrítica y en que la presencia de lo
erótico juega, con su propio signo, papel fundamental.
En entrevista de
este mismo año de aparición de su libro (Mosquito Editores), Pía Barros
declaró: "Creo que no hay mayor ni más profundo desencuentro a nivel
masculino femenino que a traves del sexo. Lo que yo trato de demostrar
es una erótica del desamparo y no una erótica victoriosa y triunfante.
Mostrar esa soledad profunda y absolutamente incomunicada del cuerpo de
la mujer frente al cuerpo del hombre, contra todo lo que pueda esperarse
de este refugio, protección y todo lo que el sistema ha dicho y que en
definitiva es lo que nos ha llevado a toda al siquiatra. ("La Epoca", nº
138)
De ahí, desde tales
concepciones, la presencia de formas variadas de la corporalidad
femenina, que en estos relatos van desde una agresividad erótica que no
espera de iniciativa ajena para realizarse, hasta su afección sufriente
en la tremenda victimización de la tortura. Y dentro de la amplia gama
temática, un cuento magistral que aúna realidad y fantasía -erotismo
onírico-, el titulado "Olor a madera y silencio" que nos parece da
cumpimiento cabal a esa forma de fusión entre la materia narrada y su
conformación verbal que constituye signo de lenguaje de verdad plasmado
y no meramente hablado que, con respecto a la lírica, nos hiciera ver
Pfeiffer.
Es que la dimensión
poética es rasgo que también define con propiedad el discurso narrativo
de Pía Barros en A horcajadas. Especialmente en textos como el
recién mencionado, en que la plenitud anhelada es logro de la
imaginación onírica -más bien pretende serlo-, que sustituye las
diferencias de lo cotidiano habitual. Su lejano antecedente, claro, está
en La Última Niebla, pero en modos de cumplimiento altamente
novedosos.
Y si de
transgresiones se trata, ahí está también ese relato de total osadía que
es "Artemisa", título irónico en que se da vuelta por completo el mito
clásico para mostrar la vejación que del cuerpo femenino puede llegar a
ser la maternidad: un negar todas las imposiciones convencionales sobre
el hecho, para proponer una visión-otra, desde perspectiva
desacralizadora y anti falo-céntrica.
Quiero decir con
todo esto: domina en los relatos de Pia Barros un rechazo de las formas
de cultura y de pensamiento que jerarquizan lo masculino como vértice
hegemónico de representación, cosmovisión u organización social. Dentro
de todo ese complejo, lo prioritario viene a ser la comprensión de una
corporalidad primaria que no queda recortada por un sistema de
codificación sociocultural inalterable. Tanto es así que la textura
misma del discurso narrativo -según decíamos- se encarga de romper las
instancias normativas y prescriptivas del género, acortando los espacios
de intersección entre lo dicho y la palbra que lo mienta. Libro de
originalidad profunda.
en El Sur, Concepción, 2 junio de
1991.