Una lengua fría recorre la boca, como si aquella sensación
opacara la nitidez de las consonantes. La ciudad insiste en marcar
su geometría, dispara su verticalidad, su abandono, y los colores
acentúan el exilio de mí misma, el que busco con infinita
cautela, porque desde hace algún tiempo, considero que
el mundo se estrella contra mi nostalgia, esa tristeza que, a veces,
no puedo expulsar y me lleva a los muros de la memoria.
El hombre que amo, desvía la mirada, tiene mirar oblicuo, lleva
las manos en los bolsillos.
Entonces, quiero conocer la fatiga de la ciudad para acoplarla a la
mía, así, deambulo por calles y callejuelas, buscando
los ojos que quieren ver a la mujer que me habita, la palidez de este
nocturno rostro, intento vano. Densidad del universo cuando el ser
despierta en su atardecer, en su luna ahogada.
Repito, incansablemente, los versos de Sabines, enfoco con atención
el rictus de la boca cuando se acomoda para decir : No es que muera
de amor; muero de ti, entonces, tu imagen aparece y se instala en
el espejo, y sigo hablándote, de la urgencia mía de
mi piel de ti. Los poemas se derraman en un puñado de palabras
sueltas. Imagino que una lágrima marca tu mejilla, allí
donde se desliza la mía, reflejo de tu rostro en el espejo,
espejo ciego, esa lágrima que acompaña mi cotidianidad,
urgencia de lo humano. De mi alma de ti y de mi boca, digo, sin que
mi voz se canse de rescatar a Sabines, grito de pena, y de lo insoportable
que yo soy sin ti, muero de ti y de mi, muero de ambos, de nosotros,
de ese desgarrado partido, me muero, te muero, nos morimos.
Entonces, tus movimientos se aceleran, y le das una dirección
a tu mirada, pero mis ojos ya no creen, avanzan en la incentidumbre
de la nada, como si de pronto la verdad amaneciera de muy cerca, sin
poder proteger ni alma ni ventana, trazando mi paisaje definitorio,
veo la huella de lo interno, donde los objetos se desploman. El verano,
es un coro de voces bajo la noche. Los puntos cardinales han perdido
mi equilibrio.
Ahora, tu rostro gira con brusquedad, y veo como tus manos se te van
a la cara, con ese maldito gesto de alguien arrepentido. Desfalleces,
cuando me levanto doy la espalda a ese espejo ciego, reniego de mi
reflejo, mostrándome el otro lado, el desconocido, aquel que
viene a revelarte en mi recuerdo, el tuyo en su derrota de posturas
reiteradas, y como en una obra teatral, te enseño mis hombros,
te digo que morimos en mi cuarto en que estoy sola, acomodando vocales,
porque entre poetas nos prestamos las palabras, dejamos que, de pronto,
un verso se haga nuestro, adaptándolo a lo internamente propio,
cuando las frases se estrellan en su imagen de vidrio. Allí,
tus dedos se separan lentamente para espiarme, en mi cama en que faltas,
en la calle donde mi brazo va vacío, en el cine y los parques,
los tranvías, los lugares donde mi hombro acostumbra tu cabeza
y mi mano, tu mano y todo yo te sé como yo misma.
Te acomodas para alcanzarme, esas blancas manos, por donde pasan hilitos
azulados, tan cerca la tibieza, tan aprendida por mi cintura, o alguna
parte de mi cuerpo. Luchas y ves que esa lucha es estéril,
que permaneces del otro lado y arrepentido, de tu boca salen palabras
que vuelven a un silencio de algodones, como si el espacio hubiera
protegido mi sensibilidad, como si supiera que el mal está
hecho, que el lenguaje ya no acomoda nada, Entonces digo: Morimos
en el sitio que le he prestado al aire para que estés fuera
de mí, y en el lugar en que el aire se acaba cuando te echo
mi piel encima y nos conocemos en nosotros, separados del mundo.
Dichosa, penetrada, urgente, veo que soy amada, pero el sentimiento
guarda líneas contradictorias y cierto, interminables.
Hoy quedo atrapada en el laberinto de mis propias eses, en la soledad
que clama por horas exactas, entonces los pájaros en mi mente
rompen sus alas en un intento desesperado. En la huida, salen de sus
jaulas y los ruidos estridentes quedan grabados en mi poesía,
poesía de la noche, porque la fundé en voces difuntas.
Mis ojos, han encerrado el viento, sin proteger la mirada de la ráfaga.
He aquí la dificultad, desplazarme sin ver nada. Ayer reconocía
la mano que me tomaba, hoy, sin embargo, mis pasos se han acelerado
y ciego llego a mi morada.
Hay islas flotantes alrededor de mi cuello, y los labios repiten las
últimas palabras con las que atravieso la vida. Mientras tomo
la pluma, la tinta derrama sueños de niños difuntos,
se enredan en mis pupilas, pasan con las alas desplegadas, suave y
lento en la fatiga de lo eterno. Cansada estoy y melancólica,
aquel espejo me ha devuelto la imagen cegada de mí misma, la
imagen perfecta del rostro inanimado, desde los labios asoman pequeñas
manchitas blancas, mientras se dilatan, no borro nunca la mueca de
disgusto, de pronto la imagen se esfuma y aparece el alma enlutada,
dentro se acuerda el mundo en su semitono grave, una disonancia persistente
y una cuerda tensa la garganta. Llevo un vestido de terciopelo rojo
que ha eclipsado el color de las venas abiertas.