Hoy, doy la libertad a mi pecho, acomodando la silueta al pasar de
los años, el placer busca, insistentemente, el vocablo comodidad.
Así, me levanto una mañana observando que mi brazo izquierdo no satisface
las exigencias de los movimientos cotidianos. Imposible que mi mano
alcance a tocar la espalda. No he decidido aún reflexionar al respecto.
Miro asombrado la forma de mi rostro, el óvalo dibuja alguna forma
juvenil, el arco de las cejas, la claridad de la piel, y sobretodo
la luz de la mirada. Fugaz apariencia del hombre que me habita. Algo
revela la simpatía, la angustia, la nostalgia mostrando la dimensión
nueva, ese lado que acentúa los horizontes.
Este detalle sin importancia se revela aquella mañana, visto la camisa
y el chaleco blanco que te gustan, y siento la suavidad de la tela,
el roce indiscutible del algodón proveniente de la India, ese roce
que me hace estremecer, el que recoge el sudor sin irritar, sacude
por un momento la turbiedad del día, y así permanezco, hasta que instintivamente
las manos van al rostro. Forma cotidiana muy personal de aceptar la
cotidianidad. Pantalla de la retina, donde una calle se despliega,
abierta y gris, para mostrar el farolito que acoge la intención de
mis recuerdos. El gesto provoca un pliegue en la camisa, abriéndose
y mostrando mi piel.
Suelo hablarme a diario, en un lento y suave reflexionar. Luego, me
levanto, como todos los días, abro la puerta de la cocina, y allí
estás, sentado, el cabello revuelto, la misma imagen desde aquella
vez que te percibí, en la terraza de aquel café. Escribías sobre la
mesita olor a naranjo viejo. La bufanda que vi en la tienda cubría
tu cuello, y mis ojos fijaron interesados los colores del otoño, siempre
tuviste colores de otoño, el trigo apenas de tu pelo, encendiéndose
en algunos reflejos que recuerdan la miel. Los verdes pastos, amarillos
dorados, claros mostazas. La memoria es siempre frágil, tal parece
ser tu imagen en esa fragilidad con sonidos de violín y violas. Mientras
preparo el café, escucho el movimiento de tu boca acabando una manzana,
el ruido de la lluvia, los autos que van y vienen por la calle principal.
No hay ruido de relojes. Algo se apodera de mí en estos días, no lo
expreso, sólo permanezco en la inmovilidad, viviendo el instante,
miro el claro marfil de mis manos, estas delgadas manos.
Entonces te aproximas, y me muestras lo escrito, digo que deberías
editar. En el norte o en el sur, la gente necesita saber expresar
el congelado entorno, la llama instantánea, la pasión fugaz, el sofocamiento.
Eres un poeta. El alma se me llena de pájaros. Insisto en la importancia
del vuelo, el vuelo de la palabra lejos de uno, en el signo justo,
en la generosidad de compartir. En mi huída soy feliz, dices exagerando
el deseo de vivir alejado. Avanza, acaricia mi pelo, y aproxima con
desenfado sus labios a los míos, sabe a manzana, lo atraigo hacia
mí, y mi mano resbala por su pantalón, lo puedo sentir latir en mi
mano, es algo que hace a propósito, un advertir que está allí vivo
para mí, mientras cierro los ojos él disfruta el gesto con suaves
movimientos, respira apenas, instintivamente llevo mi boca al pantalón,
me gusta el olor a algodón fresco, la tela es suave en mis labios,
busco la piel que humedezco con mi lengua, y luego vuelvo a la tela
y te desesperas, un gesto que subraya la libertad, en ese minúsculo
territorio que es el nuestro. Sin embargo, mi deseo mira hacia atrás.
Algo enturbia el presente, para sentir debo siempre quedar en lo oscuro
y buscar, buscar imágenes de ayer.
Sobre el muro terracota, la foto revela la alegría de una noche. Cuelgan
algas de mi pelo, por un instante la sonrisa se dibuja en la mueca
de antaño, llevo peces en los ojos. Los estudiantes lanzan la protesta,
desafían lemas fascistas, y la ciudad es una masa informe que se mueve
en bloque, formando un coro triunfal de tenores y sopranos. Allí,
aún la vida reclama su esperanza fatigada. La noche es un lugar de
profundo secreto. En el café muero de tanto vivir. La justicia termina
en un deseo elocuente. Confundidos los entusiasmos de una juventud
espontánea. Una vez en aquel cuarto, el olor del otoño se instala
y se confunde en el rostro el color de la noche, mi cuerpo se estremece
en la sepia de tus manos, húmedos todos mis orificios, callo para
escuchar el amor.
Mientras caminamos, reclamo mi espacio, hay un momento en que se instala
la duda, pienso en voz alta. Él está convencido de la certeza de nuestras
vidas. Los días se le acumulan con matices de eternidad. Mi cuerpo
acepta la suavidad de sus días, digo con temor de ser mal interpretado,
silencio, me abraza confundido, sus dedos cogen mi cintura desesperadamente.
Entonces, la imagen de otros tiempos vuelve a aparecer con la fuerza
de un sueño. Aquella mujer también cogía mi cintura, angustiada. Reminiscencias
de un pasado. Podría dibujarla de memoria, los ojos cerrados. Aquellos
pechos grandes, duros terminando en puntas desafiantes, botones púrpuras,
húmedos, los adivinaba bajo su ropa de algodón, y siempre el mismo
gesto, de rodillas, sentada en sus talones, tiraba de un solo gesto
la camiseta hacia atrás y emanaban acentuando la delgadez de su cintura.
Ella decía: ¡bébelos! Con una voz de súplica, arrastrando las sílabas,
repitiendo algo indescifrable, mantras o verbos desconocidos. Todo
el placer en los pechos que yo frotaba con mi dureza erecta, babeante,
insolente en la esencia del placer. Aquella época, tristeza de mi
propia reflexión, escuchaba a Piazzolla, bailaba el tango en Buenos
Aires, leía a Benedetti en tanguerías y bares, me trataba con diplomacia.
Tenía los ojos verdes, la voz un tanto masculina, y un sabor a guayaba
y a caramelo francés en su hendidura. Intrigado por la naturaleza
de mis placeres, bailo y me doy al amor.
Aquella época, en la escuela de bellas artes me obsesionaba por los
desnudos, por la obscenidad de la mirada en cuerpos cándidos y párpados
lascivos, me deleitaban las telas de Rubens donde ambos sexos conservan
una similitud, el origen confundido, el sudor de abrazos sin pudor
en una inocencia divina, placer de tocar y envolverse en bellos drapeados,
en gestos ausentes de falsa culpa. Me preguntaba si Rubens era gay.
Presentía que sus modelos en su mirada sólo eran bellas formas sin
género, la delicia del contorno de unos labios asexuados están allí.
Una vez en mi cuarto contemplo mi cuerpo y lo dibujo, practico técnicas
pedagógicas modificadas sabiamente por instintos llevados hacia el
placer, nunca he concebido el arte sin el goce sensual, arte y sensualidad
me llevan a posturas semejantes a las de los personajes andróginos
y me invade un deseo de desnudez y tela, una auto contemplación en
la intimidad de mi cuarto. Siento entonces ese sentimiento de auto-satisfacción,
el placer de sentir mi piel, de descubrirme párpados cerrados, mezclando
calor y tela, dejando libre la mano que pinta frenéticamente este
delirio, aliento-delirio, sones que van directo al trazo que perfecciona
mientras el placer aumenta, mientras la otra mano acomoda la tela,
y la piel que se hincha, que crece y reclama un ritmo, ritmo en que
piel y tela conocen el propósito, entonces los labios se abren apenas
para murmurar vocablos sueltos, a veces un nombre, a veces una parte
de la anatomía humana y la tela va mojándose, va humedeciendo ese
instante de soledad y de infinito placer manual, mezcla de arte y
sensualidad. Teatro de mi escondido sueño. Así emerge la necesidad
de nuevos pigmentos, barnices y pinceles como un objeto de culto a
mi propia imagen. El aire gris de mi conciencia me atormenta.
A veces hay algo que se escapa de la mirada, poniendo brillos acerados
en el destello de la pupila, complace mirar hacia atrás, descubrir
con asombro que se ha sido feliz. Digo que algún día toda esta calma
desembocará en una inevitable tempestad. Delicada respiración, largo
delirio. ¿Dónde está la respuesta que me espera? Algo crece dentro
de mí y se apodera de la inquietud que planifica su destino. Algo
que en mi pecho masculino asemeja lo que lleva la mujer, un órgano
susceptible de espasmos horrorosos, que dispone de mí provocando fantasmas
múltiples. Allí, mi mirada se afirma en imágenes definitivas, aquellas
que dibujan un pliegue en los párpados, en la comisura de los labios,
en la línea de la frente. La complacencia. Digo que la mujer y el
hombre son de la misma naturaleza y constitución.
En Buenos Aires, sigo dibujando, le tomo cariño a la forma humana,
ahora insisto en un color azulado, hilitos de venas que por espacios
llegan a un turquesa pálido, a veces un fino trazo verdoso contrasta
con la piel marfil opaco. Tensiones. Juego con la delicadeza de los
contornos, para ver que la mirada se aplica con la atención de un
científico.
Cuando apareces y te asomas en la puerta, reparo en lo oscuro de tus
ojos, traes algo entre las manos, necesitas ayuda, percibes el desorden
de la habitación, ¿ Pintas? maravilla la idea de tener un vecino pintor.
Estudias las sociedades primitivas, investigas para el departamento
de sicología de la Universidad. Dices : el cuerpo es una memoria dolorosa.
Cuando te acercas huelo el suave aroma que emana de ti.
Volvemos a casa en silencio. Las hojas en esta ciudad acentúan los
tonos otoñales. El verde de la puerta es más verde y el olor a sándalo
invade nuestra habitación, acoge como la entrada de un templo budista.
Retiro la ropa que hemos tendido, la tarde arrulla en su burbuja de
melancolía. Cuando hablas el tono es despreocupado, es así cada vez
que la casa te acoge, miras alrededor y los objetos, tan sabiamente
elegidos, cooperan con la franca tranquilidad del espíritu. Luego
suspiras y te acomoda en el Berger escocés.¿Te acuerdas? dices, con
la sabiduría de quien toca un momento inobjetable. Lo compramos en
una venta callejera. Aún no decidíamos nada, aún la incertidumbre,
la complicada realidad. Dices que siempre te gustó el escocés…
La pantalla nos cautiva, la historia : en menos de un mes, tres jóvenes
son víctimas, en una misma ciudad, de una enfermedad rarísima, ninguna
explicación es dada en relación con esas muertes. El mundo aún no
sospecha que la cólera de Dios se ha desatado, la fiesta ha llegado
a su fin, aquel mal anuncia duelo de campanas, en una época en que
movimientos y luchas mueven a los seres humanos, ha quedado en nuestra
boca un sabor a fórmula vacía. La historia de Greenwich Village deja
las manos entumecidas y la mirada vacía. La taza de té reconforta,
subraya el silencio, lugar atravesado desde nuestro interior. La pesada
reflexión inunda la atmósfera. Elijo el lado de la ventana cuyo verde
conmueve, el alma pesa una enormidad.
Vuelvo hacia el pasado, mamá explica la importancia de los semáforos,
besa mis cabellos húmedos, antes de subir al bus. Apego el rostro
en el vidrio que me separa de ella, las manos se crispan por su imagen
alejada. Contaré las horas hasta mi regreso, que me llevará hasta
su imagen como en un juego de zoom. Aprendo a cultivar incertidumbres.
Hoy mi nombre sabe a dudas, nada nace de la certeza, los colores se
confunden y descomponen en la retina, dices : el amor no se asocia
a ninguna enfermedad. En ese instante la luz de la calle desaparece,
permanecemos inmóviles sentimos nuestro propio vértigo.
Cierro los ojos: el profesor habla con pasión, en él los gestos son
la pasión, la voz, la mirada y lo que emerge de su ser entero. Yo
lo dibujo, el cabello ondulado, oscuro, las manos en un ir y venir,
acomodando los lentes, a veces en la boca, sobre la frente, en el
escote V de su sweater a rayas, dice : deseo y guerra hacen un buen
matrimonio, analogía entre ambos lenguajes. Desde la antigüedad, los
poetas han usado metáforas guerreras para describir los efectos del
amor-pasión. Eros es un arquero que lanza flechas mortales.
Al caer la tarde, las plantas recobran su dulce verde terciopelo,
mi voz a veces emerge en el medio de la habitación, pienso en voz
alta, cultivo los tonos y mensajes, interrogo mi soledad. Allí tú
otra vez, puedo hablarte de la obsidiana de tus ojos. He vivido esto
antes. No es necesario precisar el lugar, ni la fecha. Siento otra
vez el calor en las mejillas, las manos sudorosas, ese lento articular
de un monólogo espontáneo. Reímos, efecto del vino burdeos en las
copas. Mi rostro se contrae, el tiempo parece haberse detenido. Singularidad.
Viva la fascinación.
Te has levantado, has puesto un candelabro entre nosotros, el ámbar
colorea la ventana. Debo permanecer, ser capaz de salvar lo que muere
en mis ojos, ahora, grises. El teléfono suena, inmovilidad aún, la
voz acerca alguna partícula del mundo exterior, nos recuerda que lo
cotidiano comprende también a los demás.
Otra vez Buenos Aires, belleza cinematográfica en la pupila, alguien
grita desde un balcón mi nombre, en la ciudad todo se anima, el cielo
cubierto de colores pasteles. Dejo que la voz se escuche otra vez,
subo. Me invita a la cafetería, mientras habla se viste, percibo el
perfil, la boca, el hombro, la cadera. Hace tanto tiempo, hay tanto
deseo acumulado, quiero dibujarlo, no me escucha. Entonces me acerco,
le hablo de la importancia del cuerpo en el arte, de mis intentos
conmigo mismo, del trazo carbonoso, del placer de la mano que dibuja,
que extrae la forma. Sus ojos buscan los míos, quieren seguridad,
reflejan un condescender y el miedo de ser juzgado. Caminamos, está
muy sorprendido, una vez en mi cuarto se deja observar, los rojos
y los ocres acentúan la belleza de su rostro. No logro aún interpretar
mi incomodidad. Dice: aquí estoy y me acerco, acomodando su perfil,
la seda negligente, la misma tela de mis noches solitarias, es inevitable,
un escalofrío me aproxima a su torso, rodilla y pie. Abro su pantalón,
se deja, mirada perdida. Siento gotitas de sudor entre la nariz y
el labio superior. Mi mano tiembla y mientras observo su camisa se
desliza, atrae suavemente la tela hacia él, la acomoda entre sus piernas,
aumenta el ritmo del trazo, el papel muestra la perfección del instante,
el trazo impecable, descubro entonces que sus párpados están cerrados
y me acaricio libremente. Mi mano sigue el ritmo de su respiración,
estoy seguro que siente mi frote, mi deleite. Cuando termino, siento
la mente extenuada, el pulso acelerado y un bochorno angustioso me
conduce a un mutismo obstinado. Nos despedimos.
Macabro espectáculo el de la perspectiva de engañarte, pero ¿Cómo
animar esa condición que me acerca a la muerte ? Hablo de muerte,
y pienso en la desarticulación dolorosa de los días, algo se amontona,
como hojas de otoño en el borde de mis ojos, algo hace de las imágenes
un suceder con abismo, donde voy cayendo en cámara lenta. No poseo
paracaídas. Superpongo secuencias, preparo mi propio vídeo y rebobino
hasta la conveniencia de mi propia piel. Intuyo una quebrada en la
primera sílaba de tu nombre.
Frágil desnudez, siento la mirada, algo intuye el pensamiento aprisionado.
Perdido el secreto de la espontaneidad, los párpados borran sueños
reconocibles. Hay sueños que avanzan sin futuro. Reposa tu alma en
la invención de nosotros. A mi lado, la noche marca su intensa duda.
Los días pasan y mi recuerdos aumentan, me alejan cada vez más del
presente y de tu lado, de esa comodidad en que todo muere. Esta vez,
corro por la calle Corrientes, somos muchos, ellos nos persiguen,
la literatura se recoge y da paso a la realidad, que es literatura
también, hay bastones y armas en sus manos. Tropiezo, ya duele el
golpe que se aproxima, la tela blanca de la camisa empieza poco a
poco a cubrirse de rojo, primero se esfuman las voces, luego la imagen,
pierdo los sentidos. No sé que me duele más, los golpes por izquierdista,
o los golpes por gay. Alcanzo a ver el gesto feroz, la mirada iracunda
y la mano que se levanta, indolente, histórica. En los días siguientes,
logro la tranquilidad de un exilio.
Delante de la cámara fotográfica, aún tengo marcas y heridas, el rostro
entumecido, enjuto, angustiado, la sonrisa se ha perdido en algún
punto de mi dolor. Practico el francés de mi adolescencia. Digo, que
prefiero las fotos blanco y negro. Detrás de la cámara papá juguetea
con su rostro, nace de mí una carcajada, el rostro de mamá iluminado,
algunas fotos producen escalofríos.
En la cafetería, la nueva ciudad transforma el color de mi tristeza,
tiendo mis brazos al espontáneo vivir. Me confundo en el bullicio
de las copas y voces. Entonces veo tu bufanda, la del escaparate de
la esquina. Los cabellos color de otoño y el chaleco verde-gris, los
ojos inevitablemente se humedecen. Bebo lentamente, te miro, quiero
alejar el vacío que procura el miedo. Mis ojos miran definitivamente
hacia atrás.