Quíenes
son estas personas, alimento de quién, ojos en
trance, carne acostumbrada a vestiduras negras. Suya es
la falsedad, ropajes y caballos se desfondan en la
encarnación del jardín, roen los dedos de la noche y le
hablan, le hablan toda la noche, luz donde acuñar
monedas.
Poco es lo
que hay, apenas un murmullo entre los que visitan al Oro en
la casa de los vientos y rezan con un vaso en la
mano, un vaso con un ojo que se ríe del fin.
Cae la red
amarga sobre el ojo en tinieblas y los rostros que
resisten la luz, no la revelan. Atrapados los que están
atrapados en las ruinas abren la boca para pedir
silencio.
Y dime
ahora, tú que vas a nacer en el principio cuerpo desnudo
que desde el hueco avanzas y lascivo te arrojas al
izquierdo pozo de mi cabeza con espejismo y
cumples ritual dentro del más opaco miembro que a los
labios se acerca y tomas con el rostro la realidad en las
manos, y allí, de pie en la glotis dejas la piedra,
trituras la semilla, cascas en la palma el cráneo,
ladra el perro de la interjección, el perro acrópolis, la
muerte en medio de la plaza del oído, cruza el
zócalo, escupe la pared, pone el cuerpo a resguardo, a
tientas llena la boca de ese ardor pero no puedes salir
del cepo a oscuras, la mancuerna encarnada del flaco traje
seco filoso entre las piernas su ataúd, las llaves del
hígado del piano, dime si es que hay razón,
engendramiento
yo tenía
una puerta, una revelación podía nadar tranquilo de noche,
cruzar el puente agarrado a una piedra los niños se
sujetaban al abismo, bajaban el volumen de sus muertos yo
dormía en la celda de ruidos, la noche respiraba, se quejaba
sin tregua con la mano quebrada me acerqué hasta la
casa vi la muerte, el perro de tus ojos un fuego
pegadito a mi oreja el dueño de las profecías que se muere
de miedo cerca del muro, el humo que ladra en la
cabeza los niños yacen detrás de la cortina los hermanos
se amarran para cruzar, las manos en el tubo los zapatos
postrados dónde estás, hace frío yo tenía un registro,
arena en los bolsillos, los niños mantas negras para
expropiar azúcar nada más, un trofeo de sangre, un
plato lejos de su madre, las mamparas abiertas
II
La
forma en que está vacía la noche la forma en que se
desfonda su rostro cuando acude la oquedad a los
rincones el modo en que los rostros de plata se desfondan
si asisten a esa misma oquedad y en ella sólo temen (los
rostros de los amigos se desfondan, los otros permanecen
inmóviles, veloces pasajeros que detienen la nada) y el
cuerpo que la visita sonando la ocarina, promulgando la
débil vibración de la vida con su paso de danza es al
mismo tiempo un cuchillo que abre el dorso de su mano y la
deja sangrar es al mismo tiempo una garza que no bebe pero
la deja sangrar hasta que se queda dormida el vino de la
fosforación el vino del que somos olvidados mientras
los rostros beben y beben de la herida escuchamos el canto
de las mujeres negras el canto de las viejas mujeres con
hocico de cerdo que nos llaman al sueño y nos devoran y
entonces, entonces descubrimos que esas grandes señales son
producto de la radiación.
La forma
en que se encuentra la noche la forma en que la abandona la
persona y el perro, animal de la persona y el hombre que
es mordido por los canes en los grandes rosales
prohibidos. Brilla, brilla la imagen destrozada donde
descansan los yesos la forma en que se queda la noche,
vacía en la percusión de lo ajeno. No importa lo que tú
ves al fondo, sólo interesan los rostros confinados en el
rincón (recuerda, la noche está vacía) allí tú mueves la
mano y alguien te contesta si es que los fantasmas conocen
el vestigio de la luz y en la llama se han puesto los
vestidos y aparecen, con harina o fermento de maíz en las
manos, con restos de azufre en los pies. No importa lo
que tú ves al fondo sino que la noche se vacía en las
esquinas devoradas cuando se habla de la verdad en los
cuartos y los niños y los conejos se conocen ellos
reciben pájaros en el corazón y ramas de ciruelo, ellos
reciben pájaros y cestos con membrillos para perfumar las
alacenas hasta que todo es para ellos producto de
la radiación.
Yo no
sé lo que ocurre pero quiero decir lo que veo estamos ahora
en un lugar donde los invitados encuentran su propio error
y no huyen y eligen un enigma y no un arma y disparan
entonces y la alcoba se llena de pistoletazos perdidos y
la noche, después de la visión del vacío, es igual al
terror de los gritos que perforan el tiempo y dejan escapar
todo el viento de las grandes montañas y el mundo es del
color de un agujero parecido a la noche y la noche se
vacía allí donde los peregrinos dejan de mirar los
revólveres.
Yo no
sé lo que ocurre pero cada mueble de la habitación se
parece a la muerte la muerte se parece a la silla y
la mesa a la muerte y la vitrina y la silla se parecen
entre sí y hasta el patio acude solitario a su color
predilecto que es el lento color de la muerte, ese color
donde todo está sentado, ese color sentado a donde llaman
los jueces y entonces entro y descubro que hablo de
mi casa y mi casa se parece a la muerte y todo allí es
producto de la radiación.
Las
cosas no deberían existir si lo pensamos alguien que
escribe no tendría por qué existir si lo pensamos ni ese
cuarto en que escribe ni el silbo con que conversa ni las
cosas que dicen sus palabras tampoco tendrían que
existir si lo pensamos pero he aquí que éstas viven y
que éste vive y que éstas ya no huyen no huyen de la
vida a la muerte no huyen de la vida a la muerte
como las personas que sienten zumbar en su oído la
hélice de la piedad y miran y no ven más que el hueco que
dejan sus cuerpos al salir de las mantas. Las cosas no
deberían existir pero están puestas donde las vemos para
espantar el fulgor del vacío porque alguien escribe en
una habitación y sus palabras son caballos, son heridas,
son caballos que lloran y se parecen a Cristo
y ese
rostro es el rostro desfondado donde aúllan los signos y
ese rostro es producto de la radiación.
a la memoria de Ángel Escobar
LA JAULA DE LAS HOJAS DE TÉ
En
esto me pasé todo el verano, viendo llover sus rostros con
olor a humedad. De vez en cuando todavía me sumerjo en
sus ojos. Los huesos son minerales, puedo ver. Esto es
lo que esperaba. No la carta de la mentira, no las patas
del león, no los agujeros sin calma, sino estos enseres
que nacen de sus rodillas, huecos y plumas, un pájaro dado
vuelta al revés que sirve para adivinar y cantar
alabanzas, los animales delgados del jardín, los tallos
finos de la premonición.
Esto es lo
que veo y lo que puedo decir, entro en una cabeza y
provengo de todas. Sus miradas no me ven, yo los veo por
dentro. Esta es mi jaula, soy el buceador de personas y
no puedo evitar tener piedad de toda esta selva de
sangre, de todas las redes de pesca que atrapan mariposas
de lluvia.
Es la hora
del té, y sé que ese sol es el hambre. Intento ver las
cosas y dibujarlas en mí, estoy adentro de todos estos
muebles callados, de todas estas armaduras que tienen un
nombre y palpitan para decir que son nada.
Mientras
sujeto el hilo que alimenta la mitad del cerebro y el
aerolito solo de la culpa, inútilmente unidos la vena
seria de voz ronca cecea y balancea la otra mitad del
cerebro que se ahoga, la otra mitad que se hunde y no
conozco y no quiero tener.
Cuando hay
naufragio adivinar la forma del cuerpo es
difícil, sostenerla en la mano peor. Mejor aceptar la
desnudez que este hilo que se adultera tantas veces como le
es posible, articular una fuerza distinta a la de
la materia sobre la misma materia y verla aparecer con
constancia, hacer pesar la luz, pero no
derramarla.
El límite
es el uso callado de esa filtración en el aire, una grieta
en las listas de desaparecidos, una última pequeña
quebrazón en las tinieblas.
No hay que
llorar por estas personas fijas ni por aquellas
que encarnan, no conocen la lluvia, dicen, pero yo sé
que mienten y arañan una mano que hay detrás del
sol.
Ya no
sirve hacer ruidos en esta oscuridad si la tierra es negra
en todas partes y alimenta con muerte a los muertos y
a los vivos con la tierra de una sola flor.
Es la hora
del té, éste es un discurso para que yo hable a la hora del
té. Pido permiso para pasar y sentarme en sus huesos y
pulsar lentamente la espiral hasta que vibren sus miedos y
huyan las palomas de lo concreto para no competir con la
abstracción redonda de los mamíferos muertos que se
incendian a orillas de la beatitud.
Conozco el
peso de todo lo que hay como de aquello que aquí no se
encuentra, presencia y ausencia dibujan por igual la elipse
de mis dominios, toda su intrépida aritmética, y no
celebraré el atardecer con otro alimento que no sea
la tristeza.
Es difícil
hablar cuando ellos caminan hacia ninguna parte, la loza
quebrada es más sonora que el mar si confundo los
elementos con tanta perfección en cada oficina de la
lluvia.
Yo hablo
en la oscuridad como aquél que fue esclavo, mis dominios
son tristes, el viento entra a silbar a las salas, en las
manos ellos se reparten monedas que sólo mi alma puede
devorar.
Esta vez
me sumerjo como un ídolo grave allí donde las piedras se
despojan del vuelo y animadas por la pura costumbre de su
imán dejan caer los pájaros al plato.
Hay que
escuchar más hondo, hay que escuchar, estos ruidos se van
quebrando de a poco. Si agito el hilo y se quema con la
velocidad que crece la mentira del ojo cae una luz que me
espera, pues yo soy sólo un vaho brillante que se acerca a
nombrarme, un puñado de polvo que sostiene la seda con que
se prueban las decapitaciones.
Es la hora
del té y los comensales se aduermen acodados al borde de la
mesa. Pido permiso para pasar.
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