|
24
Clara Cabeza, Parque Hundido,
México DF, octubre de 1995. Yo fui la secretaria de Octavio
Paz. No saben ustedes el trabajo que tenía. Que si escribir cartas, que
si localizar manuscritos ilocalizables, que si telefonear a los
colaboradores de la revista, que si conseguir libros que ya sólo se
encontraban en una o dos universidades norteamericanas. Al cabo de dos
años de estar trabajando para don Octavio ya tenía una cefalalgia
crónica que me atacaba a eso de las once de la mañana y no se me iba,
por más aspirinas que tomara, hasta las seis de la tarde. Generalmente
lo que a mí me gustaba era hacer las labores más propiamente de casa,
como preparar el deayuno o ayudar a la sirvienta a preparar la comida.
Ahí me lo pasaba bien y además era un descanso para mi mente torturada.
Yo solía llegar a la casa a las siete de la mañana, a una hora en la que
no hay atascos de tránsito y si los hay no son tan largos y terribles
como en las horas punta, y preparaba café, té, naranjadas, un par de
tostadas, un desayuno sencillito, y luego me iba con la bandeja hasta la
habitación de don Octavio y le decía don Octavio, despierte, ya es un
nuevo día. La primera en abrir los ojos, de todas maneras, era la señora
María José y siempre su despertar era alegre, su voz surgía de la
oscuridad y me decía: deja el desayuno en la mesita, Clara, y yo le
decía buenos días, señora, ya es un nuevo día. Luego me iba a la cocina
otra vez y me preparaba mi propio desayuno, algo ligerito como el de los
señores, un café, una naranjada y una o dos tostadas con mermelada, y
después me iba a la biblioteca y me ponía a trabajar. ..... No saben ustedes el titipuchal de cartas que
recibía don Octavio y lo difícil que era clasificarlas. Como ya se
imaginarán, le escribían de los cuatro puntos cardinales y gente de toda
clase, desde otros premios Nobel como él hasta jóvenes poetas ingleses o
italianos o franceses. No digo yo que don Octavio contestara todas sus
cartas, más bien sólo contestaba un quince a un veinte por ciento de las
que recibíamos, pero el resto de todas maneras había que clasificarlas y
guardarlas, vaya a saber por qué, yo de buen gusto las hubiera arrojado
a la basura. El sistema de clasificación, por otra parte, era sencillo,
las separábamos por nacionalidades y cuando la nacionalidad no estaba
clara (esto solía pasar en cartas que le escribían en español, inglés y
francés) las separábamos por idiomas. A veces, mientras trabajaba en la
correspondencia, yo me ponía a pensar en la jornada laboral de las
secretarias de los cantantes de música melódica o popular o de rock y me
preguntaba si ellas también tenían que lidiar con tantísimas cartas
hasta en chino, con eso les digo todo. En esas ocasiones yo tenía que
separar las cartas en un lotecito aparte que llamábamos marginalia
excentricorum y que don Octavio revisaba una vez a la semana.
Después, pero esto pasaba muy de tanto en tanto, me decía Clarita, coja
el coche y váyase a ver a mi amigo Nagahiro. De acuerdo, don Octavio, le
decía yo, pero el asunto no era tan fácil como lo pintaba él. Primero me
pasaba la mañana telefoneando al tal Nagahiro y cuando por fin lo
hallaba le decía don Nagahiro, tengo algunas cositas para que me las
traduzca y él me daba una cita para un día de esa semana. A veces se las
mandaba por correo o con un mensajero, pero cuendo los papeles eran
importantes, y eso lo notaba yo por la cara que ponía don Octavio, pues
iba personalmente y no me movía de al lado del señor Nagahiro hasta que
por lo menos me daba un resumen sucinto del contenido del papel o carta,
resumen que yo anotaba en taquigrafía en mi libretita y que luego pasaba
en limpio, imprimía y dejaba en el escritorio de don Octavio, en el
extremo izquierdo, para que él si tenía a bien le echara una mirada y se
sacara la curiosidad de encima. ..... Y
luego estaba la correspondencia que don Octavio mandaba. Ahí sí que el
trabajo era desquiciante, pues acostumbraba a escribir varias cartas a
la semana, unas dieciséis más o menos, a los lugares más insospechados
del mundo, algo que daba pasmo ver de cerca, pues una se preguntaba cómo
ese hombre había hecho tantas amistades en sitios tan diversos e incluso
diría antagónicos como Trietse y Sidney, Córdoba y Helsinki, Nápoles y
Bocas del Toro (Panamá), Limoges y Nueva Delhi, Glasgow y Monterrey. Y
para todos tenía una palabra de aliento o una reflexión de esas que se
hacía como en voz alta y que, supongo, ponía al corresponsal a pensar y
a darle vueltas a la cabeza. No voy a cometer la falta de desvelar lo
que decía en sus cartas, sólo diré que hablaba más o menos de lo mismo
que habla en sus ensayos y en sus poemas: de cosas bonitas, de cosas
oscuras y de la otredad, que es algo en lo que yo he pensado mucho,
supongo que como muchos intelectuales mexicanos, y que no he logrado
averiguar de qué se trata. Otra de las cosas que yo hacía y muy a gusto
era de enfermera, pues no por nada tengo un par de cursillos de primeros
auxilios. Don Octavio ya por entonces no estaba muy sanote que digamos y
tenía que medicarse cada día y como él siempre andaba pensando en sus
cosas, pues se le olvidaba cuándo había que tomar las medicinas y al
final se hacía un lío, que si ésta ya me la tomé al mediodía o si esta
otra no me la tomé a las ocho de la mañana, en fin, un desorden con las
pastillas al que, me enorgullezco de decir, yo puse fin, pues incluso me
ocupé de que tomara con puntualidad alemana aquellas que debía tomar
cuando yo no estaba en casa. Para tal menester lo llamaba por teléfono
desde mi departamento o desde donde estuviera y le decía a la sirvienta
¿don Octavio ya se tomó las pastillas de las ocho? y la sirvienta iba a
mirar y si las píldoras que yo le había dejado dispuestas en un envase
de plástico aún estaban allí, pues yo le ordenaba: llévaselas y que se
las tome. A veces no hablaba con la sirvienta sino con la señora, pero
yo igual: ¿se tomó su medicina don Octavio?, y la señora María José se
ponía a reír y me decía ay Clarisa, ella a veces me llamaba Clarisa, no
sé por qué, al final vas a conseguir que me ponga celosa, y cuando la
señora María José decía eso yo como que me ruborizaba y como que tenía
miedo de que ella viera cómo me ruborizaba, tonta que es una, ¿cómo iba
a verlo si estábamos hablando por teléfono?, pero igual seguía llamdo e
insistiendo en que se tomara sus medicamentos a su hora, porque si no no
sirven para nada, ¿verdad? ..... Otra de
las cosas que hacía era preparar la agenda de don Octavio, llena de
actividades sociales, que si fiestas o conferencias, que si invitaciones
a inauguraciones de pintura, que si cumpleaños o doctorados honoris
causa, la verdad es que de asistir a todos esos eventos el
pobrecito no hubiera podido escribir ni una línea, no digo ya de sus
ensayos, es que ni siquiera de sus poesías. Así que cuando le arreglaba
la agenda él y la señora María José la examinaban con lupa e iban
descartando cosas, yo a veces los observaba desde mi rinconcito y me
decía para mí misma: muy bien, don Octavio, castíguelos con su
indiferencia. ..... Y luego vino la época
del Parque Hundido, un lugar que si quieren mi opinión no tiene el más
mínimo interés, antes puede que sí, hoy está convertido en una selva
donde campean los ladrones y los violadores, los teporochos y las
mujeres de la mala vida. ..... La cosa
sucedió así. Una mañana, yo acababa de llegar a la casa y aún no eran
las ocho, me encontré a don Octavio levantado, esperándome en la cocina.
Nada más verme me dijo: me va a hacer el favor de llevarme a tal parte,
Clarita, en su carro de usted. ¿Qué le parece? Como si yo alguna vez me
hubiera negado a hacer nada que él me hubiera pedido. Así que le dije:
usted dirá adónde vamos, don Octavio. Pero él me hizo un gesto, sin
decir nada, y salimos a la calle. Se acomodó a mi lado, en el coche, que
dicho sea de paso sólo es un Volkswagen, o sea que no es muy cómodo.
Cuando lo vi allí, sentado y con ese aire ausente, me dio un poco de
pena por no tener un vehículo algo mejor que ofrecerle, aunque no le
dije nada porque también pensé que si me disculpaba él lo podía
interpretar como una especie de recriminación porque al final de cuentas
era él quien me pagaba y si no tenía para un coche mejor se podía decir
que también era por culpa suya, algo que jamás, ni en sueños, le he
reprochado. Por lo tanto me quedé callada, disimulé lo mejor que pude y
puse en marcha el motor. Las primeras calles las recorrimos al azar.
Luego dimos una vuelta por Coyoacán y al final enfilamos por
Insurgentes. Cuando apareció el Parque me ordenó que estacionara donde
pudiera. Luego bajamos y don Octavio, tras echar una ojeada, se internó
por el Parque que a esa hora no es que estuviera lleno, pero tampoco
estaba vacío. Esto le debe traer algún recuerdo, pensé. A medida que
caminábamos el Parque estaba más solo. Noté que el descuido o la desidia
o la falta de medios o la más vil irresponsabilidad había deteriorado el
parque hasta límites insospechables. Ya bien adentro del parque tomamos
asiento en un banco y don Octavio se puso a contemplar las copas de los
árboles o el cielo y luego murmuró algunas palabras que yo no entendí.
Antes de salir había cogido las medicinas y una botellita de agua y como
ya era hora de tomárselas aproveché que estábamos sentados y se las di.
Don Octavio me miró como si me hubiera vuelto loca pero se tomó sin
rechistar sus pastillas. Luego me dijo: quédese usted aquí, Clarita, y
se levantó y se puso a caminar por un caminito de tierra seca con pinaza
y yo lo obedecí. Se estaba bien allí, eso hay que reconocerlo, a veces,
por otras sendas del parque, veía las figurass de sirvientas que
acortaban camino o de estudiantes que habían decidido no ir a clases
aquella mañana, el aire era respirable, aquel día la contaminación no
sería tan grande, de tanto en tanto incluso creo que escuchaba el piar
de un pajarito. Mientras tanto don Octavio caminaba. Caminaba en
círculos cada vez más grandes y a veces se salía de la senda y pisaba la
hierba, una hierba enferma de tanto ser pisoteada y que los jardineros
ya ni debían de cuidar. ..... Entonces fue
cuando vi a ese hombre. También caminaba en círculos y sus pasos seguían
la misma senda, sólo que en sentido contrario, así que por fuerza tenía
que cruzarse con don Octavio. Para mí, fue como una alrma en el pecho.
Me levanté y puse en alerta todos mis músculos por si era necesario
intervenir, no por nada hice un cursillo de karate y judo hace unos años
con el doctor Ken Takeshi, que en realidad se llamaba Jesús García
Pedraza y había sido miembro de la policía federal. Pero no fue
necesario: cuando el hombre se cruzó con don Octavio ni siquiera levantó
la cabeza. Así que me quedé inmovil y vi lo siguiente: don Octavio, al
cruzarse con el hombre, se detuvo y se quedó como pensativo, luego hizo
el ademán de seguir andando, pero esta vez ya no iba tan al azar o tan
despreocupado como hacía unos minutos sino que más bien iba como
calculando el momento en que ambas trayectorias, la suya y la del
desconocido, iban a volver a cruzarse. Y cuando una vez más el
desconocido pasó al lado de don Octavio, éste se giró y se lo quedó
mirando con verdadera curiosidad. El desconocido también miró a don
Octavio y yo diría que lo reconoció, algo que por lo demás no tiene nada
de raro, todo el mundo, y cuando digo todo el mundo digo literalmente
todo el mundo, lo conoce. Cuando volvimos a casa el ánimo de don Octavio
había variado notablemente. Estaba más vivaracho, con más energía, como
si el largo paseo matinal lo hubiera fortalecido. Recuerdo que en un
momento del viaje recitó unos versos y él dijo un nombre, sería el
nombre de un poeta inglés, lo olvidé, y luego como para cambiar de tema
me preguntó por qué había estado yo tan nerviosa y me acuerdo que al
principio no le contesté, tal vez sólo exclamara ay, don Octavio, y
luego le expliqué que el Parque Hundido no era precisamente una zona
tranquila, un lugar donde uno pudiera pasear y meditar sin temor a ser
asaltado por desalmados. Y entonces don Octavio me miró y me dijo con
una voz que salía como del corazón de un lobo: a mí no me asalta ni el
presidente de la República. Y lo dijo con tanta seguridad que yo le creí
y preferí no decir nada más. ..... Al día
siguiente, al llegar a casa, don Octavio ya me estaba esperando. Salimos
sin decirnos nada y yo conduje, ingenua de mí, hacia Coyoacán, pero
cuando don Octavio se dio cuenta me dijo que pusiera rumbo al Parque
Hundido sin otra dilación. La historia se repetió. Don Octavio me dejó
sentada en un banco y se puso a pasear en círculos por el mismo sitio
que el día anterior. Antes yo le di sus medicinas y él se las tomó sin
mayores comentarios. Poco después apareció el hombre que también
paseaba. Cuando lo vio don Octavio no pudo evitar mirarme desde la
distancia como diciéndome: ya ve, Clarita, yo nunca hago nada por nada.
El desconocido también me miró y luego miró a don Octavio y por un
segundo me pareció que dudaba, que sus pasos se volvían más inseguros,
más dubitativos. Pero no se echó para atrás, como llegué a temer, y él y
don Octavio volvieron a caminar y volvieron a cruzarse y cada vez que se
cruzaban levantaban la vista del suelo y se miraban a la cara y yo me di
cuenta que los dos iban al principio como muy alertas el uno del otro,
pero a la tercera vuelta ya iban muy reconcentrados y ya para entonces
ni siquiera se miraban al cruzarse. Y yo creo que fue entonces que se me
ocurrió que ninguno de los dos hablaba, digo, que ninguno de los dos
murmuraba palabras, sino números, que los dos iban contando, yo no sé si
sus pasos, que es lo más lógico que se me ocurre ahora, pero sí algo
parecido, números al azar, tal vez, sumas o restas, multiplicaciones o
divisiones. Cuando nos marchamos don Octavio estaba bastante cansado. Le
brillaban los ojos, esoos ojos tan bonitos que tiene, pero por lo demás
parecía como si hubiera hecho una carrera. Les confieso que por un
momento me preocu`pé y me pareció que si le pasaba algo la culpa sería
mía. Me imaginé a don Octavio con un ataque al corazón, me lo imaginé
muerto y luego imaginé a todos los escritores de México que tanto lo
quieren (en especial los poetas) rodeándome en la sala de visitas de la
clínica en donde don Octavio suele hacerse los chequeos médicos y
preguntándome con miradas francamente hostiles que qué diablos le había
hecho yo al único premio Nobel mexicano, que cómo era que don Octavio
había sido encontrado tirado en el Parque Hundido, un lugar tan poco
poético y tan ajeno, por otra parte, a los itinerarios urbanos de mi
jefe. Y en mi imaginación yo no sabía qué respuesta darles, salvo decir
la verdad, que por otra parte yo sabía que no iba a convencerlos y
entonces para qué decirla, mejor quedarme callada, y en ésas estaba,
conduciendo por las avenidas cada día más insoportables del DF e
imaginándome inmersa en situaciones llenas de palabra acusatorias y de
recriminación, cuando escuché que don Octavio me decía vamos a la
unibversidad, Clarita, que tengo que hacer una consulta con un amigo. Y
aunque en ese momento vi a don Octavio tan normal como siempre, tan
dueño de sí mismo como siempre, la verdad es que yo ya no pude quitarme
del pecho la espinita de la inquietud, el peso de una premonición más
bien negra. Máxime cuando a eso de las cinco de la tarde don Octavio me
llamó a su biblioteca y me dijo que hiciera una lista de los poetas
mexicanos nacidos digamos a partir de 1950, una petición no más rara que
otras, es cierto, pero dada la historia en la que estábamos embarcados,
turbadora en grado extremo. Yo creo que don Octavio se dio cuenta de mi
inquietud, nada difícil por otra parte, pues me temblaban las manos y me
sentía como un pajarito en medio de una tormenta. Media hora después
volvió a llamarme y cuando yo acudí me miró a los ojos y me preguntó si
confiaba en él. Qué pregunta, don Octavio, le dije, qué cosas se le
ocurren. Y él, como si no me oyera, me repitió la pregunta. Claro que
sí, le dije, confió en usted más que en nadie. Entonces él me dijo: de
lo que yo te diga aquí y de lo que has visto y de lo que veas mañana, ni
una palabra a nadie. ¿Estamos? Se lo juro por mi madre que en paz
descanse, le dije yo. Y él entonces hizo un gesto como si espantara
moscas y dijo a ese muchacho yo lo conozco. ¿Ah, sí?, dije yo. Y él
dijo: hace muchos años , Clarita, un grupo de energúmenos de la extrema
izquierda planearon secuestrarme. No me diga, don Octavio, dije yo y me
puse a temblar otra vez. Pues sí, dijo él, son las vicisitudes a las que
se expone todo hombre público, Clarita, deje de temblar, vaya a servirse
un whisky o lo que sea, pero tranquilícese. ¿Y ese hombre es uno de
aquellos terroristas?, dije yo. Me parece que sí, dijo él. ¿Y a santo de
qué lo querían secuestrar, don Octavio?, dije yo. Eso es un misterio,
dijo él, tal vez estaban dolidos porque no les hacía caso. Es posible,
dije yo, la gente acumula mucho rencor gratuito.Pero tal vez la cosa no
iba por ahí, tal vez sólo se trataba de una broma. Vaya bromita, dije
yo. Lo cierto es que nunca intentaron el secuestro, dijo él, pero lo
anunciaron a bombo y platillo, y así llegó a mis oídos. ¿Y cuando usted
lo supo, qué hizo?, dije yo. Nada, Clarita, me reí un poco y luego los
olvidé para siempre, dijo él. ..... A la
mañana siguiente volvimos al Parque Hundido. Yo había pasado una mala
noche, mitad insomne y mitad atacada de los nervios que ni siquiera la
lectura balsámica de Amado Nervo había podido mitigar (entre paréntesis,
yo a don Octavio nunca le decía que leía a Amado Nervo sino a don Carlos
Pellicer o a don José Gorostiza, a quienes por supuesto he leído, pero
ya me dirán a mí de qué sirve leer la poesía de Pellicer o Gorostiza
cuando lo que una quiere es tranquilizarse, en el mejor de los casos
dormirse, la verdad es que en esos casos así lo mejor es no leer nada,
ni siquiera a Amado Nervo, sino ver la televisión, y a más tonto sea el
programa mejor), y tenía unas ojeras enormes que el maquillaje no podía
disimular y hasta la voz la tenía un poco ronca, como si por la noche
hubiera fumado un pauqete de cigarrillos o hubiera bebido demasiado o
algo parecido. Pero don Octavio no se dio cuenta de nada y se subió al
Volkswagen y partimos para el Parque Hundido, sin decirnos nada, como si
toda nuestra vida hubiéramos estado haciendo lo mismo, que era
precisamente una de las cosas que más me crispaba los nervios, esa
facilidad del ser humano para adaptarse de pronto a lo que sea. Es
decir: si yo me ponía a pensar calmadamente, como debe de ser, y me
decía que habíamos ido al Parque Hundido, sólo dos veces, y que aquella
era la tercera visita, bueno, me costaba creerlo, porque de verdad
pareciá que hubiéramos ido muchas más veces, y si admitía que sólo
habíamos ido dos veces, pues resultaba peor, porque entonces me daban
ganas de gritar o de estrellarme con mi Volkswagen contra algún muro,
por lo que tenía que dominarme y concentrarme en el volante y no pensar
en el Parque Hundido ni en aquel desconocido que lo visitaba a la misma
hora que nosotros. En pocas palabras, esa mañana yo no sólo estaba
ojerosa y demacrada sino que además estaba irracionalmente afectada.
Ahora bien, lo que pasó aquella mañana, en contra de mis previsiones,
fue bien diferente. ..... Llegamos al
Parque Hundido. Eso está claro. Nos internamos en el parque y nos
sentamos en el mismo banco de siempre, al amparo de un árbol grande y
frondoso aunque yo supongo que igual de enfermo que todos los árboles
del DF. Y entonces don Octavio, en vez de dejarme sola en el banco como
había sucedido en las ocasiones precedentes, me preguntó si había
realizado su encargo del día anterior y yo le dije que sí, don Octavio,
hice una lista con muchísimos nombres y él se sonrío y me preguntó si
había memorizado esos nombres y yo lo miré como preguntándole si me
estaba tomando el pelo o no y saqué la lista de mi bolso y se la mostré
y él dijo: Clarita, averigüe quién es ese muchacho. Eso fue lo que me
dijo. Y yo me levanté como una idiota y me puse a esperar al desconocido
y para entretener la espera me puse a caminar hasta que me di cuenta que
estaba repitiendo el trayecto de don Octavio en los días precedentes y
entonces me quedé inmovil, sin atreverme a mirarlo, con la vista clavada
en el lugar por donde debía aparecer el desconocido cuya identidad debía
averiguar. Y el desconocido apareció, a la misma hora que las dos veces
anteriores, y se puso a pasear. Y entonces yo ya no quise dilatar más el
asunto y lo abordé y le pregunté quién era y él dijo soy Ulises Lima,
poeta real visceralista, el penúltimo poeta real visceralista que queda
en México, tal cual, y la verdad, qué quieren que les diga, su nombre no
me sonaba de nada, aunque la noche anterior, por orden de don Octavio,
había estado consultando índices de más de diez antologías de poesía
reciente y no tan reciente, entre ellas la famosa antología de Zarco en
donde están censados más de quinientos poetas jóvenes. Pero su nombre no
me sonaba para nada. Y entonces le dije: ¿sabe usted quién es el señor
que está sentado allí? Y el dijo: sí, lo sé. Y yo le dije (debía
asegurarme): ¿quién? Y el dijo: es Octavio Paz. Y yo le dije: ¿quiere
venir a sentarse con el un ratito? Y él se encogió de hombros o hizo un
gesto parecido que interpreté como afirmación y ambos nos encaminamos al
banco desde donde don Octavio seguía interesadísimo todos nuestros
movimientos. Al llegar junto a él me pareció que no estaría de más hacer
una presentación formal, así que dije: don Octavio Paz, el poeta real
visceralista Ulises Lima. Y entonces don Octavio, al tiempo que invitaba
al tal Lima a tomar asiento, dijo: real visceralista, real visceralista
(como si el nombre le sonara a lago), ¿no fue ése el grupo poético de
Cesárea Tinajero? Y el tal Lima se sentó junto a don Octavio y suspiró o
hizo un ruido raro con los pulmones y dijo sí, así se llamaba el grupo
de Cesárea Tinajero. Durante un minuto o algo así estuvieron callados,
mirándose. Un minuto bastante insoportable, si he de ser sincera. A lo
lejos, bajo unos arbustos, vi aparecer a dos vagabundos. Creo que me
puse un poco nerviosa y eso me hizo tener la mala ocurrencia de
preguntarle a don Octavio que grupo era ése y si él los había conocido.
Lo mismo hubiera podido hacer un comentario sobre el tiempo. Y entonces
don Octavio me miró con esos ojos tan bonitos que tiene y me dijo
Clarita, para cuando los real visceralistas yo apenas tenía diez años,
esto ocurió allá por 1924, ¿no?, dijo dirigiéndose al tal Lima. Y éste
dijo sí, más o menos, por los años veinte, pero lo dijo con tanta
tristeza en la voz, con tanta... emoción, o sentimiento, que yo pensé
que nunca más iba a escuchar una voz más triste. Creo que hasta me
mareé. Los ojos de don Octavio y la voz del desconocido y la mañana y el
Parque Hundido, un lugar tan vulgar, ¿verdad?, tan deteriorado, me
hirieron, no sé de qué manera, en lo más hondo. Así que los dejé que
conversaran tranquilos y me alejé unos cuantos metros, hasta el banco
más próximo, con la excusa de que debía estudiar la agenda del día, y de
paso me llevé la lista que había hecho con los nombres de la s últimas
generaciones de poetas mexicanos y la repasé del primero hasta el
último, no estaba en ninguna parte Ulises Lima, puedo asegurarlo.
¿Cuánto rato conversaron? No mucho. Desde donde yo estaba se adivinaba,
eso sí, que fue una conversación distendida, serena, toleranre. Después
el poeta Ulises Lima se levantó, le estrechó la mano a don Octavio y se
marchó. Lo vi alejarse en dirección a una de las alidas del parque. Los
vagabundos que había visto en los matorrales y que ahora eran tres se
acercaban a nosotros. Vámonos, Clarita, oí que me decía don
Octavio. ..... Al día siguiente, tal como
esperaba, nos fuimos al Parque Hundido. Don Octavio se levantó a las
diez de la mañana y estuvo preparando un artículo que debía publicar en
el próximo número de su revista. En algun momento me entraron ganas de
preguntarle más cosas sobre nuestra pequeña aventura de tres días, pero
algo en mi interior (mi sentido común, probablemente) me hizo desistir
de la idea. La scosas habían ocurrido tal como habían ocurrido y si yo,
que era el único testigo, no sabía lo que había pasado, lo mejor era que
siguiera en la ignorancia. Una semana después, aproximadamente, él se
marchó con la señora para una serie de conferencias que debía pronunciar
en una universidad norteamericana. Yo, por supuesto, no los acompañé.
Una mañana, cuando él aún no había regresado, fui al Parque Hundido con
la esperanza o con el temor de ver aparecer otra vez a Ulises Lima. Esta
vez la única diferencia fue que no me puse a la vista de nadie sino más
bien oculta tras unos arbustos, con una vision perfecta, eso sí, del
claro en donde se encontraron por primera vez don Octavio y el
desconocido. Los primeros minutos de espera mi corazón iba a cien.
Estaba helada y sin embargo, al tocarme las mejillas la impresión que
tenía era de que de un momento a otro la cara me iba a explotar. Después
vino la desilusión y cuando me marché del parque, a eso de las diez de
la mañana, podría afirmarse que incluso me sentía feliz, aunque no me
pregunten por qué pues no sabría decirlo.
de Los
Detectives Salvajes, (Premio Herralde de Novela). El día 2 de Noviembre de
1998, un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Paloma
Díaz-Mas, Luis Goytisolo, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde,
otorgó el XVI Premio Herralde de Novela, por unanimidad, a Los
detectives salvajes, de Roberto Bolaño.
|
|