Bolaño
será nuestro Borges
por Marco Antonio Coloma
Roberto
Bolaño hizo con su vida dos cosas: literatura y literatura. Primero
porque escribió un puñado de obras notables, tremendas, que a poco
andar se ubicaron tranquilamente en la primera
línea de las letras hispanoamericanas. Y segundo porque, al menos
durante cuarenta y tres años de los cincuenta que vivió, se jugó el
pellejo desesperada y gozosamente, como sólo pueden hacerlo quienes
viven para convertirse en el personaje de una ficción que se parece
mucho a su propia vida. Por eso no es extraño que haya alimentado su
literatura fundamentalmente de su memoria de trashumante y de poeta
bohemio, y de la riqueza de un cruce identitario que, lejos de
incomodarlo, fue la excusa y el grado cero de una imaginación
exquisita.
De
joven nunca estuvo disponible para calentar asientos frente al tedio
del pizarrón, consumió libros con el apetito de una bestia lectora, y
se obstinó tempranamente con la idea de convertirse en escritor. A
como diera lugar. Y no la tuvo fácil. Que haya ejercido los oficios
más vulgares, vivido a la intemperie y sufrido miserias, y que
mientras tanto se empeñara en escribir, son noticias que citarán una y
otra vez quienes vayan convirtiendo a Bolaño en una figura mítica. Y
no sería extraño que así fuera. Ni condenable.
Urgido por las cuentas, no vaciló en enviar su trabajo a cuanto
concurso literario de provincia encontró. En España ganó varios. A
esos premios menores les tenía más cariño que a los de mayor
importancia que también obtuvo: "cuando yo gané el Herralde, cuenta en
una entrevista, no me hacía falta el dinero, y cuando gané el Rómulo
Gallegos, tampoco. Pero cuando yo ganaba esos premios de provincia,
cuando llegaba el cheque, era como agua bendita, era maná caído del
cielo". La experiencia de sobrevivir ganando concursos literarios la
dejó plasmada en un relato de su volumen Llamadas telefónicas,
"Sensini". El cuento habla de muchas cosas, pero por sobre todo es un
relato en torno a la fragilidad, a la condición de outsiders, y al
riesgo asumido como estilo de vida de escritores como Roberto Bolaño.
Se movía en ese límite, más allá estaba necesariamente el
vacío.
Por
circunstancias que no quiero ni me atrevo a entender, tardó demasiado
en llegar el momento en que Bolaño pudiera publicar en un sello
importante. O tal vez no. Quizá un juicio como ese es nada más
producto de la imposibilidad de asumir su temprana muerte. La
consecuencia de una rabia contenida que busca descargarse de algún
modo. Y es que a partir de la publicación de La literatura nazi en
América en 1996, fueron apenas siete años de una carrera contra el
tiempo, de arremeter él entre nosotros con unos libros
extraordinarios, y de entrar nosotros en ese juego desesperado por
leerlo, de esperar año tras año un nuevo título. La muerte de Bolaño
nos pilló con la adrenalina en lo más alto.
Chile fue un fantasma para Bolaño, un fantasma que supo
aprovechar en su ficción. Dos de sus novelas, Estrella distante
y Nocturno de Chile, y varios de sus cuentos, no son otra cosa
que un retrato de lo peor de lo nuestro. Y es que la buena literatura
se hace con eso, con las miserias, con las vergüenzas, con la basura
escondida debajo de la alfombra. En este país son pocos los escritores
que han comprendido eso, son pocos los que saben que no es necesario
buscar el retrato universal de las miserias, porque todas las miserias
son universales. Uno que lo ha sabido siempre es Lemebel, y es
conocida la admiración que Bolaño sentía por él.
Nos
hizo bien la lengua suelta de Bolaño. Qué cosa demostró sino otra de
nuestras bajezas. En un país de vacas sagradas, de personas
acostumbradas a callar, de escritores que prefieren hablar con finezas
más que certezas, de críticos que escriben que tal o cual libro "no es
tan malo" cuando en verdad les parece un bodrio –no se vaya a sentir,
que no me vaya a responder con una mala palabra que mejor me
entierro–, en este país digo, Bolaño arremetió con la soltura de quien
no le debe nada a nadie, con el desenfado de quien no espera alabanzas
ni invitaciones a cenar que lo comprometan. Claro que fue un
provocador, pero no un peleador de esquina (la expresión la escuché de
Roberto Brodsky), sino una lengua que de fondo era política, que
buscaba incomodar y esperaba el debate. Convengamos que la envidia
local no fue muy sana. Cuando parecía que ya rezábamos de memoria el
cuento de la Nueva Narrativa, que nos habíamos acostumbrado al medio
pelo de la ficción de postdictadura, apareció un tal Roberto Bolaño
zampándose todos los galardones, y no me refiero al Municipal ni al
premio del Consejo del Libro, que era lo mínimo que esta provincia
llamada Chile podía hacer por reconocer su trabajo. Me refiero a
premios de verdad, al Herralde y al Rómulo Gallegos. Pero ojo, no
fueron los premios los que le abrieron –hace rato– las puertas de la
Historia, esa con mayúsculas, ni la academia que duerme –también hace
rato– en los laureles. Fue una clase exigente y crítica de lectores y
que creció exponencialmente con cada obra suya publicada.
Soy
optimista respecto al futuro de nuestra literatura, pero es un
optimismo que supone un corte, un antes y un después de Bolaño. Porque
Bolaño nos desbordó, y luego de ese desborde no podemos seguir siendo
los mismos. Bolaño será nuestro Borges. Una bestia literaria que nos
pesará por muchos años, que será asumida como tal no por los
escritores que hoy están en plena faena, para quienes la vara es
demasiado alta, sino por los más jóvenes, que hoy tienen veinte años,
que lo están leyendo, y lo seguirán asediando como sólo se asedia la
gran literatura.
Dije
más arriba que no me parece condenable que empecemos a mitificar a
Bolaño: ¿de qué otra cosa, en verdad, vivimos quienes vivimos de la
literatura? ¿Qué nos conmueve sino un puñado de nombres y de obras que
alineamos a nuestro antojo en un panteón libresco, como si se tratase
de una teología estética? Y aunque a él le pese y se ría a carcajadas
esté donde esté, nosotros, sus lectores, haremos de Bolaño una
leyenda.