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ROBERTO
BOLAÑO Literatura + enfermedad = enfermedad
para mi amigo el doctor Víctor Vargas,
hepatólogo
Enfermedad y
conferencia Nadie debe extrañarse de que el conferenciante se
ande por las ramas. Pongamos el siguiente caso. El conferenciante va a
hablar sobre la enfermedad. El teatro se llena con diez personas. Hay
una expectación entre los espectadores digna, sin duda, de mejor
causa. La conferencia empieza a las
siete de la tarde o a las ocho de la noche. Nadie del público ha
cenado. Cuando dan las siete (o las ocho, o las nueve) ya están todos
allí, sentados en sus asientos, los teléfonos móviles apagados. Da
gusto hablar ante personas tan educadas. Sin embargo el conferenciante
no aparece y finalmente uno de los organizadores del evento anuncia
que no podrá venir debido a que, a última hora, se ha puesto
gravemente enfermo.
Enfermedad y
estatura Vayamos al grano o acerquémonos por un instante a ese
grano solitario que el viento o el azar ha dejado justo en medio de
una enorme mesa vacía. No hace mucho tiempo, al salir de la consulta
de Víctor Vargas, mi médico, una mujer me esperaba junto a la puerta
confundida entre los demás pacientes que formaban la cola. Esta mujer
era una mujer bajita, quiero decir de corta estatura, cuya cabeza
apenas me llegaba a la altura del pecho, digamos unos pocos
centímetros por arriba de las tetillas, y eso que llevaba unos tacones
portentosos, como no tardé en descubrir. La visita, de más está
decirlo, había ido mal, muy mal; mi médico sólo tenía malas noticias.
Yo me sentía, no sé, no precisamente mareado, que es lo usual en estos
casos, sino más bien como si los demás se hubieran mareado y yo fuera
el único que mantenía una especie de calma o una cierta verticalidad.
Tenía la impresión de que todos iban a gatas o, como suele decirse, a
cuatro patas, mientras yo iba de pie o permanecía sentado, con las
piernas cruzadas, que a todos los efectos es lo mismo que estar o ir
de pie o mantener la verticalidad. En cualquier caso tampoco puedo
decir que me sintiera bien, pues una cosa es mantenerse erguido
mientras los demás gatean y otra cosa muy distinta es observar, con
algo que a falta de una palabra mejor llamaré ternura o curiosidad o
mórbida curiosidad, el gateo indiscriminado y repentino de quienes te
rodean. Ternura, melancolía, nostalgia, sensaciones propias de un
enamorado más bien cursi, y muy impropias de experimentar en el
consultorio externo de un hospital de Barcelona. Por supuesto, si ese
hospital hubiera sido un manicomio, tal visión no me habría afectado
en lo más mínimo, pues desde muy joven me acostumbré —aunque nunca
seguí— al refrán que dice que en el país al que fueres, haz lo que
vieres, y lo mejor que uno puede hacer en un manicomio, aparte de
mantener un silencio lo más digno posible, es gatear u observar el
gateo de los compañeros de desgracia.
Pero yo no estaba en un
manicomio sino en uno de los mejores hospitales públicos de Barcelona,
un hospital que conozco bien pues he estado cinco o seis veces
internado allí, y hasta entonces no había visto a nadie caminar a
cuatro patas, aunque sí había visto a enfermos ponerse amarillos como
canarios y había visto a otros que de repente dejaban de respirar, es
decir, se morían, algo no inusual en un sitio así; pero a gatas no
había visto, todavía, a nadie, por lo que pensé que las palabras de mi
médico habían sido mucho más graves de lo que en principio creí, o lo
que es lo mismo: que mi estado de salud era francamente malo. Y cuando
salí de la consulta y vi a todo el mundo gateando, esta impresión
sobre mi propia salud se acentuó y el miedo a punto estuvo de tumbarme
y obligarme a gatear a mí también. El motivo de que no lo hiciera fue
la presencia de la mujer bajita, que en ese momento se me acercó y
dijo su nombre, la doctora X, y luego pronunció el nombre de mi
médico, mi querido doctor Vargas, con quien mantengo una relación tipo
armador griego millonario, es decir la relación de un hombre casado
que ama pero que procura ver lo menos posible a su mujer, y añadió, la
doctora X, que estaba al tanto de mi enfermedad o del progreso de mi
enfermedad y deseaba incluirme en un trabajo que ella estaba haciendo.
Le pregunté educadamente por la naturaleza de ese trabajo. Su
respuesta fue vaga. Me explicó que apenas me haría perder media hora
de mi tiempo y que se trataba de que yo hiciera algunos tests que
tenía preparados. No sé por qué, finalmente le dije que sí, y entonces
ella me guió fuera de las consultas externas hasta un ascensor de
grandes proporciones, un ascensor en donde había una camilla, vacía,
por supuesto, pero ningún camillero, una camilla que subía y que
bajaba con el ascensor, como una novia bien proporcionada con —o en el
interior de— su novio desproporcionado, pues el ascensor era
verdaderamente grande, tanto como para albergar en su interior no sólo
una camilla sino dos, y además una silla de ruedas, todas con sus
respectivos ocupantes, pero lo más curioso era que en el ascensor no
había nadie, salvo la doctora bajita y yo, y justo en ese momento, con
la cabeza no sé si más fría o más caliente, me di cuenta de que la
doctora bajita no estaba nada mal.
No bien descubrí esto, me
pregunté qué ocurriría si le proponía hacer el amor en el ascensor,
cama no nos iba a faltar. Recordé en el acto, como no podía ser menos,
a Susan Sarandon disfrazada de monja preguntándole a Sean Penn cómo
podía pensar en follar si le quedaban pocos días de vida. El tono de
Susan Sarandon, por descontado, es de reproche. No recuerdo, para
variar, el título de la película, pero era una buena película,
dirigida, creo, por Tim Robbins, que es un buen actor y tal vez un
buen director pero que no ha estado jamás en el corredor de la muerte.
Follar es lo único que desean los que van a morir. Follar es lo único
que desean los que están en las cárceles y en los hospitales. Los
impotentes lo único que desean es follar. Los castrados lo único que
desean es follar. Los heridos graves, los suicidas, los seguidores
irredentos de Heidegger. Incluso Wittgenstein, que es el más grande
filósofo del siglo XX, lo único que deseaba era follar. Hasta los
muertos, leí en alguna parte, lo único que desean es follar. Es triste
tener que admitirlo, pero es así.
Enfermedad y
Dioniso Aunque la verdad de la verdad, la puritita verdad, es
que me cuesta mucho admitirlo. Esa explosión seminal, esos cúmulos y
cirros que cubren nuestra geografía imaginaria, terminan por
entristecer a cualquiera. Follar cuando no se tienen fuerzas para
follar puede ser hermoso y hasta épico. Luego puede convertirse en una
pesadilla. Sin embargo, no hay más remedio que admitirlo. Miren, por
ejemplo, las cárceles de México. Aparece un tipo no precisamente
agraciado, chaparro, seboso, panzón, bizco, y que encima es malo y
huele mal. Este tipo, cuya sombra se desplaza con una lentitud
exasperante por las paredes de la cárcel o por los pasillos interiores
de la cárcel, al poco tiempo de estar allí se hace amante de otro
tipo, igual de feo pero más fuerte. No ha habido un romance
prolongado, un romance lleno de pasos y de estaciones. No ha habido
una afinidad electiva tal como la entendía Goethe. Ha sido un amor a
primera vista, primario, si ustedes quieren, pero cuya finalidad no
difiere mucho de la finalidad buscada por tantas parejas normales o
que nos parecen normales. Son novios. Sus galanteos, sus deliquios,
son como radiografías. Follan cada noche. A veces se pegan. Otras
veces se cuentan sus vidas, como si fueran amigos, aunque en realidad
no son amigos sino amantes. Los domingos, incluso, ambos reciben las
visitas de sus respectivas mujeres, que son tan feas como ellos.
Obviamente ninguno de los dos es lo que llamaríamos un homosexual. Si
alguien se lo echara en cara probablemente ellos se enojarían tanto,
se sentirían tan ofendidos, que primero violarían brutalmente al
ofensor y luego lo asesinarían. Esto es así. Victor Hugo, que según
Daudet era capaz de comerse una naranja entera de un solo bocado,
prueba máxima de salud, según Daudet, típico gesto de cerdo, según mi
mujer, dejó escrito en Los miserables que la gente oscura, la
gente atroz, es capaz de experimentar una felicidad oscura, una
felicidad atroz. Según creo recordar, pues Los miserables es un
libro que leí en México hace muchísimos años y que dejé en México
cuando me fui de México para siempre y que no pienso volver a comprar
ni a releer, pues no hay que leer ni mucho menos releer los libros de
los cuales se hacen películas, y creo que de Los miserables se
hizo hasta un musical. Esa gente atroz, como decía, cuya felicidad es
atroz, son aquellos rufianes que acogen a Cosette cuando Cosette aún
es una niña, y que encarnan a la perfección no sólo el mal y la
mezquindad de cierta pequeña burguesía o de aquello que aspira a
formar parte de la pequeña burguesía, sino que con el paso del tiempo
y los avances del progreso encarnan, a estas alturas de la historia, a
casi la totalidad de lo que hoy llamamos clase media, una clase media
de izquierda o de derecha, culta o analfabeta, ladrona o de apariencia
proba, gente provista de buena salud, gente preocupada en cuidar su
buena salud, gente exactamente igual (probablemente menos violenta y
menos valiente, más prudente, más discreta) que los dos pistoleros
mexicanos que viven su amor encerrados en un penal.
Dioniso lo
ha invadido todo. Está instalado en las iglesias y en las ONG, en el
gobierno y en las casas reales, en las oficinas y en los barrios de
chabolas. La culpa de todo la tiene Dioniso. El vencedor es Dioniso. Y
su antagonista o contrapartida ni siquiera es Apolo, sino don Pijo o
doña Siútica o don Cursi o doña Neurona Solitaria, guardaespaldas
dispuestos a pasarse al enemigo a la primera detonación
sospechosa.
Enfermedad y
Apolo ¿Y dónde diablos está el maricón de Apolo? Apolo está
enfermo, grave.
Enfermedad y
poesía francesa La poesía francesa, como bien saben los
franceses, es la más alta poesía del siglo XIX y de alguna manera en
sus páginas y en sus versos se prefiguran los grandes problemas que
iba a afrontar Europa y nuestra cultura occidental durante el siglo XX
y que aún están sin resolver. La revolución, la muerte, el
aburrimiento y la huida pueden ser esos temas. Esa gran poesía fue
escrita por un puñado de poetas y su punto de partida no es Lamartine,
ni Hugo, ni Nerval, sino Baudelaire. Digamos que se inicia con
Baudelaire, adquiere su máxima tensión con Lautréamont y Rimbaud, y
finaliza con Mallarmé. Por supuesto, hay otros poetas notables, como
Corbière o Verlaine, y otros que no son desdeñables, como Laforgue o
Catulle Mendés o Charles Cros, e incluso alguno no del todo desdeñable
como Banville. Pero la verdad es que con Baudelaire, Lautréamont,
Rimbaud y Mallarmé ya hay suficiente. Empecemos por el último. Quiero
decir, no por el más joven sino por el último en morir, Mallarmé, que
se quedó a dos años de conocer el siglo XX. Éste escribe en Brisa
Marina:
La carne es triste, ¡ay!, y todo lo he leído. ¡Huir!
¡Huir! Presiento que en lo desconocido de espuma y cielo,
ebrios los pájaros se alejan. Nada, ni los jardines que los
ojos reflejan sujetará este pecho, náufrago en mar
abierta ¡oh, noches!, ni en mi lámpara la claridad
desierta sobre la virgen página que esconde su blancura, y
ni la fresca esposa con el hijo en el seno. ¡He de partir al
fin! Zarpe el barco, y sereno meza en busca de exóticos climas
su arboladura. Un hastío reseco ya de crueles anhelos aún
suena en el último adiós de los pañuelos. ¡Quién sabe si los
mástiles, tempestades buscando, se doblarán al viento sobre el
naufragio, cuando perdidos floten sin islotes ni
derroteros!... ¡Más oye, oh corazón, cantar los
marineros!
Un bonito poema.
Nabokov le habría aconsejado al traductor no mantener la rima, dar una
versión en verso libre, hacer una versión feísta, si Nabokov hubiera
conocido al traductor, Alfonso Reyes, que para la cultura occidental
poco significa pero que para esa parte de la cultura occidental que es
Latinoamérica significa (o debería significar) mucho. ¿Pero qué quiso
decir Mallarmé cuando dijo que la carne es triste y que ya había leído
todos los libros? ¿Que había leído hasta la saciedad y que había
follado hasta la saciedad? ¿Que a partir de determinado momento toda
lectura y todo acto carnal se transforman en repetición? ¿Que lo único
que quedaba era viajar? ¿Que follar y leer, a la postre, resultaba
aburrido, y que viajar era la única salida? Yo creo que Mallarmé está
hablando de la enfermedad, del combate que libra la enfermedad contra
la salud, dos estados o dos potencias, como queráis, totalitarias; yo
creo que Mallarmé está hablando de la enfermedad revestida con los
trapos del aburrimiento. La imagen que Mallarmé construye sobre la
enfermedad, sin embargo, es, de alguna manera, prístina: habla de la
enfermedad como resignación, resignación de vivir o resignación de lo
que sea.
Es decir, está hablando de derrota. Y para revertir la
derrota opone vanamente la lectura y el sexo, que sospecho que para
mayor gloria de Mallarmé y mayor perplejidad de Madame Mallarmé eran
la misma cosa, pues de lo contrario nadie en su sano juicio puede
decir que la carne es triste, así, de esa forma taxativa, que enuncia
que la carne sólo es triste, que la petit morte, que en realidad no
dura ni siquiera un minuto, se extiende a todos los gestos del amor,
que como es bien sabido pueden durar horas y horas y hacerse
interminables, en fin, que un verso semejante no desentonaría en un
poeta español como Campoamor pero sí en la obra y en la biografía de
Mallarmé, indisolublemente unidas, salvo en este poema, en este
manifiesto cifrado, que sólo Paul Gauguin se tomó al pie de la letra,
pues que se sepa Mallarmé no escuchó jamás cantar a los marineros, o
si los escuchó no fue, ciertamente, a bordo de un barco con destino
incierto.
Y menos aún se puede afirmar que uno ya ha leído
todos los libros, pues incluso aunque los libros se acaben nunca acaba
uno de leerlos todos, algo que bien sabía Mallarmé. Los libros son
finitos, los encuentros sexuales son finitos, pero el deseo de leer y
de follar es infinito, sobrepasa nuestra propia muerte, nuestros
miedos, nuestras esperanzas de paz. ¿Y qué le queda a Mallarmé en este
ilustre poema, cuando ya no le quedan, según él, ni ganas de leer ni
ganas de follar? Pues le queda el viaje, le quedan las ganas de
viajar. Y ahí está tal vez la clave del crimen. Porque si Mallarmé
llega a decir que lo que queda por hacer es rezar o llorar o volverse
loco, tal vez habría conseguido la coartada perfecta.
Pero en
lugar de eso Mallarmé dice que lo único que resta por hacer es viajar,
que es como si dijera navegar es necesario, vivir no es necesario,
frase que antes sabía citar en latín y que por culpa de las toxinas
viajeras de mi hígado también he olvidado, o lo que es lo mismo,
Mallarmé opta por el viajero con el torso desnudo, por la libertad que
también tiene el torso desnudo, por la vida sencilla (pero no tan
sencilla si rascamos un poco) del marinero y del explorador que, a la
par que es una afirmación de la vida, también es un juego constante
con la muerte y que,en una escala jerárquica, es el primer peldaño de
cierto aprendizaje poético. El segundo peldaño es el sexo y el tercero
los libros. Lo que convierte la elección mallarmeana en una paradoja o
bien en un regreso, en un volver a empezar desde cero. Y llegado a
este punto no puedo, antes de volver al ascensor, dejar de pensar en
un poema de Baudelaire, el padre de todos, en el que éste habla del
viaje, del entusiasmo juvenil del viaje y de la amargura que todo
viaje a la postre deja en el viajero, y pienso que tal vez el soneto
de Mallarmé es una respuesta al poema de Baudelaire, uno de los más
terribles que he leído, el de Baudelaire, un poema enfermo, un poema
sin salida, pero acaso el poema más lúcido de todo el siglo
XIX.
Enfermedad y
viajes Viajar enferma. Antiguamente los médicos recomendaban a
sus pacientes, sobre todo a los que padecían enfermedades nerviosas,
viajar. Los pacientes, que por regla general tenían dinero, obedecían
y se embarcaban en largos viajes que duraban meses y en ocasiones
años. Los pobres que tenían enfermedades nerviosas no viajaban.
Algunos, es de suponer, enloquecían. Pero los que viajaban también
enloquecían o, lo que es peor, adquirían nuevas enfermedades conforme
cambiaban de ciudades, de climas, de costumbres alimenticias.
Realmente, es más sano no viajar, es más sano no moverse, no
salir nunca de casa, estar bien abrigado en invierno y sólo quitarse
la bufanda en verano, es más sano no abrir la boca ni pestañear, es
más sano no respirar. Pero lo cierto es que uno respira y viaja. Yo,
sin ir más lejos, comencé a viajar desde muy joven, desde los siete u
ocho años, aproximadamente. Primero en el camión de mi padre, por
carreteras chilenas solitarias que parecían carreteras posnucleares y
que me ponían los pelos de punta, luego en trenes y en autobuses,
hasta que a los quince años tomé mi primer avión y me fui a vivir a
México. A partir de ese momento los viajes fueron constantes.
Resultado: enfermedades múltiples.
De niño, grandes dolores de
cabeza que hacían que mis padres se preguntaran si no tendría una
enfermedad nerviosa y si no sería conveniente que emprendiera, lo más
pronto posible, un largo viaje reparador. De adolescente, insomnio y
problemas de índole sexual. De joven, pérdida de dientes que fui
dejando, como las miguitas de pan de Hansel y Gretel, en diferentes
países; mala alimentación que me provocaba acidez estomacal y luego
una gastritis; abuso de la lectura que me obligó a llevar lentes;
callos en los pies producto de largas caminatas sin ton ni son;
infinidad de gripes y catarros mal curados. Era pobre, vivía en la
intemperie y me consideraba un tipo con suerte porque, a fin de
cuentas, no había enfermado de nada grave. Abusé del sexo pero nunca
contraje una enfermedad venérea. Abusé de la lectura pero nunca quise
ser un autor de éxito. Incluso la pérdida de dientes para mí era una
especie de homenaje a Gary Snyder, cuya vida de vagabundo zen lo había
hecho descuidar su dentadura. Pero todo llega. Los hijos llegan. Los
libros llegan. La enfermedad llega. El fin del viaje llega.
Enfermedad y
callejón sin salida El poema de Baudelaire se llama “El
viaje”. El poema es largo y delirante, es decir posee el delirio de la
extrema lucidez, y no es éste el momento de leerlo completo. El
traductor es el poeta Antonio Martínez Sarrión y sus primeros versos
dicen así:
Para el niño, gustoso de mapas y grabados, Es semejante
el mundo a su curiosidad.
El poema, pues,
empieza con un niño. El poema de la aventura y del horror,
naturalmente, empieza en la mirada pura de un niño. Luego
dice:
Un buen día partimos, la cabeza incendiada, Repleto el
corazón de rabia y amargura, Para continuar, tal las olas,
meciendo Nuestro infinito sobre lo finito del mar: Felices
de dejar la patria infame, unos; El horror de sus cunas, otros
más; no faltando, Astrólogos ahogados en miradas
bellísimas De una Circe tiránica, letal y perfumada. Para no
ser cambiados en bestias, se emborrachan De cielos abrasados,
de espacio y resplandor, El hielo que les muerde, los soles que
les queman, La marca de los besos borran con lentitud. Pero
los verdaderos viajeros sólo parten Por partir; corazones a
globos semejantes A su fatalidad jamás ellos esquivan Y
gritan “¡Adelante!” sin saber bien por
qué.
El viaje que
emprenden los tripulantes del poema de Baudelaire en cierto modo se
asemeja al viaje de los condenados. Voy a viajar, voy a perderme en
territorios desconocidos, a ver qué encuentro, a ver qué pasa. Pero
previamente voy a renunciar a todo. O lo que es lo mismo: para viajar
de verdad los viajeros no deben tener nada que perder. El viaje, este
largo y accidentado viaje del siglo XIX, se asemeja al viaje que hace
el enfermo a bordo de una camilla, desde su habitación a la sala de
operaciones, donde le aguardan seres con el rostro oculto debajo de
pañuelos, como bandidos de la secta de los hashishin. Por cierto, las
primeras estampas del viaje no rehúyen ciertas visiones paradisíacas,
producto más de la voluntad o de la cultura del viajero que de la
realidad:
¡Asombrosos
viajeros! ¡Cuántas nobles historias Leemos en vuestros ojos
profundos como el mar! Mostradnos los estuches de tan ricas
memorias
Y también dice:
¿Qué habéis visto? Y el viajero, o ese fantasma que representa a los
viajeros, contesta enumerando las estaciones del infierno. El viajero
de Baudelaire, evidentemente, no cree que la carne sea triste y que ya
haya leído todos los libros, aunque evidentemente sabe que la carne,
trofeo y joya de la entropía, es triste y más que triste, y que una
vez leído un solo libro, todos los libros están leídos. El viajero de
Baudelaire tiene la cabeza incendiada y el corazón repleto de rabia y
amargura, es decir, probablemente se trata de un viajero radical y
moderno, aunque por supuesto es alguien que razonablemente quiere
salvarse, que quiere ver, pero que también quiere salvarse. El viaje,
todo el poema, es como un barco o una tumultuosa caravana que se
dirige directamente hacia el abismo, pero el viajero, lo intuimos en
su asco, en su desesperación y en su desprecio, quiere salvarse. Lo
que finalmente encuentra, como Ulises, como el tipo que viaja en una
camilla y confunde el cielo raso con el abismo, es su propia
imagen:
¡Saber amargo aquel que se obtiene del viaje! Monótono y
pequeño, el mundo, hoy día, ayer, Mañana, en todo tiempo, nos
lanza nuestra imagen: ¡En desiertos de tedio, un oasis de
horror!
Y con ese verso,
la verdad, ya tenemos más que suficiente. En medio de un desierto de
aburrimiento, un oasis de horror. No hay diagnóstico más lúcido para
expresar la enfermedad del hombre moderno. Para salir del
aburrimiento, para escapar del punto muerto, lo único que tenemos a
mano,y no tan a mano, también en esto hay que esforzarse, es el
horror, es decir el mal. O vivimos como zombis, como esclavos
alimentados con soma, o nos convertimos en esclavizadores, en seres
malignos, como el tipo aquel que después de asesinar a su mujer y a
sus tres hijos dijo, mientras sudaba a mares, que se sentía extraño,
como poseído por algo desconocido, la libertad, y luego dijo que las
víctimas se habían merecido lo que les pasó, aunque al cabo de unas
horas, más tranquilo, dijo que nadie se merecía una muerte tan cruel y
luego añadió que probablemente se había vuelto loco y les pidió a los
policías que no le hicieran caso.
Un oasis siempre es un
oasis, sobre todo si uno sale de un desierto de aburrimiento. En un
oasis uno puede beber, comer, curarse las heridas, descansar, pero si
el oasis es de horror, si sólo existen oasis de horror, el viajero
podrá confirmar, esta vez de forma fehaciente, que la carne es triste,
que llega un día en que todos los libros están leídos y que viajar es
un espejismo. Hoy, todo parece indicar que sólo existen oasis de
horror o que la deriva de todo oasis es hacia el horror.
Enfermedad y
pruebas Y ya es hora de volver a ese ascensor enorme, el
ascensor más grande que he visto en mi vida, un ascensor en donde un
pastor hubiera podido meter un reducido rebaño de ovejas y un granjero
dos vacas locas y un enfermero dos camillas vacías, y en donde yo me
debatía, literalmente, entre la posibilidad de pedirle a aquella
doctora de corta estatura, casi una muñeca japonesa, que hiciera el
amor conmigo o que al menos lo intentáramos, y la posibilidad cierta
de echarme a llorar allí mismo, como Alicia en el País de las
Maravillas, e inundar el ascensor no de sangre, como en El
resplandor de Kubrick, sino de lágrimas. Pero los buenos modales,
que nunca están de más y que pocas veces estorban, en ocasiones como
ésta son un estorbo, y al poco rato la doctora japonesa y yo estábamos
encerrados en un cubículo, con una ventana desde la que se veía la
parte de atrás del hospital, haciendo unas pruebas rarísimas, que a mí
me parecieron exactamente iguales que las pruebas que aparecen en las
páginas de pasatiempos de cualquier periódico dominical.
Por
supuesto, me esmeré mucho en hacerlas bien, como si quisiera
demostrarle a ella que mi médico estaba equivocado, vano esfuerzo,
pues aunque realizaba las pruebas de forma impecable la pequeña
japonesa permanecía impasible, sin dedicarme ni la más mínima sonrisa
de aliento. De vez en cuando, mientras ella preparaba una nueva
prueba, hablábamos. Le pregunté por las posibilidades de éxito de un
trasplante de hígado. Muchas posibilidades, dijo. ¿Qué tanto por
ciento?, dije yo. Sesenta pol ciento, dijo ella. Joder, dije yo, es
muy poco. En política es mayolía absoluta, dijo ella.
Una de
las pruebas, tal vez la más sencilla, me impresionó mucho. Consistía
en mantener durante unos segundos las manos extendidas de forma
vertical, vale decir con los dedos hacia arriba, enseñándole a ella
las palmas y contemplando yo el dorso. Le pregunté qué demonios
significaba ese test. Su respuesta fue que, en un punto más avanzado
de mi enfermedad, sería incapaz de mantener los dedos en esa posición.
Éstos, inevitablemente, se doblarían hacia ella. Creo que dije: Vaya
por Dios. Tal vez me reí. Lo cierto es que a partir de entonces ese
test me lo hago cada día, esté donde esté. Pongo las manos delante de
mis ojos, con el dorso hacia mí, y observo durante unos segundos mis
nudillos, mis uñas, las arrugas que se forman sobre cada falange. El
día que los dedos no puedan mantenerse firmes no sé muy bien qué haré,
aunque sí sé qué no haré. Mallarmé escribió que un golpe de dados
jamás abolirá el azar. Sin embargo, es necesario tirar los dados cada
día, así como es necesario realizar el test de los dedos enhiestos
cada día.
Enfermedad y
Kafka Cuenta Canetti en su libro sobre Kafka que el más grande
escritor del siglo XX comprendió que los dados estaban tirados y que
ya nada le separaba de la escritura el día en que por primera vez
escupió sangre. ¿Qué quiero decir cuando digo que ya nada le separaba
de su escritura? Sinceramente, no lo sé muy bien. Supongo que quiero
decir que Kafka comprendía que los viajes, el sexo y los libros son
caminos que no llevan a ninguna parte, y que sin embargo son caminos
por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o
para encontrar algo, lo que sea, un libro, un gesto, un objeto
perdido, para encontrar cualquier cosa, tal vez un método, con suerte:
lo nuevo, lo que siempre ha estado allí.
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