María
Luisa Bombal: "La última niebla" |
por Ignacio
Valente
Es un gozo ver cómo se reeditan y leen y
releen las obras de María Luisa Bombal. Editorial Andrés Bello publica,
ahora en un pequeño volumen de 100 páginas, La última niebla,
seguida de tres relatos: "El árbol", "Las islas nuevas" y "Lo secreto".
Estos tres cuentos, por su calidad, merecen comentario aparte. A la
novela, que data de 1935, parece no haberle pasado el tiempo, como a los
clásicos. En este casi medio siglo se han sucedido las generaciones
literarias, se han innovado los procedimientos, ha cambiado el mundo. Ya
no se escribe así, qué duda cabe: no son los ángeles del sueño ni los
fantasmas del corazón femenino los que tienen la palabra, sino otros
dioses -con frecuencia diosecillos- de la tierra. Y, sin embargo, en
este lapso nos cuesta encontrar una novela chilena que pueda trascender
así su tiempo y su lugar, revelando una experiencia tan universal -el
amor, como siempre en la autora- bajo el sortilegio de un lenguaje
narrativo y poético tan perdurable.
La última niebla es el relato de una
frustración y un delirio femeninos, narrado en primera persona por una
mujer sedienta de entrega, que teje con las dos hebras mágicas de la
realidad y el sueño la trama de un romance absoluto. El amor nacido de
un encuentro fortuito y casi irreal, se proyecta sin límites sobre un
mundo de enamorada alucinación. La mujer vive de un recuerdo y quizá de
un puro sueño, más reales, sin embargo, que el rutinario presente de su
existencia actual. El amante perdido y tal vez inexistente, tiene
aspiraciones fugaces en medio de la niebla, rodeado siempre de un halo
luminoso y evanescente: viene a llevársela desvanecida, una tarde de
viento; cruza el camino, junto al estanque donde ella se baña, en un
carruaje cerrado; viene y se esfuma, en apariciones de consistencia
onírica, de las cuales ella misma terminará por dudar. Resulta inútil
separar los hechos positivos y las ilusiones delirantes de este amor,
pues la novela ocurre entera dentro de la conciencia, una conciencia
femenina desgarrada que jamás se instituye en norma objetiva o exterior
de la verdad: la verdad es este amor aunque este amor no fuera
verdad.
Nos maravilla el desdén que M. L. Bombal se
permite hacia lo exterior, descriptivo, pintoresco, explicativo. No hay
aquí referencias, antecedentes, introducciones: las personas y cosas de
este mundo -la casa de campo, el marido, una muchacha muerta, los
parientes, en las primeras páginas- aparecen reveladas de modo
instantáneo en la situación misma, en el presente de la conciencia que
los siente y sueña, a golpes de emoción. Estamos tan lejos del
naturalismo como de la novela psicológica: la poesía -un lirismo
impresionista- tiene la palabra. Los procesos del amor, que exigirían
largas y doctas explicaciones a la psiquiatría, la fenomenología o el
análisis existencial, son iluminados de golpe por la intuición poética,
que tan bien sabe la autora desplegar en forma narrativa.
De allí la densidad de esta breve novela. No
sobra un adjetivo. Su velocidad está hecha de pura síntesis; sus cambios
de tiempo no son los trucos formales que prodiga tanta novela actual,
sino los saltos naturales de la conciencia. El tiempo de este relato
posee la asombrosa discontinuidad del transcurso interior, de la
duración vital, la durée de Bergson. Hay morosidades y prisas, pero
ellas no nos hacen pensar en virtuosismos formales, sino en el ritmo
natural de la vivencia. En general, no se percibe artificio o esfuerzo
técnico en esta prosa; su esencia poética lo vivifica todo con un ánima
encantada que exime de todo aparente trabajo formal.
La continua presencia de la naturaleza en el
relato es siempre antropomórfica. La lluvia, el paisaje del campo, el
vendaval, el otoño, participan expresivamente de la misma respiración
interna del alma, la prolongan y revelan. Esta Einfuhlung,
proyección afectiva sobre lo inanimado, se hace más intensa en torno al
elemento central de la naturaleza y del espíritu: la niebla. La niebla
es el poder brumoso que confunde las regiones del ensueño y de la
realidad; de allí su presencia continua sobre las casas, calles y
campos, presencia que confiere una soledad sorda y a la vez un
recogimiento íntimo y femenino a las situaciones. Pero la niebla es
también la fuerza ciega de lo hostil y resistente, que contraría la
luminosidad de los designios humanos, sobre todo de los designios
amorosos.
Un relato como éste no podría ser narrado
sino en primera persona. Aunque su esencia poética esta bien diluida en
el transcurso narrativo, apenas hay, sin embargo, construcción objetiva
de personajes y argumentos: prima siempre el flujo interior de la
conciencia, que va revelando la secreta identidad de personas y cosas al
ritmo de la emoción. Las imágenes líricas, a su vez, no son nunca
construcciones formales a partir de elementos inmóviles o abstractos o
pensados: son imágenes primarias, silvestres, dinámicas, en estado
natural. Son imágenes que amaría un Gaston Bachelard: móviles,
pristinas, capaces de irradiación. El lenguaje, por su parte, está
invadido de profundos ritmos, asociaciones subliminales, parentescos
lingüisticos, y de un sentido musical espontáneo que aligera esta
excelente prosa narrativa. Muchas veces me he quejado yo de otras prosas
"contaminadas" de poesía, poeticoides, imprecisas; la de M. L. Bombal,
en cambio, está vivificada por la poesía, sin perder un ápice de su
índole narrativa.
La revelación central de esta novela es la
esencia de la femineidad en torno al fenómeno del amor: esencia que se
manifiesta con una pureza y concentración que a menudo no consiguen los
tratados más clásicos sobre el tema. El misterio femenino, su
fisiognómica -expresión corporal del enigma de la mujer en sus formas y
gestos-, sus ánimos tornadizos, su confusión íntima, su emotividad como
centro de la persona, se nos revelan espléndidamente en este sueño
enamorado. Ninguna mujer real coincide con la femineidad pura; todas
tienen un algo viril. Nuestro personaje, en cambio, es la femineidad. De
allí su carácter trágico, su amor imposible, su fracaso. Y también su
belleza irreal.
en El
Mercurio, Stgo. 18 abril de 1982.