La ciudad de la
sensatez. La ciudad del sentido común. Así llamaban a Barcelona sus
habitantes. A mí me gustaba. Era una ciudad bonita y yo creo que me
acostumbré a ella desde el segundo día ( decir el primer día sería una
exageración), pero los resultados no acompañaban al club y la gente como
que te empezaba a mirar raro, eso siempre pasa, hablo por experiencia,
al principio los aficionados te piden autógrafos, te esperan en las
puertas del hotel para saludarte, no te dejan en paz de tan cariñosos
que son, pero luego enhebras una racha de mala suerte con otra y ahí
mismo te empiezan a torcer el gesto, que si eres un flojo, que si te
pasas las noches en las discotecas, que si te vas de putas, ustedes ya
me entienden, la gente empieza a interesarse por lo que cobras, se
especula, se sacan cuentas, y nunca falta el gracioso que públicamente
te llama ladrón o algo mil veces peor. En fin, estas cosas pasan en
todas partes, a mí personalmente ya me había sucedido algo parecido,
pero entonces mi condición era la de nacional, jugador de la casa, y
ahora mi condición era la de extranjero, y la prensa y los aficionados
siempre esperan un plus extra de los extranjeros, para eso los han
traído, ¿no?
Yo, por ejemplo,
como todo el mundo sabe, soy extremo izquierdo. Cuando jugaba en
Latinoamérica (en Chile y después en Argentina) marcaba una media de
diez goles cada temporada. Aquí por el contrario, mi debut fue
asqueroso, al tecer partido me lesionaron, tuvieron que operarme de
ligamentos y mi recuperación, que en teoría tenía que ser rápida, fue
lenta y trabajosa, para qué les voy a contar. De golpe volví a sentirme
más solo que la una. Ésa es la verdad. Gastaba una fortuna en llamadas a
Santiago y lo único que conseguía era preocupar a mi mamá y a mi papá,
que no entendían nada. Así que un día decidí irme de putas. No lo voy a
negar. Ésa es la verdad. En realidad lo único que hice fue seguir el
consejo que un día me dio Cerrone, el arquero argentino. Cerrone me
dijo: chico, si no tienes nada mejor que hacer y los problemas te están
matando, consulta a las putas. Qué buena persona era Cerrone. Por
aquella época yo debía de tener diecinueve años a lo más y acababa de
llegar al Gimnasia y Esgrima. Cerrone ya andaba por los treintaicinco o
por los cuarenta, su edad era un misterio, y entre los veteranos era el
único que todavía estaba soltero. Algunos decían que Cerrone era raro.
Eso me retrajo al principio en mi trato con él. Yo era un muchacho más
bien tirado a tímido y pensaba que si conocía a un homosexual éste iba a
querer acostarse conmigo al tiro. En fin, puede que lo fuera, puede que
no lo fuera, lo único cierto es que una tarde en que yo estaba más
deprimido que nunca, me cogió aparte, era la primera vez que hablábamos,
podría decirse, y me dijo que esa noche me iba a llevar a conocer
algunas muchachas de Buenos Aires. Nunca me olvidaré de esa salida. El
departamento estaba en el centro y mientras Cerrone se quedaba en el
living tomando unas copas y viendo un programa nocturno en la tele, yo
me acosté por primera vez con una argentina y la depresión comenzó a
amainar. A la mañana siguiente, mientras volvía a mi casa, supe que todo
mejoraría y que mi carrera en el fútbol argentino aún me iba a deparar
muchas tardes de gloria. Las depresiones eran inevitables, me dije, pero
Cerrone me había dado el remedio para atenuarlas.
Y eso fue lo que
hice en mi primer club europeo: salí de putas y así fui capeando la
lesión, el periodo de recuperación, la soledad. ¿Que si me acostumbré?
Puede que sí, puede que no, no soy quién para emitir un juicio tan
rotundo. Allí las putas son unos verdaderos bombones, las putas de
categoría, quiero decir, además de ser en líneas generale unas chicas
bastantes inteligentes y preparadas, así que aficionarse a ellas, lo que
se dice aficionarse, pues tampoco es tan difícil.
En resumen, que me
dio por salir de noche, incluso los domingos, cuando había partido y lo
que se esperaba de nosostros, los lesionados, era que estuviéramos allí,
en las gradas, convertidos en hinchas de lujo. Pero así uno no se cura
de las lesiones y yo prefería pasarme las tardes de los domingos en
alguna sala de masaje, con mi whisky y una o dos amigas a cada lado,
hablando de cosas más serias. Al principio, por supuesto, nadie se dio
cuenta. No era yo el único que estaba lesionado, debíamos de ser unos
seis o siete los que estábamos en el dique seco, la mala racha parecía
cebarse con nuestro club. Pero luego, claro, nunca falta el periodista
culiado que te ve salir de una discoteca a las cuatro de la mañana y ahí
se acabó el asunto. En Barcelona, que parece tan grande y tan
civilizada, las noticias vuelan. Quiero decir: las noticias
futbolísticas.
Una mañana me llamó
el entrenador y me dijo que se había enterado de que estaba llevando un
ritmo de vida impropio de un deportista y que eso se tenía que acabar.
Yo, por supuesto, le dije que sí, que sólo había sido una canita al
aire, y seguí con mis asuntos, porque, a ver, ¿qué otra cosa podía hacer
mientras duraba la lesión y el equipo bajaba en la tabla que daba pena
abrir el periódico los lunes para repasar las clasificaciones? Además,
como es lógico, yo pensaba que lo que me había servido en Argentina me
tenía por fuerza que servir en España, y lo peor era que tenía razón: me
servía. Pero entonces entraron los burócratas del club y me dijeron:
oiga, Acevedo, esto tiene que acabar, usted está resultando un mal
ejemplo para la juventud y una pésima inversión de nuestra sociedad, en
donde sólo trabajan hombres serios, así que a partir de ahora se
acabaron las salidas nocturnas, usted verá. Y luego, sin decir agua va,
me encontré de golpe con una multa que podá pagar, claro, pero que
puestos a perder dinero hubiera preferido enviarlo a Chile, no sé, a mi
tío Julio, por ejemplo, para que se lo gastara arreglando su
casa.
Pero estas cosas
pasan y hay que aguantarse. Así que me aguanté y me hice el firme
propósito de salir menos, digamos una vez cada quince días, pero
entonces llegó Buba y los del club decidieron que lo mejor para mí era
que dejara el hotel y que compartiera el departamento que habían puesto
a disposición de Buba, un departamento bastante coqueto, con dos
habitaciones y una terraza pequeñita pero con una buena vista, justo al
lado de nuestros campos de entrenamiento. Y eso fue lo que tuve que
hacer. Así que cogí mis maletas y me fui con un administrativo del club
al departamento y como no estaba Buba, pues escogí yo mismo el
dormitorio que quería para mí y saqué mis cosas y las metí en el closet
y entonces el administrativo me dio mis llaves y se marchó y yo me puse
a dormir la siesta.
Eran las cinco de la
tarde, aproximadamente, y antes me había echado entre pecho y espalda
una fideuà, un plato típico de Barcelona que ya había probado y que me
encanta, aunque no es un plato fácil de digerir, y cuando me dejé caer
en mi nueva cama me entró un sopor tan grande que sólo tuve fuerzas para
sacarme los zapatos y ya estaba dormido. Tuve entonces un sueño
rarísimo. Soñé que estaba en Santiago otra vez, en mi barrio de La
Cisterna, y que estaba recorriendo con mi padre la plaza esa en donde
estuvo la estatua del Che, la primera estatua del Che que hubo en
América, exceptuendo Cuba, y eso era lo que me iba contando mi padre en
medio del sueño, la historia de la estatua y de todos los atentados que
sufrió la estatua hasta que llegaron los milicos y la volaron
definitivamente, y mientras caminábamos yo miraba hacia todas partes y
era como si camináramos por en medio de la selva, y mi padre decía por
aquí debe estar la estatua, pero no se veía nada, las hierbas eran altas
y los árboles apenas dejaban pasar unos rayitos de sol, suficientes para
ver, para darnos cuenta de que era de día, y nosotros íbamos por un
sendero de tierra y de piedras, pero a los lados hasta lianas había, y
no se veía nada, sólo sombras, hasta que de pronto llegábamos como a una
especie de claro, un claro rodeado de selva, y mi padre entonces se
detenía y me ponía una mano en el hombro y con la otra señalaba algo que
se levantaba en medio del claro, un pedestal de cemento de color gris
clarito, y sobre el pedestal no había nada, ni rastros de la estatua del
Che, pero eso mi padre y yo lo sabíamos y lo esperábamos, al Che lo
habían quitado de allí hacía mucho tiempo, eso no nos sorprendía, lo
importante era que estábamos juntos mi viejo y yo y que habíamos
encontrado el lugar exacto en donde antes se levantaba la estatua, pero
mientras contemplábamos el claro sin movernos, como embebidos en nuestro
hallazgo, yo me fijé en que bajo el pedestal, al otro lado, había algo,
una cosa oscura que se movía, y me solté de la mano de mi padre (me
tenía cogido de la mano) y empecé a rodear lentamente el
pedestal.
Fragmento de Buba, cuento del
libro Putas Asesinas,de
Roberto Bolaño. Anagrama .
2001