Un
vendedor de rosas
Christian Anwandter
La historia me fue referida por Francisco Ureta, en el centro de Santiago.
En aquella época, ambos trabajábamos como arquitectos
en el rubro de la construcción. Días después
del plebiscito de 1989, nos reunimos en un pequeño restorán
situado en la calle Merced.
Esa
noche, como lo exigían las circunstancias, conversamos sobre
política. Entusiasmados por el vino - un Merlot de la
región del Maule -, imaginamos la nueva situación económica
que esperaba al país. Fue entonces cuando Ureta, con un fanatismo
inaudito, declamó a toda voz que la inversión extranjera
aumentaría.
El resto de la comida transcurrió con normalidad. El servicio
era adecuado, al igual que la cocina. Llegado el momento de cancelar
la cuenta, Ureta dijo que tenía algo importante que contarme,
y que le interesaba conocer mi opinión al respecto. Luego se
excusó para ir al baño, y me dejó.
Siempre me ha incomodado el comercio ambulante, que le otorga al
vendedor el derecho de acosar impunemente a su cliente. Prefiero,
a pesar de sus defectos, el infantilismo de los publicistas, que,
al menos, obran sobre nosotros de manera indirecta.
El hecho es que, en ese mismo instante, entró al lugar un vendedor
de rosas. Este, al ver vacío el puesto de mi acompañante,
vislumbró - o así me pareció que lo hizo- una
oportunidad de oro. Preví con letargo lo que sucedería.
- Patroncito, me dijo en tono suplicante.
Pude percibir que, mientras me dirigía la palabra, el vendedor
escudriñaba los alrededores. Sentí un profundo hastío
y miré con melancolía en dirección a las vitrinas,
donde el reflejo de los clientes del restorán se confundía
en el vidrio con la figura de un grupo de obreros que esperaba hace
horas su micro(1).
¿Qué podía yo decirle al pobre hombre que tenía
enfrente?
Entonces le confesé, con una sonrisa condescendiente, que,
lamentablemente, yo hacía parte de un movimiento "político"
cuyas convicciones me prohibían explícitamente el porte
de rosas en la vía pública. Usted me entenderá,
le dije, pero comprarle una rosa significaría descender de
mis obligaciones. Agregué, luego, de forma un tanto hiriente,
que, en cualquier caso, no llevaba nada de efectivo en mis bolsillos.
Muchas veces me sucede que no mido las consecuencias de mis actos.
(Pero al comportarme de manera premeditada, suelo volverme insignificante,
recuerdo haber pensado). Yo sabía que lo que acababa de decirle
al vendedor de rosas era insultante para su persona, y que huía
de mis propios demonios a costa suya.
Pero si el vendedor de rosas, en vez de reaccionar con indignación
a mis palabras, me interrogó dócilmente sobre la naturaleza
de mis creencias, ¿cómo no exclamar en el acto el nombre
de Angelus Silesius? Mi familia me respetaba. Vivimos en paz
durante el régimen militar. Era arquitecto para una agencia
privada. Tenía un sueldo envidiable y residía en el
Barrio Alto. El porvenir se mostraba promisorio. ¿Para
qué invocar mi pureza? Esta idea, extranjera a mi vida, humilló
al modesto personaje que se me acercó. Probablemente, el vendedor
de rosas, que buscaba en mí su pan, vería marchitarse
sus flores - bastante pálidas por lo demás - antes de
que alguien se las comprara. Mi evasión y su destino se confundían.
Esta situación merece dos aclaraciones: 1) el vendedor de rosas,
víctima de mi evasión, no hizo ningún esfuerzo
por sobreponerse al obstáculo que enfrentaba. 2) Ahora puedo
comprender que los demonios, orígenes de nuestra culpa, no
son fantasmas del inconsciente, sino que son hombres de carne y hueso
que nunca enfrentamos cara a cara. Quizá convenga agregar una
tercera observación: 3) mis demonios se dividen en dos grupos:
unos son pobres, no tienen nada, y me odian. Los otros me desdeñan,
y me miran de soslayo como si tuvieran el poder de condenarme.
Resolví llegar al fondo de mi vergüenza y dejarme arrastrar
por mis mentiras.
La escena, sin duda, resultaba curiosa. Mientras le explicaba mi doctrina
al vendedor de rosas - doctrina ficticia, es decir, hija de mis demonios,
o, lo que es lo mismo, testimonio de mis fugas - este me oía
con la admiración que tienen los ignorantes ante la autoridad.
En líneas generales, la doctrina podía resumirse a lo
siguiente: Primero, que el principio de utilidad corrompe al hombre
y a la sociedad. Segundo, que la forma prima sobre el contenido(2).
Por último, declaré que la ironía era la
forma inútil por excelencia, y que, desde ese punto de vista,
la conducta del hombre debiera ser el exacto opuesto de sus verdaderas
intenciones... ¡Y basta ya de patetismo!, exclamé de
pronto emocionado.
Por fin dejaba escapar la verdad. Finalmente enfrentaba a mis demonios
y cumplía mi palabra. Creo que temblé de felicidad,
o de espanto. Recordé un verso en francés, que evoca
la sombra del cuerpo como si se tratara de la propia piel(3).
Me dije que la ironía personifica (verbalmente, por supuesto)
a nuestro Señor Jesucristo, y que quienes carecemos de brutalidad,
tenemos el derecho de invocarla para nuestra salvación.
Ignoro si el vendedor comprendió cabalmente lo que dije. Es
probable que no, y que se limitara a creer en la doctrina que le expuse.
Pero un hecho posterior me inclina a pensar que sí fui comprendido.
Sucedió una hora más tarde. Ureta había vuelto,
y esperaba mi opinión sobre la historia que me había
anunciado antes de partir al baño, y que recién había
terminado de contarme - su padre, en resumen, moriría-. Nada
le había dicho yo sobre el episodio del vendedor de rosas.
Éramos los últimos clientes en el restorán. Los
empleados limpiaban las mesas desocupadas y empilaban las sillas.
En ese momento, volvió al lugar el vendedor de rosas. De seguro,
ya había recorrido los distintos bares y restoranes del barrio,
y al ver que éramos los únicos clientes que quedaban,
vislumbró probablemente la última oportunidad de aquella
noche. Avanzó hasta nuestra mesa sin mirarnos a los ojos.
- Caballeros, nos dijo en tono humilde.
Ureta me miró como con lástima. Hizo con la mano un
gesto que significaba "No", y que debía bastar para
hacerle comprender que no estábamos de humor para fatuas caridades.
Pero yo quise probar a mi hombrecito, y ante la sorpresa de mi amigo,
pregunté cuánto costaba exactamente una flor. Entonces
pude comprobar que no todo es vanidad en este mundo, como dice Salomón
en las Sagradas Escrituras, y que nuestros actos - y qué decir
de nuestras palabras - hacen la diferencia. La prueba estaba ante
mis ojos: como si fuera mi esclavo, o como si yo fuera su verdugo
- ¡o como si yo fuera su verdugo y simultáneamente él
fuera mi esclavo! -, el vendedor de rosas, con una voz casi
inaudible, me contestó que cada rosa valía sólo
quinientos pesos, y que por dos rosas el precio era de novecientos.
No dijo nada más. Le contesté que, lamentablemente,
yo hacía parte de un movimiento político cuyas convicciones
me prohibían explícitamente el porte de rosas en la
vía pública. Le dije, sin embargo, que el precio me
parecía adecuado, y que las rosas no carecían de belleza.
Una vez solos, Ureta me preguntó qué era todo aquello
de un supuesto movimiento político contra las rosas. Evoqué
el nombre de Angelus Silesius, y mientras recordábamos
los dísticos que el profesor Keller nos obligaba a recitar
de memoria en el Instituto Alemán de Santiago, reímos
porque estábamos borrachos, y porque el país volvía
a la democracia, y porque la inversión extranjera aumentaría.
*
(1) No queda claro si se trata
realmente de un grupo de obreros. La calle Merced, como se sabe, va
desde la zona Poniente de la ciudad hasta la zona Oriente. Resulta
difícil concebir que los trabajadores se desplazaran durante
la noche hacia el Barrio Alto. Si bien es cierto que las empleadas
domésticas suelen dormir en casa de sus empleadores - lo que
explicaría un traslado nocturno -, los obreros acostumbran
presentarse en sus lugares de trabajo en horas de la madrugada. (N.
del E.)
(2) La dicotomía es deliberadamente
anacrónica. (N. del E.)
(3) Se trata de un verso de
Victor Hugo:
Ô insensé qui crois que Je ne suis pas Toi!
El verso expresa demasiado literalmente lo que el narrador creyó
descubrir esa noche, sin que se mencione ni la palabra sombra ni la
palabra piel. Para evitar malentendidos, hemos suprimido el verso
del relato, colocándolo sólo como una referencia que
el lector podrá consultar. (N. del E.)