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Piel seca

por Carlos Almonte
Publicado en la Antología "Sitio Público", por Mago Editores, Santiago de Chile, abril 2005.


Agotamos todo lo que la palabra
puede expresar y permanecimos en silencio.
Contemplé las flores, inmóviles como
nosotros. Escuché a las aves suspendidas
en el vacío y comprendí la Gran Verdad.
Sung Chih-Wen


...y sin embargo, el calor de aquella tarde transgredió la forma y se instaló en mi mente, sin mediar ni esperar autorización, como un quiste venenoso o el reflejo de una luz que jamás había percibido. Apenas oculté mi vista me fueron entregados, de la nada, tres deseos que regirían al dilema absurdo que estaba por aparecer.

En vano busqué entre los registros del pasado, a medias olvidado, y hurgué entre la memoria que pensé vacía. Hubo más que una sensación de vuelo -y bienestar- que asoló aquel desierto plano y sin colores en el que me encontraba. Aún así, dejé caer la última sombra de los explosivos y me alejé corriendo, sin mirar atrás ni sentir el sabor amargo de la sal sobre mi boca. Con el temor relegado a la omisión, extraje las cerillas de mi abrigo, acondicionado especialmente para las tareas de extracción. Observé hacia la distancia norte, una extensión enorme en la que se adivinaban -sus siluetas, sus oscuros cuerpos quemados por el sol y el frío- testigos de hace mucho, civilizaciones, aldeas esparcidas en torno a una cadena interminable de voces apagadas.

Concentré mi acción en conseguir el fuego. Restregué mis ojos contra el suelo y a pesar del dolor y de las lágrimas, pude ver un rostro de mujer que sonreía. Ignorando las razones de su actitud ligera, levanté las manos indicando precaución. Me contestó arrodillándose a mi lado, de malas ganas, como si se estuviera frente a un dios enano. Juntó sus manos y me dijo, sin palabras, que me cuidaría de las aves negras del desierto. Acto seguido, y como por encanto, desapareció el desvelo, dejándome absorto y concentrado en el siguiente azar.

Había recorrido, durante años, cientos de kilómetros en mi ardorosa búsqueda. Pero siempre las apariciones demostraban cursos diferentes de acuerdo a la ocasión. Como fuera, aquel augurio significaba el franco éxito que necesita un ser humano para continuar con la existencia, decrépita o singular, da igual. Le pedí calor y le mostré mis brazos. Una de mis manos sostenía, displicente, el extremo de la mecha, como a un oráculo al que no se lo venera en absoluto. Desde un pliegue de su vestido azul de seda, pintado con diminutas flores de papel, habló como si se dirigiera al mundo entero. Con voz de mando y en volumen exageradamente alto. Restringió las posibilidades y, elaborando complejas teorías de estadística y probabilidad, indicó que era mejor seguir, que allí no encontraríamos nada. Usó el plural.

A mi pregunta lógica, siguió una respuesta ilógica. Debemos caminar en dirección Oeste, hacia aquel volcán que semeja un cono, allá, en el horizonte. Le recordé, inútilmente, que aquellos eran lugares sagrados e inexpugnables, pero insistió. Las razones no importaban. Los respetos preconcebidos y la historia, llamada por algunos oficial, tampoco. Encendí un cigarrillo, o lo que de él quedaba, a la expectativa de instrucciones más exactas. Quise excusarme, pero me pareció ridículo. Uno se comporta de manera diferente cuando es observado. El problema -lo descubriría mucho antes-, es que somos observados desde siempre. Aunque yo -también lo había descubierto hace mucho-, estuviera imposibilitado ad aeternum de observarme a mí mismo; incluso a pesar de que mi alma aún no terminara de secarse; incluso a pesar de que mi corazón permaneciera en llamas y mi pensamiento en constante devenir.

Esparcí licor sobre la arena y me dispuse a continuar. Un fresco aroma cítrico fue acercado hasta mí por la brisa que conlleva el atardecer. Tomé su mano y la invité con la mirada. Serían varias noches de camino hasta llegar. No cabía detenerse puesto que ninguna sombra nos protegería del ardiente suelo que, a ciertas horas, se volvía insoportable, tal como esa piel áspera y sin vida que cargaba en mis espaldas, como un luto permanente y mal llevado. Transportaba el espacio de sus ojos, su cabello sucio y enredado por los años, y ese hedor insoportable que ya no olía a nada.

Debí permanecer oculto entre el follaje inexistente. Quemar mi piel y ahuyentar a los reptiles y a las águilas que merodeaban, cada vez más cerca. La idea resultaba inútil e impensable. Debía encontrar el pasadizo, la manera o el disparo. El tiempo ayer, o el de mañana, fugazmente se ordenaba de manera tal que no afectaba mi existencia pasajera. No hay más luz, le oí decir mientras observaba el cielo carcomido por las olas. No hay más luz, estoy cansada, completó con una gracia recurrente que me hizo romper en carcajadas, o en llanto, ya no lo recuerdo. Le expliqué que lo mejor era continuar hasta encontrar un sitio que nos permitiera observar las aves de rapiña, sin ser vistos por ellas. Las aves de rapiña observan mejor cuando está oscuro, terminé diciendo en voz queda, casi silenciosa. No hizo gestos de entender. Tal vez el sueño la había vencido.

Recordé otra vez aquella veta de la tarde; ese brillo opaco que era indicio ineludible del metal que resguardaba la salida. Tal vez mis ojos sirvieran menos que los suyos, pero aquel momento -en que su mano se ubicó sobre la mía- era la mayor verdad que aspiraba a comprender. No había nada que pensar, sólo el roce duro y desabrido de su piel muerta.

Busqué entre mis ropas aquel mapa que me había sido entregado en la ciudad. Lo abrí con una mano y con mi cuerpo lo oculté del viento y de la arena que se levanta en el desierto, cuando es de noche y se está solo y no se sabe a dónde ir. Debían ser cuarenta millas las que aún faltaban para completar el tiempo en este lado de las cosas.

Senté sobre mis rodillas ambos cuerpos. Proclamé injurias y maldiciones a los vientos y a los dioses que, cada tanto, recibían nuestra invocación. Esa noche, sin embargo, la respuesta fue la misma: un silencio deforme y una mueca de sonrisa estúpida que decepcionaba a quien tuviera el valor de enfrentarse a ella. La paciencia tiene un límite, proferí ya sin respeto. Si es necesario morir con dignidad, estoy dispuesto a hacerlo, reclamé a la niebla y al frío que no se molestaron en responder, ni siquiera con un temblor ligero.

La noche había llegado y nuestra piel, agotada por los años y la ambigüedad, se confundía entre las fauces y las babas de coyotes y alimañas, y los ojos fijos de las aves carroñeras que esperaban por su turno. No es nuestro final, alcancé a decir con el único objetivo de tranquilizarla, aunque ella ya durmiera, tal como hace años, con parte de su cuerpo encima de mi estómago, su boca expulsando las salivas rojas y la sangre seca, y esa intranquilidad constante que nos unía y separaba... Estamos juntos, ¿te das cuenta?, fue lo último que dije antes de caer y mezclarme con la arena que mostró el certero brillo de una explosión lejana.

Más allá, mezclados entre el horizonte incandescente y el silencio de los que ya se han ido, cuatro dioses -sin mirarnos a nosotros, ni entre ellos- repartían lo intangible, lo sagrado, lo eterno.

 

 

img: Obreros en la oficina salitrera Pedro de Valdivia, Chile. (foto: Raúl Salfate)

 
 

 

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