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ISOLDA Y EL ZAPATISTA
de "La mujer que se parecía a Sharon Stone"
RIL Editores, 2003.

Javier Campos


 

Since you've been gone,
I've been walking around
With my head bowed down to my shoes.
I've been living the blues
Ev'ry night without you.

[Desde que te fuiste
La he pasado solo y dando vueltas
Con mi cabeza gacha, mirando mis zapatos
He vivido muy triste
Cada noche sin ti]

(Bob Dylan)


I


Se llamaba Isolda y su apellido era italiano. Cuando la conocimos nadie imaginaba que iba a morirse ahogada en una playa de Oaxaca. Nunca se había acostado con un hombre ni tampoco con una mujer. Tampoco parecía tener la intención de buscarle zonas desconocidas a su dormida vida sexual.

Los latinoamericanos que la vieron por primera vez imaginaron que pronto se perdería en la vida norteamericana o haciéndose hippie o viviendo como gitana en Oregon con algún gringo de larga cabellera rubia. Sin embargo a Isolda, que era pequeña y además bella al extremo de perder uno el control con ganas de besarla, le interesaba (eso pensábamos todos) terminar su doctorado en literatura. Y más aún, para espanto de unos compatriotas suyos, los argentinos, ella quería escribir poesía. Pero que no pensaran, decía Isolda con su manera de decir todas las cosas, "que por gustarme la poesía yo tendré que saltar de cama en cama para aprender a escribir y transformar en imágenes las experiencias que tuve entre las sábanas".

-Pero, che Isolda -le replicaba Gustavo, el bonaerense- desde cuando aquí se ha sabido que la poesía se escribe encarcelada, y vos precisamente, con ese cuerpo perfecto pero encerrado en vestidos del siglo pasado... así jamás sacaras el Premio Nóbel.

Pero Isolda era de otra especie. Y ella también pensaba lo mismo. Detrás de esa calma, ternura, belleza, ella había leído (o parecía leer de otra manera) más que sus propios profesores de poesía latinoamericana en ese departamento de estudios graduados. Pero no sabía nada de teorías descontruccionistas ni postmodernas porque lo que más le interesaba era leer memorias de artistas. Eso. Memorias de artistas. O las que fuera, pero donde la historia no pasara por la mano de ningún escritor que interpretara los hechos. Quería saber qué tipo de desayuno tomaba Freud o Kakfta o si a Leopardi le daban ataques de mal humor cuando no bebía su té con limón. O si María Kodama sentía ternura cuando le sacaba los dientes postizos a Borges para lavarlos. O si a Simone de Beauvoir le producía compasión, cariño, indiferencia o fealdad cuando Sartre la miraba con un ojo hacia ella y el otro mirando hacia la derecha o hacia el techo. A Isolda le interesaba lo más mínimo y minúsculo de la cotidianidad. Esa que rodeaba a aquellos grandes artistas que ante la historia, los artículos de periódicos, ante incluso los documentales, parecían retratos de seres perfectos, intocados siquiera por alguna manchita de crema en la camisa, en el vestido. Decía, "porque poca o nula importancia se ha dado si a Gabriela Mistral se le afeaba el vestido, y se afeaba ella misma, ése que no se cambiada en tres días, o su chaleco lleno de manchas de cenizas de cigarrillo". Le interesaba pensar en cómo aquella cotidianidad se introducía en el arte. Por ejemplo una vez Isolda encontró en una edición perdida en la biblioteca de su universidad norteamericana una foto de Mistral. Allí aparecía encendiendo un cigarro con la mano derecha. En la izquierda un cigarro sin filtro. Intentó hasta con una lupa buscar la marca del cigarro que fumaba pero no la encontró. Luego se la imaginaba caminando a alguna tiendita de una esquina a comprarlos pero después se enteraba que Mistral vivió gran parte de su vida en una ciudad de Estados Unidos. "Seguramente la poeta chilena se metía a un supermercado común y corriente." De un detallito saltaba luego a unas conexiones increíbles.

-Y antes de entrar al supermercado por cigarrillos ¿Mistral se sentaría en algún banquito de un parque a fumarse el último que le quedaba, y mirar, hacia dónde? Picasso -pasaba luego Isolda a otros artistas y a nuevas cadenas de asociaciones que desesperaban a Gustavo- ese sí que fumaba como una chimenea. Por ejemplo, ¿en qué estaría pensando cuando pintó Las señoritas de Avignon? ¿Estaba realmente acordándose de esas putas parisinas de principios de siglo en las cuales se inspiró o qué? -Che Isolda -le decía Gustavo- te estás volviendo loca.

Pero Isolda continuaba mirando y meditando esos detalles imperceptibles y sin ninguna importancia para otros (menos para sus profesores de poesía latinoamericana). No exageraba cuando decía que no le interesaba acostarse con hombres o con mujeres para escribir poesía. Pensaba que los grandes genios siempre escribieron mirando mucho más la cotidianidad desnuda, simple, que buscando el origen profundo de la existencia humana o pasándose la vida en la cama. Así mismo lo decía.

Isolda se metía en recovecos y laberintos que sólo tenían sentido para ella. Le daban placer porque casi el cien por ciento de nuestras vidas, decía, es pura cotidianidad. Pasaba horas en eso. Buscando, por ejemplo, en un simple poema cuestiones que ponían de mal humor a su profesor norteamericano, quien era su consejero de tesis doctoral, un especialista en poesía latinoamericana en Estados Unidos. O a Gustavo, el argentino, que siempre le machacaba lo mismo una y otra vez.
-Che, Isolda, tenés que buscar la almendra política e ideológica en el poema, en la literatura en general, en lo que vos andás eso no tiene patas ni cabezas. Además, pensá que debés tener algún tema lógico para una tesis doctoral respetable y que te dará luego un trabajo seguro. Dejáte de pavadas, che Isolda, estudiá en serio.

Pero Isolda prefería el placer de quedarse horas pegada a una página de Rulfo, de Rosario Castellanos, buscando detallitos que el narrador metía en alguna descripción. O seguía marcando los interminable tipos de árboles que estaban por toda la obra poética de Octavio Paz. Pero los demás, incluyendo a su compatriota Gustavo, ni imaginaban lo que se movía debajo de esa hermosura que era Isolda. Por eso resultó siempre un misterio que ella hubiera sido tragada (al parecer) por las olas del mar en una costa de Oaxaca, en Puerto Ángel, exactamente en la playa de Zipolite. Uno de los lugares más calientes y bellos de México.

Una vez, mientras marcaba con un lápiz de carbón (nunca usaba ni tinta ni lápiz de pasta) unos poemas precolombinos que había recopilado el famoso investigador Manuel León-Portilla, rescatándolos éste de viejos manuscritos encontrados en el Archivo de Indias más unos testimonios que obtuvo de unos códices prehispánicos, Isolda creyó entrar a un lugar que antes no había encontrado en ninguna parte (su experiencia por el mundo era realmente muy corta). Allí leyó la historia de cómo unas hormigas encontraron el maíz. Era la leyenda indígena mesoamericana que explicaba el origen de aquel fruto. El que llegó a ser el alimento sagrado por miles de años de toda aquella gente. Había descubierto realmente el maíz pero eran las conexiones con aquel alimento que la llevaban y la traían (en el tiempo y en el espacio) como si estuviera sonámbula. Aquel trance alucinógeno (Gustavo pensaba que ella se drogaba en secreto) la llenaban de una acelerada sensibilidad por las manifestaciones humanas más simples. El descubrimiento le pareció un mundo intocado por la máquina moderna, por la tecnología, por el hierro o el plástico, por el teléfono celular o la televisión, por las luces del tráfico, por las linternas, por el reloj, por las calculadoras, hasta quizás por el cine y el Internet.

-Pará Isolda, te estás metiendo en otro de tus laberintos. Le repetía Gustavo por tercera o quinta vez. ¿Pero qué ves en unos granos de maíz? Te estás convirtiendo una lectora del choclo. Ni que fueras pollo o gallina detrás de unos granos. Pero Che, Isolda, ponéte seria.

El asunto es que para Isolda el maíz estaba asociado a un mundo elemental, mucho más complejo ("pero eso es una contradicción" le gritaba Gustavo) que el tejido andino o las ollitas de cerámica que encontraban los arqueólogos en las ruinas prehispánicas. Esa era su teoría. Sin embargo, por aquel descubrimiento no le vino por ese tiempo la idea de irse a vivir con artesanos de Oaxaca o de San Francisco ni menos se vistió de ropas de colores, de esas que visten las mujeres de Guatemala. Lo que pasó con ella es que la historia del maíz la hizo aun más contemplativa y mucho más hermosa (en la versión de Gustavo). Como si la meditación sobre un milenario pasado hubiera reforzado su belleza quedando congelada en el tiempo (también era la versión de Gustavo, pero "un poco más sofisticada, romántica y bien tirada de los cabellos", opinaban con ironía los otros sudamericanos). Para los demás, incluido uno que otro profesor de literatura latinoamericana en Estados Unidos, la transformación en una mujer distinta (los profesores aquellos omitieron la frase "más hermosa") les producía la más absoluta indiferencia. Ya estaban acostumbrados a ver los cambios entre los que llegaban a este país. Principalmente los que venían de lejanas tierras sudamericanas. Parecían descubrir aquí mismo el origen primitivo de todo. Bajo esos mismos análisis esos profesores vieron el cambio de Isolda. Es decir, con una gran apatía porque ya estaban cansados de ver transformaciones que no iban a ninguna parte. Al final, muchos que llegaron a estudiar a los Estados Unidos, especialmente literatura hispana -decían los académicos- "...se perdieron en la mediocridad, en la pura ilusión de que habían llegado al lugar original de Buda. O al principio de donde salía el agua de la vida aun cuando despreciaban la sociedad de consumo norteamericana. Y otros, los más ingenuos, llegaron convencidos que desde aquí escribirían los libros claves para sacar a Latinoamérica del atraso, de las dictaduras, del comunismo, del tráfico de drogas, de la horrorosa influencia de Disneylandia, del Pato Donald, de las hamburguesas ("pero che, no me digás que no son buenas", contradecía Gustavo), bueno, en fin, de toda la infinita dependencia que encontraban entre los países del sur con el país imperialista y consumista del norte". Así que aquellos profesores, después de esas reflexiones, no volvieron a pensar nunca más en la bella sudamericana que andaba tras el origen ( o los distintos colores) del maíz.

II

A Isolda, que poco o nada le interesaban las opiniones que sus profesores tuvieran sobre su vida privada o pública, le dio por visitar los mercados de los pueblos cercanos a Minneapolis. Los campos donde se producía un maíz de colores que jamás había visto antes.

-Es el maíz indígena- le dijo un mexicano indocumentado con el que se encontró en su primera excursión buscando los granos de colores.

El mexicano al verla tan hermosa, del color de la tierra, pelo castaño, jovencita, y llegar además con un huipil de Oaxaca (Isolda lo había comprado en una tienda de ropa usada, y bastante usada, a la que íbamos también todos nosotros: Goodwill o el famoso Salvation Army), no supo pues qué hacer el mexicano. Hacía tiempo que él trabajaba allí, perdido en unos campos sin ver más personas que gente rubia, altos como los álamos y grandes como vacas holandesas. La presencia de Isolda, que se le apareció de repente, caminando, con un bolsito hecho en Perú, pelo largo, era quizás lo mismo que sintiera el indio Juan Diego cuando se le se presentó la Virgen de Guadalupe en México, en diciembre de 1531. Es decir, quedó iluminado y a punto de quedar mudo para siempre. Ni el habla le salió por varios minutos mientras Isolda en tanto le hacía varias preguntas. Ésas que sólo a ella se le ocurrían.

-¿Hay por aquí elotes del color de las uvas negras o del color de las naranjas o del pasto seco? A lo mejor Ud. es de otro país porque tiene ojos muy negros y unas pestañas largas pero que miran el suelo.

Después de un rato, el mexicano, tartamudenado, emitió dos frases más.

-Soy mexicano. De Chiapas.

El argentino Gustavo dijo que por ese encuentro el mexicano dejó el trabajo de pasársela sacando mierda de los establos en aquel campo. Y nadie supo cómo se fue a Minneapolis siguiendo a Isolda luego de esa coincidencia entre ella y él donde realmente habló tres frases exactas porque había sufrido un chock muy fuerte con la presencia sorpresiva de la argentinita. Así comenzó el inesperado cambio sicológico del mexicano. Quizás fuera porque ella le remeció una cuestión que tenía dentro. Acumulada por tres años de estar allí. Trabajando de ilegal, lejos de su otro paisaje, de aquella lejana región llamada Chiapas. Es que por muy bonitas que fueran las mujeres aquí (la verdad es que nunca le hablaron porque era chaparrito y de piel muy oscura), la presencia de Isolda casi lo hizo llorar de nostalgia. Apenas hablaba inglés. Su patrón gringo casi le daba las instrucciones por señas. "Me estoy quedando mudo en este país", le había dicho a Gustavo cuando le preguntó dónde vivía Isolda. Por eso es que el argentino sabía muchos detalles de la vida de ella, no sólo desde el comienzo, cuando le vino la pasión por el elote prehispánico, sino también cuando comenzó la otra historia, la que se inició al ver a un mexicano bajito y color chocolate en su oficina, el que comenzó a llorar allí mismo, bien despacito, por algo que no entendía muy bien. Gustavo lo calmó un poco y le dijo donde vivía Isolda. Pasó meses siguiendo a la bella argentina. Incluso hasta la muerte de ella. Cuando desapareció en una playa solitaria de Puerto Ángel. En la candente Oaxaca.

El mexicano se mudó cerca del apartamento que arrendaba Isolda. Casi a dos cuadras. Por ahí se arrimó con otros mexicanos ilegales que trabajaban ocasionalmente en cualquier cosa. Algunos lavando platos en restaurantes mexicanos, italianos, chinos o japoneses. Logró que lo aceptaran en una casa donde había diez de ellos. Su única pertenencia valiosa para él era un saco de dormir descolorido que sin duda había estado en los lugares más insólitos del planeta como en las montañas peladas de Tijuana por donde cruzó al lado norteamericano. Además tenía los más increíbles olores de otros tantos lugares donde le tocó trabajar trece horas diarias, agachado, recogiendo tomates, alcachofas o arriba de los árboles de almendras en el Valle de San Joaquín en California. Era el saco de dormir más sucio de la historia de las emigraciones ilegales, le dijo Gustavo al verlo por primera vez en su oficina, con su atadito de cosas. Lo único que poseía en este país era ese saco de dormir y una mochila más descolorida aún, llena de cosas insignificantes como baratijas de plástico, algún perfume de 3 dólares, una radio con audífonos, unos casetes de música ranchera ( dos de Selena, uno de Los Tigres de Tijuana) y otro de los boleros famosos cantados por Luis Miguel, dos rasuradoras desechables, ropa barata de tiendas como K-Mart o Sears , una chaqueta de segunda mano de algún equipo de fútbol norteamericano, y una libretita de direcciones para enviar dinero a Chiapas. Esas eran todas sus pertenencias así que en un rincón de aquella destartalada casa se instaló. "La casa de los diez", como le puso Gustavo, porque la arrendaban diez ilegales, repartiéndose el alquiler de los 1000 dólares al mes.

La casa no tenía agua caliente porque el dueño de la propiedad era un hindú muy vivaracho y no quería invertir dinero en reparar los "detallitos insignificantes", decía. Sabía que sus arrendatarios eran mexicanos sin documentos y no le reclamarían por nada. Le daba igual si aceptaban o no porque había mucha gente parecida (decía que había diez u once millones de ilegales en el país) y no tendría problemas en arrendarla al precio que quisiera. El hindú como sabía con quienes trataba, el primero de cada mes estaba golpeando la puerta para cobrar sus 1000 dólares. Y los quería en dinero cash, en efectivo. Además les hacia un gran favor que tuvieran un techo donde descansar después de trabajar como animales 13 horas diarias, 6 días a la semana. Por ese lado el propietario, que podría haber pasado por un mexicano de verdad pues tenía el mismo color de piel que sus arrendatarios, pensaba que él tenía un corazón bien caritativo. Nunca los denunció al departamento de Inmigración porque sabía que su jugoso negocio se le iría al carajo. De vez en cuando aparecía con algún sillón viejo encontrado en la basura, mostrando así su generosidad y quizás para amueblar un poco aquella fea casa de tres pisos. Los ilegales se decían entre sí.

-Ya viene otra vez este cabrón del hindú con más pinches cucarachas que deben venir escondidas en su pinche sofá.

Allí se acurrucó el mexicano con su saco de dormir que parecía un nido gigante. Lo instaló al lado de una ventana de donde podía contemplar las entradas y las salidas de Isolda, la bella. A los pocos días les dijo a los diez -que a parte de los cinco mexicanos, dos eran de Guatemala, uno de Chile, uno de El Salvador y uno de Nicaragua- que él era de Chiapas. Ahí mismo le endilgaron el sobrenombre de "zapatista". Y así quedó. Con el pasar de los meses nadie sabía qué nombre y apellido verdaderos tenía el "zapatista". Después de la muerte de Isolda, algunos diarios de México lo mencionaron pero la noticia la publicaron de esta manera: Hay un detenido que se apoda "el zapatista" pero al parecer nada tiene que ver con el levantamiento guerrillero en Chiapas. Fue arrestado en las cercanías de la playa de Zipolite, Puerto Ángel, Oaxaca, y hasta ahora es el único testigo ocular y sospechoso de los hechos ocurridos con una bella mujer argentina desparecida (presumiblemente ahogada, asesinada o violada) en esa playa nudista. A la referida playa concurren muchos turistas europeos, y también mexicanos a ver a las mujeres rubias desnudas ("en cueritos", es la frase popular allí), para sacarles fotos a escondidas que luego venden a algún empresario degenerado quien las pone en la Internet. La playa Zipolite fue en los años 60 un centro bien concurrido por el hippismo nacional e internacional. Es posible que el extraño caso pueda estar conectado a una larga cadena que involucra el tráfico de huevos de tortuga y la venta ilegal del mezcal porque al zapatista se le encontró una libretita con direcciones en Estados Unidos, unos dibujitos de tortugas y tortuguitas, más una botella a medio vaciar de ese alcohol fabricado ilegalmente.

III

El zapatista había llegado hacía dos años y medio a Estados Unidos. Cruzó por el paso de Tijuana. No quiso irse por el desierto de Arizona, como le dijo un pollero, esos que cruzan por 500 dólares o más al otro lado. Era de San Cristóbal de las Casas en Chiapas. Trabajó allí desde los 10 años para un cacique en una finca de café que le pagaba un dólar y medio al día. Ninguno de sus cinco hermanos y dos hermanas se querían quedar por allí, menos aún con la tensión militar que había en los alrededores a causa del levantamiento del Ejército Zapatista desde enero de 1994. La pobreza aguda, y la nueva incertidumbre, estimulaba a que muchos se fueran o a las maquiladoras del norte o cruzaran a Estados Unidos donde pagaban 5 dólares la hora. Una hermana ya se había ido a través de una empresa que contrataba mujeres jóvenes para las maquiladoras de Ciudad Juárez. La empresa ofrecía distintos lugares, y les explicaban dónde les gustaría trabajar o si en las maquiladoras de Tijuana, Agua Prieta, Ciudad Juárez o Ciudad Acuña. Hasta fotos y mapas les mostraban para que eligieran como si le estuvieran ofreciendo gratis distintas casas bonitas con jardines muy verdes. Preferían las que eran jovencitas y las que no estuvieran embarazadas. La empresa les hacia un chequeo antes de contratarlas. Debían dar una muestra de orina, pero la orina tenía que darse personalmente. La empresa tenía todo eso bien preparado: andaban con un baño portátil y las proveían de vasitos de plástico. Luego era cosa de elegir y firmar y se las llevaban con los gastos pagados de bus, comida, por tres días de viaje, y allá las instalaban en unos cuartuchos.
-Eso es por mientras tanto -le decían- luego luego ya con tantito dinero que ganarán si hasta se podrán comprar su propio departamento. Allá la vida es mejor que aquí. Y Uds. no quieren pasar su juventud en este lugar que no tiene futuro. Y ahora con los zapatistas que están revolviendo más la cosa. Allá ganarán un dólar veinte centavos la hora lo que aquí ganan en dos días, si es que aquí encuentran trabajo. ¡Ya, vénganse con nosotros al norte!

A su hermana la encontraron tirada en un basural de las afueras de Ciudad Juárez. Primero la habían violado y luego la apuñalaron. El zapatista supo en detalles las historias de esos asesinatos que ocurrían allá en las maquiladoras escuchándoselas luego al pollero que lo iba a cruzar al otro lado, por el paso de Tijuana. Había muchas pandillas de marginales -le contó- quien sabe por qué. Quizás porque no aguantaban el desprecio de tanta mujer joven allá en las maquilas. Es que se habían puesto muy independientes. Ganaban su dinerito y ellas mismas elegían qué hacer con él y elegían a los hombres ya para conversar, bailar o lo que fuera. Se vestían al estilo gringas, con mucho maquillaje, vestidos o pantalones de moda. Tomaban pastillas para no quedar embarazadas y eso volvía locos a los mexicanos que creían eran putas y andaban de cama en cama. Entraban en grupos a los bares y se reían, tomaban sus cervezas, y hasta bailaban entre ellas en la pista. Allí los mexicanos más machos no aguantaban ese desprecio, ese cambio de las mujeres mexicanas, decían. Si las sacaban a bailar, ellas miraban primero y si no les gustaba pues le daban la espalda. Había mucho hombre despreciado por esa nueva actitud de las mujeres que además eran tan jóvenes y bonitas, pero que ya no agachaban la cara ni la voz a nadie. Así fue que algunos no soportaron el desprecio y por ahí comenzaron algunas pandillas a pintar una cruz color rosada en las paredes de Tijuana para señalar la repulsión a ese tipo de mujer. El color rosado simbolizaba esa muchachita joven, fresca, bonita. La cruz, en cambio, era la muerte. Se dice que tres mujeres están muriendo así cada fin de semana, especialmente o viernes o sábado. Aparecen masacradas, semienterradas en algún basural. Generalmente las encuentran vestidas con su mejor ropa, maquilladitas, y aun con un perfume de la noche anterior, entonces se nota luego luego que a la mujer la asaltaron después de salir de una discoteca. También las esperan a la salida del turno de las 3 de la mañana durante los días de trabajo.

Así fue como supo en detalles lo que le había ocurrido también a su propia hermana de 16 años, la que se había ido de San Cristóbal de las Casas hacía 9 meses a una maquiladoras de Ciudad Juárez. Por eso el zapatista no quiso ni intentar trabajar en ninguna maquiladora ni menos pasar por ese lugar. Se fue a Tijuana directo. Otros de San Cristóbal de las Casas partieron con otro pollero pero por el desierto de Arizona. De los cuarenta que cruzaron, y luego que los dos polleros los dejaran abandonados a su suerte, llevándose el dinero que les pagaron para que los cruzaran, todos caminaron a ciegas, sin agua, por quince kilómetros y con una temperatura de 45 grados. Catorce murieron por el calor. El resto pudo salvarse porque los vio un helicóptero de la inmigración norteamericana. El zapatista pensaba que el no haberse ido por el desierto de Arizona a Estados Unidos sino por Tijuana, alguien le había salvado de morir achurrascado por el sol, como una papa frita, sin una gota de agua, al igual que esas películas que pasaban en la tele donde se veía que algunos morían por el calor y otros, los más afortunados, alcanzaban el otro lado. El lado de la buena vida y del abundante dinero. Pensaba que fue su propia hermana muerta quien lo estaba cuidando y le enviaba señales. De eso estaba cada día más seguro por eso vio a Isolda como si su propia hermana se la hubiera enviado para decirle algo. Por eso es que comenzó a seguirla.

IV

Gustavo, y los mexicanos que vivían esa casa del hindú, pensaban que el zapatista estaba chalado del mate. Que en cualquier momento le iba a hacer algo a la bella Isolda por eso ni le preguntaban por qué la seguía desde lejos, espiándola. No querían meterse en líos cuando llegara la policía o el FBI indagando por qué el zapatista mató a la bella argentina y a ellos los acusaran, además, de ser cómplices junto con devolverlos inmediatamente a México por estar de ilegales aquí.

Pero el único que le hablaba en esa casa era otro indocumentado. Venía de Nicaragua. También era prieto como el zapatista. Tenía el color del chocolate. Se le acercó a conversar cuando él estaba pegado como siempre a la ventana, un domingo aburrido, donde nadie tenía mucho que hacer. Algunos se habían ido a un parque que quedaba a veinte cuadras, caminando, a jugar fútbol o a sentarse, mirando como pasaban los autos grandes, las motos brillantes Harley Davidson, las mujeres que los contemplaban de reojo como si ellos fueran estatuas. O sea, miradas frías e indiferentes. Algunos se compraban helados de un camioncito de colores que tintineaba. Otros con el helado en la boca seguían con la mirada a una mujer rubia, chupeteándolo morbosamente, encandilados, hasta que la mujer se perdía en una calle. Y luego vuelta a lo mismo. Después de estar pegándole a la pelota, sin camisa, sin zapatos, gritando en español, partían de vuelta a la casa pero antes se metían a un MacDonald's a comerse cada uno dos hamburguesas gigantes, papas fritas y coca cola. "Ay, la chingada" , decía uno, "ya me quedé lleno". Otras veces - cansados ya de las mismas películas cursis mexicanas que pasaba una y otra vez el canal hispano Univisión- algunos se arrendaban videos pornos y los domingos en la noche se la pasaban pegados a la pantalla, tomándose sus cervezas Coronas y con la otra mano se manoseaban el miembro erecto entre los pantalones. Al zapatista poco le interesaba quedarse mirando los videos. El impacto del asesinato de su hermana, historia que nadie sabía ( tampoco nunca se la contó a Isolda), lo había dejado en un mutismo permanente. Algunos pensaban que debajo de el zapatista se escondía un asesino en potencia.

Ese domingo cuando no había nadie en la casa, Aarón, el nicaragüense, le preguntó.

-¿Y qué es que miras tanto por la ventana, buey?.

-A Isolda -fue la respuesta corta desde su saco de dormir. Con la sola cabeza afuera parecía un pájaro más grande de lo común en aquel nido de lana, sucio, descolorido y maloliente.

-Al verte mirando por la ventana me acordé también de Jesusa- dijo el nicaragüense y le contó la historia porque quería platicar con alguien o que otro le escuchara hablar.

Yo tuve una novia "esquinera" que me encontró muy calladito y luego se regresó a México y no la he visto nunca más. Tú sabes, "los esquineros", esos que se paran en las esquinas de alguna parte para ver si algún gringo te recoge y te lleva por el día para que le limpies la casa, le saques tanta mierda que tienen en los garajes, le cortes las hojas de los árboles. Ella era esquinera. Yo ya había dejado ese trabajo y tenía uno más estable. Lavaba platos en el mismo restaurante italiano donde sigo trabajando ahora. La conocí en un Dunkin' Donuts. Allí iban a parar después de las 3 de la tarde muchos esquineros. Pues a tomarse un lonche con dulces, comer donats, le decían, y jugo de naranja. Allí cualquiera se daba cuenta que éramos todos o mexicanos o guatemaltecos. "Mexicans", nos decían. Tan requete morenos y chaparros. Pero ellos andaban vestidos medios gringos y medios punk. Eran un poco más jóvenes que yo y esperaban ganar mucho más dinero que en México. Eran buenos cuates. Siempre haciendo bromas, como si trabajar desde las 7 a las 4, como animales, haciendo los trabajos más sucios, les importara mucho. Pero todos nos parecíamos en lo mismo: queríamos los buenos dólares. Jesusa estaba entre ellos y me llamó la atención porque era la única mujer del grupo. Todos ahí la trataban bien. "¿Y cómo es que te pusieron Jesusa?", le dije un día allí con los cuates en el Dunkin'Donuts. "Así se llamaba mi abuela allá en Chihuahua", respondió. "Ay, Chihuahas", dijo otro cuate y todos casi se tiraban al suelo riéndose de mí, del nica que no sabía nada de México. Apenas unas cuantas películas de rancheros había visto. Jesusa andaba pues con una foto de una pintora que se llamaba Frida. "Dicen que me parezco a ella por eso me gusta llevarla. Además conocí su casa en Michoacán. La Casa azul. Vi su cuarto. Ella pintaba de espaldas en su misma cama, aún con el dolor terrible en su espalda. Ella tuvo un accidente cuando joven que casi le quebró toda su columna". Y me contó una historia también de un hombre gordo al que le decían "el sapo". Era Diego Rivera. Por Jesusa conocí México pues, casi no más por las historias de ella. Ganas de escuchar la voz de una mujer que me hablara en mi lengua. Eso muy pocos lo entienden. Ya te comprendo que andes detrás de la argentina aquella y que tenga una voz tan bonita al hablar. Pues yo me quedaba escuchándola no más a Jesusa. Y en un Dunkin's Donuts. Qué chingada. A través de su voz me llevó a otros lugares como La Pirámide del Sol. Yo sólo con esa frase me imaginaba muchas cosas. Me hablo de una mujer llamada La Malinche. "Pero yo no soy una Malinche", me dijo cuando nos besamos después de tres meses de vernos, y yo no entendí nunca esa frase de que ella no era la Malinche. Otra vez me contó que cuando era muy niña había visitado a unos parientes en las costas de Oaxaca. Allí había visto cientos de tortugas en una noche oscura, alumbrados con una linterna a la que le ponían un papel rojo para que no se expandiera la luz y no las despistaran. Había visto llegar tortugas, miles de tortugas a dejar sus huevos en un hoyo que ellas hacían en la arena. Cincuenta días después salían de esos hoyitos miles de tortuguitas, corriendo apresuradas por la playa hacia el mar. Se iban derechitas al agua como si tuvieran miedo de la arena caliente. Veinte años después volverían esas tortugas ya muy grandotas, después de recorrer el mundo debajo del mar, cansadas, a dejar en la misma playa de donde salieron pequeñitas, a poner ahora sus propios huevos. Depositarlos cerca del mismo hoyo donde nacieron, sacándolos despacito, 150 huevitos, en un perfecto agujero de arena. Jesusa si sabía contar las cosas. A la salida del Dunkin nos seguíamos besándonos, parados, afirmándonos en la pared. Nunca pasó nada más. Los otros nos miraban riéndose y siempre haciendo chistes los cabrones. Pero Jesusa desapareció un día. Lo supe porque nunca más volvió con el grupo a tomar jugo de naranjas ni a comer donats. Otro cuate me dijo "... Jesusa no es de Chihuahua sino de Otatitla. Te estaba chingando no más. Se tuvo que ir porque tenía dos hermanas menores que se habían ido a trabajar a las maquiladoras de Ciudad Acuña. Cada quince días llamaban a su mama desde allí. ¿Tú no sabías que Jesusa tenía un hijo? Así tan jovencita, sí, tenía un niño, por eso andaba por aquí buscando dólares pero se regresó porque la criatura, que se quedó con su hermana en las maquiladoras, le vinieron ataques epilépticos y allá no había quién lo cuidara. Su otra hermana trabajaba en la noche y a veces le venían ataques al pobrecito cuando ella no estaba. Es que se tiraba al piso y con los temblores se pegaba con la puerta, con la cama. Cuando Jesusa llamó a Ciudad Acuña, hace una semana, le contó su hermana eso y se tuvo que regresar e irse con los dólares que tenía ahorrados. A lo mejor Jesusa va a tener que volver a la corta de caña y volver a ganar el pinche dólar y medio por día allá en México. Y tampoco ni soñando podrá irse a las maquiladoras, que pagan mucho más, porque es difícil trabajar si una mujer tiene hijos y lo peor es que ya no se consigue nada si la mujer está preñada."

-Esa es la historia de Jesusa pues zapatista.

V

Seguro que el zapatista había escuchado enterito el cuento del nicaragüense. Es que a él también le gustaba escuchar relatos. Y la historia de Jesusa se la contó a Isolda unos de esos días libres en que tenía tiempo para perseguirla. Isolda ya sabía de la persecución y no le dio la importancia que le dio Gustavo u otros compañeros de su universidad, y hasta algunos profesores de literatura latinoamericana (varios ni querían saber del mundo que se estaba creando ni menos en el que se estaba metiendo la estudiante sudamericana). Estaban seguros que el zapatista o la iba a violar o la iba a convencer de algo donde todo terminaría como en las películas sobre la frontera entre México-EEUU: trabajando para algún cartel de la droga. Además como sabían de aquella casa de 10 ilegales, donde también vivía el zapatista, la imaginación más depravada se agitaba y crecía entre los que veían a los ilegales como seres llenos de pura animalidad subdesarrollada, ansiosos de dinero y siempre con las ganas de violar a una gringa. Los veían como personas solitarias que habitaban, igual que estatuas olmecas, los parques norteamericanos y, para colmo, no entendían ni una palabra de inglés. Isolda escuchaba todos esos comentarios pero como tenía otra forma de enterarse de la cotidianidad luego los olvidaba.

-Sos una ingenua Isolda, che, el zapatista parece un depravado mental. Yo que tú llamo a la policía para dejar constancia del tipo ése-. Eran las repetidas frases de Gustavo pero por otro lado le gustaba conversar con el zapatista, escuchar historias de ilegales o reírse de los chistes picantes y colorados que contaban los arrendatarios de aquella casa.

Fue en una de esas persecuciones del zapatista, que no iban mas allá de sentarse pasivamente a su lado, como si fuera una animalito indefenso, y mientras se tomaban juntos un helado en un parque, es como Isolda se enteró de toda la historia de Jesusa. También del cuento de las tortugas. Pero el zapatista se lo adornó con mucho más detalles pues conocía perfectamente el mundo de esos animales acuáticos de las costas calientes del Caribe Atlántico o de la costa del Pacífico, en las playas de Oaxaca. Isolda después de la historia sacó un papelito y comenzó a dibujar una playa a oscuras, unas tortugas como ella se las imaginaba y unos hoyos en la arena, llenos de huevitos.

-Los huevos son del tamaño de una pelotita de pin-pón- le explicó él.

También dibujó muchas tortuguitas corriendo hacia el mar. Dobló las hojas cuidadosamente y las guardó en su cartera de lana andina. Luego se quedó mirando algo distante mientras el zapatista la contemplaba comerse el resto del helado con una cucharita de plástico. Se la quedó mirando como si de repente el zapatista se hubiera quedado sonámbulo para toda la vida. Igual a la actitud que adoptaba casi siempre el chileno ilegal que también vivía en la casa y no hablaba con nadie. El que solía quedarse apartado de los demás porque creía no tener ninguna conexión con los otros.
El chileno cayó en esa casa porque conoció al nicaragüense en la cocina del restaurante italiano donde ambos trabajaban: en la lavadora y en la secadora de platos. Uno los metía a la lavadora y el otro luego los pasaba a la secadora. Por ocho horas estaban juntos, seis días a la semana. Hasta a mear partían los dos porque a ambos les tocaba el mismo recreo de 15 minutos. Y comían siempre el mismo menú que les daba gratis el restaurante en el almuerzo y en la cena. Hasta se llevaban las mismas sobras a la casa. El nicaragüense, mientras lavaban montañas de platos, le dijo que había conocido algunos chilenos en Managua. Había sido amigo de uno que estuvo en el ejército Sandinista.

-Se quedó a vivir allá pero con una mano de menos. "Una bala de los hijos de puta de los contra me la tumbó", decía. Con la otra mano vendía boletos de lotería en las calles de Managua. Tú, chileno, ¿sabías quiénes eran los Sandinistas?- le preguntó.

El chileno no tenía idea quiénes habían sido ni los contras ni menos qué mierda tenía que hacer un chileno allá en un ejército en un país que le costaba imaginar. Apenas tenía 23 años. Era incapaz de visualizar El Salvador, América Central o México mismo (lo único que conoció fue Tijuana para pasar como ilegal lado norteamericano). Pero se hicieron amigos o al menos era con el único que hablaba un poco. Una amistad nacida entre el vapor de los platos y una variedad ollas calientes en un restaurante de comida italiana. El nicaragüense fue quien lo llevó a la "casa de los diez".

-Pagarás muy poco, pero la casa tampoco es un palacio. Es de un hindú hijo de puta que al menos no nos denuncia a la migra, el pinche cabrón.

El chileno venía de una ciudad lejana de América del Sur. Un lugar llamado Santo Tomé que a los centroamericanos y a los mexicanos no les decía nada. Además como lo veían siempre medio abrumado y solitario para ellos aquel lugar era aún más invisible. Se quedaba los domingos escribiendo en un cuaderno o en algunas hojas que acumulaba y luego las enviaba todas juntas por correo a su lejano Santo Tomé como si quisiera despojarse de pensamientos, sueños, pesadillas, desesperanzas acumuladas en 14 meses de ilegal. De vez en cuando enviaba 50 dólares vía Wester Union más diez dólares por el envío. Todo eso lo sumía en otra tristeza de estar haciendo dinero como animal, sudando cerca de una secadora de platos de un restaurante y más encima le cobraran tremenda cantidad por enviar una mierda de dólares. Nadie sabía a quién enviaba el dinero como tampoco a nadie le importaba para dónde iba el dinero de los otros. Era mejor enviarlo porque no había tampoco como ahorrarlo y sin documentos ningún banco aceptaba a ilegales como clientes.
El chileno tenía un defecto físico. Tenía un pie equino y cojeaba de una pierna. Inmediatamente los otros le pusieron "el cojo chileno". No le preocupó como le llamaran porque sabía que esos "huevones" son más miserables que yo, le decía a veces al nicaragüense. El zapatista desde su nido descolorido y sucio le gritaba.

-No le hagas caso a esos pinches cabrones, mano.

Pero el chileno no tuvo el aguante para quedarse ni a vivir ni a trabajar en este país. Quién sabe si fue al conocer a Gustavo que le vino una tremenda vergüenza de ver a un vecino argentino en una posición envidiable: estudiante graduado, becado por el propio gobierno gringo y viviendo en un apartamento de estudiantes casi parecido a los del "barrio alto" de Santiago de Chile. Y para rematar, el argentino era buen mozo, se vestía muy bien y era tan joven como él mismo pero Gustavo irradiaba salud por todas partes. Eso último lo sintió como un aerolito cayéndole sobre su cabeza porque se vio por primera vez bastante desmejorado físicamente. "Por la mala alimentación y el trabajo de mierda", decía. Se le estaba cayendo el pelo ("¡a los 24 años!, me lleva la chingada", expresión que aprendió de el zapatista), y los dientes se le iban pudriendo lentamente. Lo otro que lo dejaba más deprimido era la ironía que usaba Gustavo con él. Era mortífera y cruel. A lo mejor lo hacia para hacer reír a los demás (lo llamaba "el cojo pelado"), pero no podía soportarla más. Lo que hizo colmar el vaso fue cuando conoció a Isolda.

-Chileno, te voy a presentar a Isolda, la argentina- le dijo el zapatista.

Isolda, quien era también la ternura misma que caminaba en forma de una bella mujer, le dijo al chileno.

-Te encuentro calladito, chileno. Cuando niña mi padre me llevó a Santiago de Chile y luego hacia el sur. Yo creo que recuerdo ese lugar llamado Santo Tomé. Era un pueblo al lado del mar y para llegar al pueblo y a la playa había que bajar un cerro que tenía la forma de caracol.

Mientras le decía todas esas cosas, Isolda lo miraba directo a los ojos, a todo su rostro, como quien mira dulcemente a una persona que está muy triste. Con compasión y afecto. Se dio cuenta que el chileno no quería sonreír porque tenía los dientes casi deshechos. Cuando se despidieron, Isolda lo besó en las dos mejillas. Cosa que no hizo nunca con el zapatista. No pasó una semana y el chileno ya había desaparecido de la casa. Hacía muchos meses que ninguna mujer le había mirado, hablado, ni menos tocado de esa manera. Isolda podía haber sido chilena, se decía, mientras metía despacito sus pocas cosas en una mochila más pequeña que la del zapatista.

-Parece que el chileno desapareció para siempre- le dijo a Isolda

-Yo sabía que se iba a ir de esa casa. Los chilenos no son como Uds. Parecen más reconcentrados. A lo mejor es que viven muy al sur del planeta. En el sur del mundo la gente vivimos más en silencio. Calladitos. Juntitos. Encerrados por la Cordillera de los Andes y no ardiendo todos los días con la luz tropical y húmeda de México o de El Caribe ¿Sabías eso tú?

Era la segunda vez que el zapatista se quedaba mirando a Isolda como un sonámbulo. En esa actitud insólita, parecida a la de una estatua, comenzó a compadecerse del chileno. Pero ya era muy tarde porque sabía que no lo iba a ver nunca más en la vida. A nadie tampoco le importó que se hubiera ido sin despedirse de los otros.

-Esta "casa de los diez" podría llamarse "Hotel El olvido"... Y el chingado chileno ni siquiera se despidió de mí- fue lo que dijo el nicaragüense un poco acongojado.

VI

Cuando llegó el verano a Minneapolis, Isolda se preparó para viajar a Oaxaca. Gustavo, como siempre, le dijo.

-Isolda, che, pero ¿por qué te vas a ir meter al infierno mexicano? Sos bonita y cuando te vean sola de seguro te van a violar.

Isolda le sonreía. Las advertencias del argentino le pasaron por sobre la cabeza como un avión supersónico. Era el tiempo también que los profesores se desentendían de todos sus estudiantes por eso no supieron el destino de Isolda hasta tres meses después. El zapatista supo por Gustavo de los planes de la argentina y averiguó cuándo se marcharía a Oaxaca. Isolda ya tenía bien pensado cómo llegar a Puerto Ángel y de allí irse a la playa de Zipolite. Tres días después, en un mes de julio, cuando Isolda se fue a México, el zapatista dejaba para siempre la "casa de los diez". Y para no hacer lo mismo que había hecho el chileno al irse misteriosamente, él se despidió sólo del nicaragüense porque pensaba que era él causante indirecto de los planes de Isolda cuando el nica le contó la historia de Jesusa y luego se la recontó a Isolda agregándole otros detalles. "Además", decía el zapatista al nicaragüense, "de tanto seguir a Isolda ya parece que mi destino es andar detrás de ella. Además me quiero volver a México. Yo nunca seré de por aquí".

***

El zapatista despertó cerca de las nueve de la mañana. Ya comenzaba a subir rápidamente la temperatura, incluso durmiendo en la hamaca, con traje de baños, y cerca de la misma playa. También Isolda había arrendado una hamaca por tres dólares diarios en el porche de ese restaurante de una familia que se ganaba la vida alquilándolas, y por la mañana ofreciendo desayunos a cuatro dólares, incluyendo tortillas, frijoles refritos, jugo de frutas y café negro de olla. Al no encontrar a Isolda en la otra hamaca, saltó el zapatista a ver si ya estaba tomando desayuno. Nadie la había visto. Alcanzó a distinguir uno de sus huaraches en la arena, cerca del agua. "A lo mejor se está bañando", iba diciendo el zapatista hacia el zapato abandonado. Antes de llegar al huarache se encontró con su vestido. Al lado estaba su traje de baños y la bolsita andina donde guardaba sus cosas más necesarias: su pasaporte, un pasaje usado de avión, una libreta de direcciones con teléfonos, una cajita de madera donde tenía diez granos de maíz con diez mezclas de colores distintos, dinero y una tarjeta visa gold. Y un sólo libro. Muy subrayado. Era el de Adolfo Bioy Casares, La Invención de Morel. También dentro había una libreta más grande donde escribía sus pensamientos mezclado con versos de distintos poetas. Tendría escrito cerca de doscientos. Y dentro de la libreta estaban las hojas (bien dobladitas) que dibujó cuando el zapatista le contó la historia de Jesusa.

Pero Isolda no se veía por ninguna parte. Se sentó en la arena por si aparecía de algún lado. Pasó tres horas así. De vez en cuando releía lo que Isolda había escrito en una de las hojas con los dibujos que hizo de unas tortuguitas corriendo al mar: "Si el sol es muy fuerte y calienta mucho el hoyo con los huevos de la tortuga, las tortugas serán hembras. Si en el hueco la temperatura es muy baja, serán tortuguitas machos". Parecía que se iba poniendo cada vez más oscuro por el sol que se le resbalaba como una estrella de fuego por la espalda, la cara y por el pelo azabache. "Ojalá que no sea lo que yo pienso", se dijo después de esas tres horas mirando la lejanía del océano y releyendo el papelito. Miraba tratando de entender un punto lejano que parecía ver y le causaba curiosidad. Como si fuera un zapoteca mirando asombrado hace 500 años atrás como pasaba lentamente una flota de barcos españoles rumbo a Baja California. "Ojalá que no sea cierto", se dijo por última vez cuando escucho detrás suyo la voz de los dueños del restaurante.

-¿Así que todavía no aparece la señorita argentina, zapatista? -le preguntaron.

-No pues, ni que se la hubiera tragado el mar- fue lo único que respondió.

Llegaron a eso del medio día unos camiones policiales porque aún no había señales de Isolda. Se empezó a juntar gente en el modesto restaurante que arrendaba hamacas a los turistas por tres dólares diarios. Había bañistas. Los más eran hippies europeos que se la pasaban allí todo el día desnudos. Tenían la piel casi tan oscura como la del zapatista porque algunos llevaban años viviendo en esa playa, lejos del mundanal ruido de las ciudades del viejo mundo como si todos hubieran regresado y reconstruido en Zipolite el paraíso original. No se veía norteamericanos porque ellos preferían Acapulco, Cancún, Puerto Vallarta o algún Private Club que era el lujo indescriptible, algo así como un hotel siete estrellas, lo mismo que había en Miami. No, ninguno de esos buenos hippies tampoco habían visto a Isolda aquella mañana. Menos por el pueblo. Ni siquiera tomar un bus o taxi hacia la Ciudad de México, Chiapas o Guatemala. Nadie había visto a ninguna mujer sola, bajita y hermosa por ninguna parte

-Ya - dijeron los policías- esto se puso pinche de feo.

Los oficiales creyeron, después de la investigación, que ella o se había ahogado o podía haber sido raptada, violada y asesinada. Podría estar ahora tirada entre medio de la tupida vegetación que por kilómetros se encontraba en la larga costa del pacífico de Oaxaca. Mientras unos buzos se fueron a ver si podían hallar algún cuerpo por alguna parte del mar o por la parte más rocosa de la playa, otro grupo se adentraba entre las palmeras, las plantas de agave y la espesa vegetación para ver si se topaban con algún cuerpo masacrado o algo parecido. En tanto el zapatista quedó inmediatamente como sospechoso porque tenía todas las pertenencias de Isolda al ladito de él, en la arena, como si estuviera esperándola salir del agua o lamentándose de haberla ahogado después de violarla (eso era lo que pensaban los policías creyendo haber resuelto rápidamente el caso). Por eso apareció, dos días después, en el periódico La Jornada de Ciudad de México, el anuncio aquél que describía al zapatista como sospechoso principal y también lo asociaban con algún posible cartel de venta de huevos robados de tortuga, tráfico de mezcal y secretas conexiones con los Estados Unidos (esto último lo dedujeron porque había pasado tres años de ilegal en aquel país).

Pero finalmente soltaron al zapatista porque no pudieron probar todo lo que antes decían del él. No quiso volver nunca más a Estados Unidos ni menos intentar cruzar otra vez la frontera. Se fue a vivir a la playa donde había desaparecido Isolda y se quedó a trabajar en el restaurante donde ella pasó tres semanas maravillada, leyendo, contemplando el mar o caminado a pie desnudo por la arena cuando caía el hermoso crepúsculo en la playa de Zipolite. Ahora era el zapatista quien reparaba las hamacas, las colgaba y las descolgaba. También hacía el desayuno para los turistas. Y para esos hermosos jóvenes de Europa que tomaron aquella playa como si fuera el lugar donde realmente querían dejar sus huesos al morir y no regresar nunca más al país de donde vinieron. Otros ni querían oír del Primer Mundo.

Muy de madrugada el zapatista se acostumbró cada día ir a la orilla del mar a esperar algo. A mirar sonámbulo el horizonte. Nunca se supo, hasta ahora, si realmente Isolda se fue caminando al mar, luego de tomarse media botella de mezcal la noche anterior mirando la luna llena de Zipolite. "A lo mejor no sabía que el mezcal era una bebida alucinógena que ya conocían y producían muy bien los indígenas zapotecas antes de llegar los europeos. También es posible que lo supiera mejor que yo y no le importó un carajo", se decía el zapatista.

Un día, y después de haber repasado y reconstruido en su memoria lo que sabía de Isolda, llegó a la conclusión que la argentina se había convertido en una pequeña tortuguita. Y que aquella mañana temprano, con un sol quemante, había corrido y corrido para meterse desnuda y desaparecer en el mar.

-Y ahora tendré que quedarme aquí 20 años esperándola- se dijo a sí mismo con una voz muy bajita, entristecida, y a punto de llorar.

 

 

 



Este cuento, "Isolda y el zapatista" de Javier Campos, pertenece al libro "La mujer que se parecía a Sharon Stone". Publicado por RIL editores en noviembre de 2003. El prologo al libro lo escribió el escritor argentino Mempo Giardinelli. Se publica aquí con permiso del autor y de la editorial.

 

 

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Javier Campos: "Isolda y el zapatista",
cuento de "La mujer que se parecía a Sharon Stone"
RIL Editores, 2003.