En aquel día
de primavera, a eso de las doce del día, se vio a lo lejos una gran
polvareda que se acercaba como un
ciclón. Había aparecido por la entrada principal de las tierras de
Fernando Benavente. De a poco comenzaron a distinguirse hombres
uniformados con armas en las manos arriba de cinco camiones, tres
jeeps con cañones, dos tanques del tamaño de pequeñas montañas verdes
y seguidos todos por casi un ejército completo de carabineros a
caballo. Por el cielo se escuchaba un insoportable ruido de
helicópteros que inclinaban los árboles hasta el suelo y espantaba
cualquier animal. Dispuesto venía todo ese vendaval para aplastar
cualquier cosa que se le atravesara por estas tierras. Llegaba
retumbando como volcán en erupción. Iba directo a la carpa del circo
justo cuando allí se daba la última función. Antes del toque de queda
y antes de que todos sus integrantes se desgranaran para siempre como
los granos de una coronta de maíz.
Muchos testigos oculares que
estaban ese día en el espectáculo coinciden en algunos hechos que
acaecieron dentro y fuera de la carpa (aunque algunos dudan que
hubieran ocurrido así).
Varios grupos de soldados armados —bajo
las órdenes de un capitán de gafas oscuras y una pistola en la mano—
se bajaron veloces de los cinco camiones y fueron a rodear la carpa
para que «ninguno que anduviera disfrazado de cualquier cosa se
escapara». Eran las órdenes superiores que todos tenían. Dos grupos
entraron directo a la pista del espectáculo interrumpiendo el número
del mago. Los cinco integrantes de la orquesta estable pararon de
tocar al instante como si se hubiesen puesto de acuerdo. Lo hicieron
de una forma tan precisa que quedaron casi congelados por tamaña
sorpresa. En cambio, la variedad de gente que tenía el mago en su
espectáculo no se dio por aludida. Los tres sultanes; las cincuenta
mujeres en vestidos de sedas transparentes de los más diversos
colores, casi todas con velos que sólo dejaban ver ojos inmensos
(sobre esto hay muchas versiones: unos dicen que vieron casi a cien
mujeres exóticas y otros que a ninguna); cinco Califas con turbantes
vestidos de un blanco que cegaba los ojos (otros contaron que sólo
había tres Califas); dos enanos con trajes de arlequines que jugaban a
las barajas con un Rey y con otros tres caballeros en una mesa
redonda. También, entre todo eso, había una alfombra persa que parecía
a punto de elevarse y si hubiera llegado el pelotón de militares cinco
minutos más tarde ésta habría cruzado los aires, suavemente, de un
trapecio a otro (un testigo dijo que él no había visto alfombra
voladora por ninguna parte). Ante tal cantidad de soldados, tampoco ni
el caballo árabe que daba la vuelta por la pista en la otra esquina de
la carpa ni menos el hombre en armaduras que iba arriba de él se
dieron cuenta de aquellos hombres armados hasta los dientes. El jinete
era de barba pelirroja y le seguía a pié una mujer india. Parecía que
avanzaba al encuentro de un hombre de piel chocolate en el otro
extremo de la pista, cubierto de collares de oro, aros de turquesa
verde marina y un penacho de 450 plumas del pájaro más hermoso de la
tierra: el quetzal (unos testigos dijeron que no había tal jinete,
otro aseguraba que sí había un hombre parecido a Don Quijote de la
Mancha. Más confuso es lo del pájaro tropical).
En el medio de la
pista -y cuando la orquesta estable que dirigía Juan Casanova había
dejado de tocar— seguían diez otros músicos con extraños instrumentos
de cuerda y otros de percusión. Interpretaban una música que evocaba
montañas calentadas por un sol ardiente, inspirada por la belleza de
la luna y las estrellas contempladas desde alguna milenaria mezquita
musulmana o por los reñejos anaranjados que embellecían aún más una
ciudad construida sobre un lago, rodeada por jardines flotantes. O tal
vez era la reproducción exacta de aquella misteriosa vibración humana
que sentían los comerciantes que llegaban por primera vez a
Teotihuacán, quedándose somnolientos cuando contemplaban en las tardes
calientes, debajo de los nopales, la monumental pirámide de La Luna.
(Este relato fantasioso muy bien puede ser atribuido al propio dueño
del circo. Copiado textualmente quizás de uno de sus libros de
aventuras pues en informes militares encontrados en el Regimiento
Talca, el empresario dejó constancia exagerada de la destrucción de su
espectáculo. No tanto para enemistarse con el nuevo orden sino para
testificar la justa intervención de los militares y luego sacar algún
provecho propio).
Pero de ninguna de esas sutilezas se
percataron los diversos pelotones de soldados al entrar a la carpa
pues sólo vieron gente disfrazada. Como tenían órdenes de detener a
cualquiera que anduviera hasta con un antifaz, creyeron que allí
estaban todo el grupo descrito por el alto mando militar. Por otro
lado, a los humildes espectadores les tomó varios minutos darse cuenta
que ésos que corrían con metralletas y pistolas, rodeando la pista,
eran realmente gente fuera del espectáculo. Sólo se convencieron una
vez que los empezaron a sacar a empujones de las graderías.
Amontonándolos como animales fuera de la carpa para revisar que nadie
anduviera disfrazado. Como el capitán viera que los doscientos
espectadores no eran sino unos ...pobres campesinos, ignorantes de
lo que hacían con sus más ignorantes almas esos saltimbanquis
subversivos..., según recordaba uno de los espectadores tiempo
después.
—... Nos dejaron ir, pero dijeron que teníamos cinco
minutos para desaparecer de ese lugar si no —gritaba el capitán—
¡los vamos a fusilar a todos aquí mismo, huevones de mierda!.
Así que corrimos como podíamos. Unos por acá y otros por entre las
matas y los árboles. En menos de cinco minutos nos hicimos humo los
doscientos que estábamos ese domingo en la función de
mediodía.
—Mientras un grupo de soldados metía la jaula del
león en un camión —contaba otro testigo— ...y mientras subían a
culatazos al domador arriba de otro, yo vi que dos soldados abrían
algunas jaulas de los pájaros y de allí salieron volando, quién sabe a
dónde, varios tucanes de colores, cinco loros y un águila o cóndor que
andaban trayendo. También —me contó otro— él vio cómo le abrían la
jaula al único chimpancé que tenían. El animal huyó chillando hacia
unos árboles de boldos o espinos, seguido por cinco perros que le
soltaron los carabineros. Al no encontrar el chimpancé ningún árbol
conocido por él, ni poder treparse a la más alta copa por lianas o
ramas que no encontraba por ninguna parte, quedó la pobre bestia tan
indefensa que los perros la alcanzaron en pocos segundos y allí mismo
la despedazaron como si fuera una perdiz de campo.
Una vez que
rodearon a todos esos extraños personajes del número del mago, el
capitán a cargo del operativo militar ordenó subirlos a todos a punta
de culatazos y empujones a los camiones militares.
—¡¡En uno...
—dijo a toda voz— ...me ponen a los hombres y en el otro a las
mujeres!!
Como a veces era difícil saber por la vestimenta, los
turbantes y los velos que cubrían los rostros de tan diferente grupo
de gente; algunos soldados y carabineros al ver mujeres tan hermosas,
y ellas en condiciones tan vulnerables, no lo pensaron dos veces y
procedieron a tocarlas por las partes que ellos más deseaban.
Levantándoles los largos vestidos de seda o comprobando que no tenían
el pecho plano y no eran peludas como los hombres. Así que muchos se
saciaron con esa forma de «registrar al enemigo», según se refería el
capitán, y estaban más que contentos de que nadie les prohibiera qué
hacer con tantas mujeres indefensas. Algunos imaginaron que allí no
terminaría tal revisión sino que recién empezaba pues esa misma noche,
solas ellas en una celda, amparados ellos por el toque de queda y el
control absoluto que tenían de la vida de otros, nadie les prohibiría
desahogar sus más escondidos deseos lascivos hasta quedar satisfechos.
Además, como los tomaban por «seres que no vivían como la gente
normal», según creía don Fernando Benavente, los oficiales y soldados
pensaban que eran iguales que gitanos pues les habían dicho que entre
ellos.
—... Andaba gente que hacía el amor libre, hombres que
se acostaban con hombres, brujos, degenerados sexuales, cafiches y
gente que se autollamaba santa y otros con defectos físicos hasta
predicaban al revés lo que nos enseñan las sagradas escrituras. Así
que todos éstos no son ningunos santitos inocentes y hay que
enseñarles de una vez por todas lo que es la autoridad y lo que son
las buenas costumbres.
De esa manera arengaba el oficial de
carabineros a sus soldados después de amarrar al enano Justo como si
fuera un saco de trigo a su caballo, y sentirse satisfecho también de
haber apresado al hombre más buscado, según las instrucciones que
escucharon una hora antes de llegar a las tierras de Fernando
Benavente en la voz autoritaria del capitán al mando de todo el
gigantesco operativo militar.
—¡Al que vean que no mide más de
medio metro... a ese me lo van agarrando primero!... ¡Porque ese
pigmeo es el líder de todos aquellos huevones raros!
Cuatro días
antes, Amador había ido a la carpa para decirles a Azucena y a Justo
que vendrían a registrarla o entre el sábado o el domingo, según le
oyera a su hermano.
—¿A registrar qué? —dijeron Onésimo,
Azucena,
Enriqueta, Vicente, el Casiano, Lautaro Millapi y hasta el
mismo Juan Casanova. Este último pensaba que venían por él y no dudaba
que alguna mujer despechada lo había denunciado por no cumplir
promesas que él repartía como caramelos entre «el bello sexo débil»,
como siempre decía.
—Si vienen —dijo Justo— ...serán dos o tres
carabineros a preguntar cosas de rutina.
—Claro —saltó el tony
Castaña— ...el que nada hace nada teme —quedándose bien tranquilo ya
que después de tal frase lapidaria nadie pudo convencerlo de otra
cosa.
Después de discutir si era grave o no la situación, Onésimo
sugirió.
—Las mujeres deben desaparecer entre hoy y mañana.
Los
hombres nos quedamos y hacemos andar la función del domingo como sea.
Si todo pasa a mayores, y nosotros somos detenidos, ellas estando
libres pueden hacer algo.
—O nos quedamos todos o no se queda nadie
—saltó Enriqueta—. Aquí nadie ha matado a nadie ni robado ningún
animal, gallina, pollos o huevos a Don Fernando. Así que no veo a qué
pueden venir dos carabineros a hacernos preguntas raras.
—Onésimo
tienen razón —habló Teresa— ...porque en los tiempos que estamos si
todos somos detenidos por algún motivo, ninguno de nosotros podrá
ayudar a nadie a encontrar al desaparecido. El que busca a su muerto
sufre más si no tiene siquiera el norte o el sur por donde
empezar.
Después de escuchar a Teresa de los Andes que en tan
simples palabras resumía una gran verdad para todos, decidieron
esperar hasta el día sábado. Si realmente se oía algo raro —pensaron
algunos— las mujeres debían desaparecer y esconderse en algún lugar
bien resguardado.
—Porque la función debe hacerse el domingo sea
como sea —dijo el domador.
Amador escuchaba silencioso lo que los
otros conversaban. Cuando terminó la discusión que todos habían hecho
un poco en voz baja para que ni la oyera la María Genova Spadaccini o
Don Luis, Amador le pasó a Azucena algo envuelto en papel de diario.
Fue la vez que ésta le dio un beso en la mejilla.
Pero serían como
las dos de la mañana cuando Justo, Azucena y Teresa sintieron que
alguien tiraba de su diminuta carpa. Era otra vez Amador.
—Hoy
en la noche espiando por la ventana, mientras comía Fernando con un
militar, les escuché que el domingo vendrían carabineros y militares a
buscar gente aquí como lo hicieron con la otra carpa de estudiantes,
poniéndole fuego y arrestando a unos cuantos jóvenes. Así que es mejor
que algunos no estén aquí cuando aparezcan los soldados.
Partieron
luego a despertar a los otros. Miriam que aún estaba en el circo,
dijo.
—Creo que Teresa tiene mucha razón. Es mejor que las mujeres
no estemos aquí el domingo. Le decimos a mi padre que las mujeres
andan con su período y sólo los hombres saldrán a trabajar. Empezamos
con el número de Vicente, que dura como una hora, y luego seguimos con
el de Juan de Dios y su león. Tendremos el tiempo suficiente para
terminar a las dos de la tarde antes del toque de queda y para decirle
al público que no vamos a actuar más porque tenemos razones económicas
que nos impiden seguir con el espectáculo. Como ya habíamos decidido
antes.
Todos pensaron que era una buena idea, pero «¿A dónde nos
vamos?» dijo Azucena. Fue cuando saltó Amador.
—Yo sé dónde —dijo
con toda naturalidad.
Por lo que se supo muchos años después y
aclarando un poco más lo que ya había escrito el padre Hurtado sobre
ese suceso, Amador conocía a muchos campesinos que podían dar la vida
por él. Este siempre había sido «el hermano pobre del patrón», decían.
Era lo opuesto a su medio pariente. Amador era generoso y sensible
hasta las lágrimas cuando veía el desamparo en que ellos
vivían.
—Creo que lo peor fue haber nacido medio poeta, medio
hermano de un cacique y tener que vivir bajo su techo.
Don Fernando
lo aguantaba allí por ser de su misma sangre, pero lo consideraba «con
las facultades mentales perturbadas» cuando se refería a él pues sabía
que era raro que un hombre se levantara a la una o dos de la mañana y
anduviera, como las lechuzas, cantando y gritando a plena oscuridad.
Por eso se ponía rojo de rabia y casi azotaba al que le venía con el
cuento de que «Amador salió anoche, patrón, y gritaba el nombre de
Azucena por unos potreros».
La noche del sábado Amador partió
hacia la carpa del circo, pero silencioso como un gato a buscar a
Teresa, Azucena y a Enriqueta. Miriam se fue hacia Talca con la ayuda
de Luis Beitía Urrutia quien seguía escondido no se sabía dónde y era
buscado con una obsesión sin medida al igual que a Miguel Enríquez.
Antes le dio un carta a Azucena y una dirección.
—Que metí en mi
Virgen del Carmen de loza para que nadie pudiera encontrarla. Amador
nos llevó donde unos campesinos y allí estuvimos como cinco días
ocultas. Al sexto, o séptimo, nos sacó disfrazadas de campesinas con
unos canastos con huevos. Así logramos escapar el cerco de militares.
A mí, como soy pequeña, me metió en un saco y lo hizo pasar por papas.
Nos dejó en la estación de trenes, bastante lejos de Parral de los
Andes, y por milagro logramos arrancar con vida de la zona —Fue lo que
le dijo al Padre Hurtado cuando ya estaban en la población. Cuarenta
años después ella volvió a recordar ese suceso cuando vivía en el
pueblo de Vicuña.
La María Genova Spadaccini había desaparecido
como por encanto junto a sus negras culebras el jueves en la tarde.
Dos o tres días antes había ido nuevamente a la casa de Don Fernando a
contarle con detalles todas «las actividades del grupito que allí se
venía reuniendo desde hace tiempo hasta altas horas de la noche».
También le dijo sobre las actividades en que andaba el tony Castaña
y toda la banda de músicos.
—Se fue detrás de sus culebras
como había llegado: una sombra negra y perversa —dijo años después la
propiaEnriqueta.
Juan Casanova seguía creyendo que venían por
él y se puso tan nervioso que nada les contó de sus temores a los
otros cuatro músicos que, en cambio, pensaban igual que el
Castaña: «nada tememos porque nada hemos hecho», se decían los
unos a los otros y por eso decidieron no separarse. Cuando entraron
los cientos de militares armados a la carpa, durante la actuación del
mago, se dieron cuenta que la famosa frase del Castaña adquiría
una significación tan absurda que era muy tarde para analizar de otra
manera los hechos que estaban viendo con sus propios ojos. Por eso
pararon con una exactitud perfecta. Todos al mismo tiempo lo que
estaban tocando. Como los cuatro ya no sabían qué pensar, y Juan
Casanova creyó que venían por él, los cinco se quedaron paralizados de
miedo por diez minutos. El tiempo suficiente que les tomó a los
militares sacar a la gente de la carpa. Los músicos de la orquesta
parecían el retrato patético y de color sepia de una foto tomada en
daguerrotipo. Caminaron casi sonámbulos de miedo, uno detrás del otro,
tomados de la mano, cuando les tocó el turno de salir de la carpa
hacia lo desconocido que les esperaba.
Cuando ya todos estaban
arriba de los camiones y luego de que un pelotón de militares volviera
de entre unos árboles donde pensaban habían estudiantes armados, los
soldados dispararon al azar hacia donde apuntaba el Castaña.
Fue entonces cuando todos los que estaban arriba del camión quedaron
muy doloridos por la muerte del elefante blanco. Desplomándose como un
cerro de harina por el vendaval de balas que el paquidermo iba
recibiendo. Después de eso el capitán ejecutó su última orden: mandó
rociar con bencina la carpa del circo y luego él mismo apuntó hacia
ella y le disparó varias ráfagas con su metralleta. Esta ardió en una
gran hoguera como si fuera leña seca. Mientras todo el gigantesco
operativo dejaba el lugar, seguía «oyéndose a muchas leguas...», según
los testimonios de algunos campesinos que miraban escondidos entre
unas matas «un resquebrajadero de fierros, sillas, tela, camarines,
viniéndose todo abajo y levantándose de todo eso un gran humo negro.
Para que nada quedara en pie, tres helicópteros que andaban rondando
el lugar todo el tiempo que duró la redada lanzaron tres bombas que
terminaron de dejar en las puras cenizas lo que había sido el circo
La Edad Dorada».
Don Luis Ventura había llegado, y nadie
sabía cuándo ni cómo, a la casa de Don Fernando Benavente con una caja
debajo del brazo, cuatro libros del tamaño de gruesos diccionarios, su
pito de plata que le había regalado R T. Barmun colgando del cuello y
con la otra mano tiraba como podía de su caballo negro «Rapuncel», más
una cabra de color blanco que iba arriba de éste. Mientras ambos
miraban desde el largo corredor de ladrillos rojos como iba
desapareciendo la carpa entre las llamas y las bombas, a Don Luis le
caían unas lágrimas por las mejillas. En tanto a Don Fernando los
labios se le extendían en una satisfecha sonrisa.
—Y vi —contó
un campesino— que arriba de un camión militar ponían a todos lo que
sacaron de la carpa. Se veía un espectáculo bastante extraño: una
gente vestida con disfraces de colores, amontonada y saltando unos con
otros pues como los caminos eran malos todo se zarandeaba de acá para
allá. Iban todos bien vigilados por un millar de militares que los
apuntaban. Y más encima los rodeaban los dos tanques que hacían un
ruido como si fuera a hundirse la tierra junto con el otro ruido de
los tres helicópteros por el cielo. Y atrás de todos, los seguían como
cien carabineros a caballos que levantaban aún más otra polvareda. Tan
alta como el humo de la carpa en llamas que aún seguía
subiendo.
Los llevaron hasta el Regimiento Talca de la misma
ciudad. El viaje en tales condiciones duró como cuatro horas o más.
Además, como era el toque de queda, y las calles y pueblos parecían
deshabitados, nadie se enteró quiénes eran toda esa masa de detenidos
con tan diferentes ropas y qué hacía una jaula con un león arriba de
un camión militar, bien custodiada por hombres que apuntaban a un
animal que tembiaba de miedo más un ejército de carabineros que
rodeaban a un enano vestido de arlequín, amarrado en el lomo de un
caballo tal si fuera una oveja. Pero fueron muy pocos los que pudieron
ver tal apocalíptica caravana que cruzaba pueblos silenciosos hacia el
Regimiento Talca.
El capitán, al llegar finalmente a tal
regimiento mandó llamar al suboficial Luis Ventura para que viniera a
reconocer a los «prisioneros» como se refería a todos ellos. Al
decirle al capitán que ése era uno de los principales —apuntando a un
hombre bien bajito— pusieron a Justo en una celda. Una hora después
interrogó al enano quien se mostró bien desenvuelto y poco miedo se le
notaba en la cara. Respondió con tranquilidad de por qué había ido a
visitar al empresario y lo que entonces le había pedido al dueño del
circo.
—¿Entonces es sólo eso lo que le dijiste a Don Luis? ¿Y
qué del Plan ZZ que tenían Uds., en conexión con los estudiantes y
Miguel Enríquez, para apoderarse de toda la Zona Central y luego
comenzar la guerra civil? —fueron las primeras preguntas del corto
interrogatorio.
—¿Qué Plan ZZ y qué guerra civil?
—¿Así que el
enano huevón no tiene idea de lo que hablo? —le dijo, dándole un
puntapié por la parte de atrás que lo tiró como una pelota de fútbol
contra la pared de piedra de la celda. Haciendo sonar como campanitas
de árbol de Navidad unos cascabeles de metal que al enano le colgaban
de su sombrero y ropa de arlequín.
—Te vamos a refrescar la memoria
en un par de días enano de mierda —le gritó— ...y el que te la va a
refrescar será mi general Sergio Arellano allá en el norte.
Esa
misma tarde el capitán ordenó la relegación de Justo hacia el otro
extremo del país. Junto a él también iba
Onésimo acusado de «un
maquiavélico plan para asesinar a todos los dueños de fundo de la zona
central». A Juan de Dios Ramírez, el domador, el capitán le tuvo
lástima de ver lo triste que andaba por la muerte del león cuando el
oficial ordenó transformarlo en carne para el almuerzo de cien o
doscientos soldados del regimiento, y lo separó del grupo sin decidir
qué iba a hacer con el afligido dueño de la difunta fiera. Aún así, en
el apuro unos soldados metieron por equivocación a Juan de Dios en el
mismo avión junto a los otros dos. Por eso también fue a dar al pueblo
Inca de Oro sin que éste se enterara «qué mierda está pasando» —decía
el domador— «...que me llevan de aquí para allá, me suben y me bajan a
empujones de un camión militar», secándose como podía las lágrimas de
tanto que lloraba por la ausencia del animal. El capitán realmente
quería que el propio general
Arellano —pues se suponía andaba por
esa región en su helicóptero El Puma— se encargara él mismo de decidir
el destino de Justo y Onésimo: «dos peligrosos organizadores quienes
querían sumir al país en un baño de sangre». En cambio, al tony
Castaña prefirió dejarlo en su regimiento y bajo estricta
vigilancia militar.
—Es uno de los peces gordos que hay
que exterminar de a poquitito. Además de ser el jefe de explosivos y
fabricante de bombas, este huevón también es un degenerado
sexual.
Sin embargo, Sergio Arellano llegó de sorpresa dos o
tres días después de la gran redada. El zumbido de su helicóptero
negro descendió como a las ocho de la mañana en el patio del
Regimiento Talca. Cuando supo que el capitán allí había «actuado
precipitadamente en la decisión respecto a los cinco músicos, sin
esperar su llegada, y haber usado mano muy blanda con otros», ordenó
de inmediato el fusilamiento de Onésimo después de leer y escuchar el
informe sobre las actividades de éste. También, a las ocho y media de
ese mismo día decidió la suerte de Juan de Dios Ramírez: domador del
circo. La decisión la tomó cuando vio a «cien soldados desnudos en el
patio del regimiento haciendo la V de la victoria y con flores en la
otra mano», según contó uno
de esos soldados años después y
«...cuando supo que habíamos comido carne envenenada de león ordenó
buscar al domador donde estaba relegado y pasarlo por las armas». La
orden le llegó cuando éste hacía tres o cuatro días que vivía en el
pueblo minero Inca de Oro. Por la necesidad de hablar de lo que fuera
en ese planeta de soledad y arena, el domador se hizo rápidamente
amigo de otros dos relegados a los cuales casi aburrió con las
historias de su león.
Enriqueta —quien después de tanto
preguntar en oficinas militares de la capital sólo recibiera un papel
donde le contaban una mentira con la cual vivió por muchos años—
recorrió engañada cuanto lugar con gente encontró por esas mismas
soledades de arena y pueblos olvidados por si escuchaba la voz de su
trapecista. Pero se convenció que estaba enterrado en alguna parte del
desierto y desde que partió a esos lugares, junto a Teresa de los
Andes, Azucena, Miriam y Julieta, no quiso regresar hasta encontrar
aunque fuera un botón de la camisa o un hueso de cualquier parte del
cuerpo de su adorado acróbata.
A Justo lo enviaron esa misma
tarde a otro lugar en el norte amarrado como a Onésimo dentro del
avión militar. Al llegar al pueblo, que estaba como a veinte
kilómetros al norte de Inca de Oro, manipuló a quienes debían
vigilarlo pues éstos se olvidaron de registrar sus datos. Por eso
cuando el general Arellano ya había ordenado desde Talca su
fusilamiento, juntamente con el de Onésimo y el de Juan de Dios
Ramírez, nadie sabía dónde estaba el tal Justo. Y nadie lo supo hasta
diez o quince años después cuando éste, bajándose de un camión como
pudo, corrió hacia Azucena quien mientras caminaba por el desierto
seguía pensando una y otra vez en «cuan grande era todo este océano de
arena y si tendría toda la vida para recorrerlo».
A Luis Beitía
Urrutia lo denunció a la policía un hombre de esos que llamaban lumpen
por una suma no muy grande de dinero cuando lo escuchó hablar en una
estación de buses con itinerario hacia Argentina pues oyó que «hablaba
con un acento bien raro». Cuando el vasco fue apresado en la ciudad de
Concepción, Miriam ya acababa de hablar con Vicente Malat antes de que
al mago lo enviaran a la Isla Quiriquina donde lo fusiló —tres días
después de que lo sacaran a empujones de metralletas de la carpa— un
pelotón de quince marinos.
Ella había llegado dos días antes de
Talca donde supo algunas otras cosas que le contó su hermano, el
suboficial Luis Ventura. El la dejó ir, quizás porque era su hermana,
después que ella no le respondió a la pregunta: «¿Dónde se encuentra
escondido Miguel Enríquez?». Sin embargo, nunca olvidó aquellas
palabras que le dijo Miriam antes de darle el último beso y despedirse
para siempre. Ni menos se desprendió de aquel manuscrito que conservó
cuando se fue a París. Ese que el general Arellano le había ordenado
descifrar pues pensaba era la letra del líder más buscado por todo el
territorio y que en él se hacia referencia a una tal Miriam Beatriz
Ventura.
No pudo ocultar lo que sabía y le dijo a Miriam,
quizás por una absurda nostalgia al espectáculo circence, que a
Vicente Malat lo habían enviado a Concepción. Que a Justo a una parte
del norte relegado con Onésimo y el domador (sin imaginar el
sub-oficial aún las órdenes que daría Sergio Arellano dos días
después). Que a Lautaro Millapi lo dejarían para interrogarlo con más
cuidado pues como era muy callado «había que sacarle todo lo que sabía
de alguna manera». Que el tony Castaña era otro tan peligroso
como Miguel Enríquez y también se quedaba para que respondiera frente
al general; y, finalmente, «...que a todo el grupo de seres exóticos
—como decía mi capitán— el propio general los interrogará
personalmente uno por uno».
El mismo día que llegaba el general
Sergio Arellano por la mañana; a mediodía salían en un tren las
mujeres que Amador había ayudado a escapar del cerco militar. En la
mañana también detenían a Luis Beitía Urrutia y era llevado a un
estadio de fútbol. Después de siete horas de tortura lo fusilaron en
la tarde del día siguiente. Diez segundos antes de recibir todas las
balas en el corazón que le dispararon diez soldados, sólo se escuchaba
el sonido de un tren que iba cruzando la ciudad. Quien sabe si el
condenado a muerte pensaba en un tren parecido el que hace muchos años
había tomado en un pueblo llamado Guernica cuando era un muchacho.
Viéndose sentado al lado de sus hermosas hermanas Miren y Arantxa y al
frente sus padres Luis y Begoña quienes miraban a los tres con la
dulzura milenaria de la gente más tribal pues su padre era pescador de
la región más vieja de la Península. En ese tren, mientras las otras
dormían, y a la misma hora, a las cinco en punto de la tarde, Azucena
con los ojos bien abiertos miraba una ciudad desconocida a la que iban
entrando cuyo nombre un conquistador español había puesto así:
Ciudad de la Inmaculada Concepción.
* * *
* * *
Tres horas antes
de la llegada del helicóptero El Puma, cuando todo el país aún
permanecía bajo el toque de queda, había salido otro con cinco
personas casi irreconocibles físicamente. Un soldado quien estuvo allí
esa madrugada, alrededor de las cinco de la mañana, recordó décadas
después aquel suceso.
—Allí iba un tal Juan Casanova desmayado de
dolor más las dos parejas de músicos de la banda del circo. El
helicóptero se alejó y yo lo vi que iba hacia la cordillera de los
Andes. Enfilando su luz intermitente hacia un volcán. Eso mostraba que
con la llegada de un momento a otro del general las cosas comenzaron a
hacerse mucho más rápidas —o precipitadas— ya que las resoluciones que
él tomaría iban a ser tan parecidas como la que acababa de ordenar el
capitán. Amparadas siempre con la más alta confianza de los que
controlaban y dirigían todo el territorio nacional.
Uno de los
últimos sucesos que tuvo que decidir el general Sergio Arellano fue el
siguiente. Hacía ya tres días que aquel numeroso grupo de gente tan
diversa llenaban como cinco celdas del regimiento. Soldados y
guardianes al olor de unos perfumes y aromas tan desconocidos que
salían de los cuerpos de casi cincuenta mujeres de las partes más
remotas de la tierra, y de épocas imposibles de definir, violaron a
cuantas quisieron hasta quedar saciados. Una mujer, a la que un hombre
en armaduras llamaba «Doña Marina», y como era india y llevaba poca
ropa, la violaron como jamás en el pasado se había tenido noticia a lo
que podían llegar los hombres. Por eso el padre Hurtado había escrito
en uno de sus cuadernos: no sólo querían controlar todo lo que se
podía ver, tocar, oler y oír; sino también, y con mucho más
brutalidad, lo que era fruto de la más pura imaginación.
Al
llegar el general Sergio Arellano lo primero que preguntó al capitán
fue:
—¿Dónde mierda está entonces el enano ése y la tal
santa?
—Ella no ha sido habida —respondió con su mejor lenguaje,
pensando en causarle buena impresión—. Parece que se escapó con las
otras mujeres o está dentro de esos ciento cincuenta disfrazados. El
enano, y otros dos más... —continuó casi tartamudeando— ...fueron
enviados al norte pensando que usted estaba allí y quería
interrogarlos personalmente.
La rabia del alto militar se expresó
en el comunicado que dictó de inmediato, decidiendo la suerte de esos
tres que el capitán «con una orden muy precipitada había trasladado a
otro lugar». Tal fue el documento que firmó con su lapicera de tinta
negra y luego dio comienzo a un implacable interrogatorio. Cerca de
las tres de la tarde, casi a setenta y dos horas después de aterrizar
en el Regimiento Talca, volvió a ordenar al capitán.
—¡Tráiganme
inmediatamente a unos cuantos de esos disfrazados y fantasiosos del
montón! —Además agregó:— Grupo de tarados, ignorantes y muertos de
hambre... amparados en ropas de disfraces han tratado de encubrir el
plan que bajo una inocente carpa organizaban minuciosamente para
transformar nuestra patria en una hoguera. Además, ahora encubren con
sus brujerías el paradero de los cabecillas.
Fueron en busca de
unos cuantos. Los soldados se encontraron con una tamaña sorpresa: no
sólo chocaron con un silencio absoluto —y aquel olor de tantos aromas
exóticos que marearon sexualmente a todo el regimiento había ya
desaparecido para siempre—, sino que todas las celdas estaban
completamente vacías. Califas, sultanes, bailarinas, enanos, reyes y
decenas de otros «se hicieron humo», como fue la respuesta del capitán
a la pregunta del general.
—Bueno, capitán ¿y dónde están los
saltimbanquis?
Y otra vez volvió un pelotón de cincuenta soldados a
buscarlos en cada centímetro cuadrado de todo el regimiento, armados
para una guerra contra un enemigo de otro planeta. Hasta el caballo
árabe que pertenecía al que se hacía llamar Hernán Cortés o Don
Quijote de la Mancha había desaparecido de la caballeriza del
regimiento. Ni siquiera una pluma del penacho de quetzal de un tal
Moctezuma se encontró por ningún rincón de la celda, ni aromas que
probaran que hubo gente allí. Todo quedó como antes: olor a mierda de
ratas.
Curiosamente —escribió el padre Hurtado— ese
mismo día y a la misma hora, en una isla llamada «La Quiriquina»,
Vicente Malat era fusilado por una docena de soldados de la armada.
Como no murió al instante, el oficial ordenó enterrarlo mientras
agonizaba. Y para que no quedaran rastros de él en la memoria de
nadie, pasaron una aplanadora —una gigantesca rueda de piedra— después
de haber tapado con alquitrán y cemento el hoyo sin nombre donde lo
tiraron.
El general Sergio Arellano, triplicándosele tanta
rabia que acumulaba, descargó finalmente toda la furia contra los
únicos dos prisioneros que quedaban en el regimiento: Saladino Lepe,
apodado el tony Castaña, y Lautaro Millapi, apodado «El
trutuca». Al primero lo torturaron con la brutalidad más inhumana sólo
porque a un alto militar le confirieron el poder absoluto para decidir
el destino del prójimo. Lo acusaron de ser el principal cerebro de
la fabricación de armas, explosivos y bombas de alto poder. Además
de crápula sexual. Lo fusilaron una hora antes que a Lautaro Millapi.
A este último, primero lo interrogó por tres horas y cuando el indio
no le
dio la información que buscaba, y sin poder aguantar más sus
largas respuestas que «no iban al punto», como dijo, lo sentenció así,
según la redacción del comunicado militar que él mismo firmó al lado
de un ampuloso sello militar.
A parte de ser un sodomita e
invertido sexual, pues se acostaba con hombres y no con mujeres, era
un indio brujo quien había sido el causante directo de la desaparición
de ciento cincuenta prófugos en traje de disfraces. Y dentro de todos
ellos, también una mujer embrujada a la que andaban llamando
«santa».
Mientras el helicóptero se elevaba dejando para
siempre el Regimiento Talca, al tercer día de haber llegado, el
general Sergio Arellano contempló casi por diez segundos una cantidad
inmensa de pájaros de colores jamás antes vistos en esa región.
Revoloteaban en el patio donde había sido fusilado un payaso y otro
que imitaba el canto de cuanta ave existía en el planeta. Y no le
llamó la atención porque mientras repasaba una larga lista de nombres,
su mano derecha iba borrando algunos para siempre con la tinta negra
de su flamante lapicera, en cuya punta se veía grabado un bello puma
de oro.