Javier Campos

 
 

 

Los saltimbanquis
Javier Campos
Santiago : RIL Edit., 1999.
186 p. ; 21 cm.

Sexta parte

Cómo el circo, en grandes llamaradas, llegó a su fin
un día muy luminoso de primavera.



En aquel día de primavera, a eso de las doce del día, se vio a lo lejos una gran polvareda que se acercaba como un ciclón. Había aparecido por la entrada principal de las tierras de Fernando Benavente. De a poco comenzaron a distinguirse hombres uniformados con armas en las manos arriba de cinco camiones, tres jeeps con cañones, dos tanques del tamaño de pequeñas montañas verdes y seguidos todos por casi un ejército completo de carabineros a caballo. Por el cielo se escuchaba un insoportable ruido de helicópteros que inclinaban los árboles hasta el suelo y espantaba cualquier animal. Dispuesto venía todo ese vendaval para aplastar cualquier cosa que se le atravesara por estas tierras. Llegaba retumbando como volcán en erupción. Iba directo a la carpa del circo justo cuando allí se daba la última función. Antes del toque de queda y antes de que todos sus integrantes se desgranaran para siempre como los granos de una coronta de maíz.

Muchos testigos oculares que estaban ese día en el espectáculo coinciden en algunos hechos que acaecieron dentro y fuera de la carpa (aunque algunos dudan que hubieran ocurrido así).

Varios grupos de soldados armados —bajo las órdenes de un capitán de gafas oscuras y una pistola en la mano— se bajaron veloces de los cinco camiones y fueron a rodear la carpa para que «ninguno que anduviera disfrazado de cualquier cosa se escapara». Eran las órdenes superiores que todos tenían. Dos grupos entraron directo a la pista del espectáculo interrumpiendo el número del mago. Los cinco integrantes de la orquesta estable pararon de tocar al instante como si se hubiesen puesto de acuerdo. Lo hicieron de una forma tan precisa que quedaron casi congelados por tamaña sorpresa. En cambio, la variedad de gente que tenía el mago en su espectáculo no se dio por aludida. Los tres sultanes; las cincuenta mujeres en vestidos de sedas transparentes de los más diversos colores, casi todas con velos que sólo dejaban ver ojos inmensos (sobre esto hay muchas versiones: unos dicen que vieron casi a cien mujeres exóticas y otros que a ninguna); cinco Califas con turbantes vestidos de un blanco que cegaba los ojos (otros contaron que sólo había tres Califas); dos enanos con trajes de arlequines que jugaban a las barajas con un Rey y con otros tres caballeros en una mesa redonda. También, entre todo eso, había una alfombra persa que parecía a punto de elevarse y si hubiera llegado el pelotón de militares cinco minutos más tarde ésta habría cruzado los aires, suavemente, de un trapecio a otro (un testigo dijo que él no había visto alfombra voladora por ninguna parte). Ante tal cantidad de soldados, tampoco ni el caballo árabe que daba la vuelta por la pista en la otra esquina de la carpa ni menos el hombre en armaduras que iba arriba de él se dieron cuenta de aquellos hombres armados hasta los dientes. El jinete era de barba pelirroja y le seguía a pié una mujer india. Parecía que avanzaba al encuentro de un hombre de piel chocolate en el otro extremo de la pista, cubierto de collares de oro, aros de turquesa verde marina y un penacho de 450 plumas del pájaro más hermoso de la tierra: el quetzal (unos testigos dijeron que no había tal jinete, otro aseguraba que sí había un hombre parecido a Don Quijote de la Mancha. Más confuso es lo del pájaro tropical).

En el medio de la pista -y cuando la orquesta estable que dirigía Juan Casanova había dejado de tocar— seguían diez otros músicos con extraños instrumentos de cuerda y otros de percusión. Interpretaban una música que evocaba montañas calentadas por un sol ardiente, inspirada por la belleza de la luna y las estrellas contempladas desde alguna milenaria mezquita musulmana o por los reñejos anaranjados que embellecían aún más una ciudad construida sobre un lago, rodeada por jardines flotantes. O tal vez era la reproducción exacta de aquella misteriosa vibración humana que sentían los comerciantes que llegaban por primera vez a Teotihuacán, quedándose somnolientos cuando contemplaban en las tardes calientes, debajo de los nopales, la monumental pirámide de La Luna. (Este relato fantasioso muy bien puede ser atribuido al propio dueño del circo. Copiado textualmente quizás de uno de sus libros de aventuras pues en informes militares encontrados en el Regimiento Talca, el empresario dejó constancia exagerada de la destrucción de su espectáculo. No tanto para enemistarse con el nuevo orden sino para testificar la justa intervención de los militares y luego sacar algún provecho propio).

Pero de ninguna de esas sutilezas se percataron los diversos pelotones de soldados al entrar a la carpa pues sólo vieron gente disfrazada. Como tenían órdenes de detener a cualquiera que anduviera hasta con un antifaz, creyeron que allí estaban todo el grupo descrito por el alto mando militar. Por otro lado, a los humildes espectadores les tomó varios minutos darse cuenta que ésos que corrían con metralletas y pistolas, rodeando la pista, eran realmente gente fuera del espectáculo. Sólo se convencieron una vez que los empezaron a sacar a empujones de las graderías. Amontonándolos como animales fuera de la carpa para revisar que nadie anduviera disfrazado. Como el capitán viera que los doscientos espectadores no eran sino unos ...pobres campesinos, ignorantes de lo que hacían con sus más ignorantes almas esos saltimbanquis subversivos..., según recordaba uno de los espectadores tiempo después.

—... Nos dejaron ir, pero dijeron que teníamos cinco minutos para desaparecer de ese lugar si no —gritaba el capitán— ¡los vamos a fusilar a todos aquí mismo, huevones de mierda!. Así que corrimos como podíamos. Unos por acá y otros por entre las matas y los árboles. En menos de cinco minutos nos hicimos humo los doscientos que estábamos ese domingo en la función de mediodía.

—Mientras un grupo de soldados metía la jaula del león en un camión —contaba otro testigo— ...y mientras subían a culatazos al domador arriba de otro, yo vi que dos soldados abrían algunas jaulas de los pájaros y de allí salieron volando, quién sabe a dónde, varios tucanes de colores, cinco loros y un águila o cóndor que andaban trayendo. También —me contó otro— él vio cómo le abrían la jaula al único chimpancé que tenían. El animal huyó chillando hacia unos árboles de boldos o espinos, seguido por cinco perros que le soltaron los carabineros. Al no encontrar el chimpancé ningún árbol conocido por él, ni poder treparse a la más alta copa por lianas o ramas que no encontraba por ninguna parte, quedó la pobre bestia tan indefensa que los perros la alcanzaron en pocos segundos y allí mismo la despedazaron como si fuera una perdiz de campo.

Una vez que rodearon a todos esos extraños personajes del número del mago, el capitán a cargo del operativo militar ordenó subirlos a todos a punta de culatazos y empujones a los camiones militares.

—¡¡En uno... —dijo a toda voz— ...me ponen a los hombres y en el otro a las mujeres!!

Como a veces era difícil saber por la vestimenta, los turbantes y los velos que cubrían los rostros de tan diferente grupo de gente; algunos soldados y carabineros al ver mujeres tan hermosas, y ellas en condiciones tan vulnerables, no lo pensaron dos veces y procedieron a tocarlas por las partes que ellos más deseaban. Levantándoles los largos vestidos de seda o comprobando que no tenían el pecho plano y no eran peludas como los hombres. Así que muchos se saciaron con esa forma de «registrar al enemigo», según se refería el capitán, y estaban más que contentos de que nadie les prohibiera qué hacer con tantas mujeres indefensas. Algunos imaginaron que allí no terminaría tal revisión sino que recién empezaba pues esa misma noche, solas ellas en una celda, amparados ellos por el toque de queda y el control absoluto que tenían de la vida de otros, nadie les prohibiría desahogar sus más escondidos deseos lascivos hasta quedar satisfechos. Además, como los tomaban por «seres que no vivían como la gente normal», según creía don Fernando Benavente, los oficiales y soldados pensaban que eran iguales que gitanos pues les habían dicho que entre ellos.

—... Andaba gente que hacía el amor libre, hombres que se acostaban con hombres, brujos, degenerados sexuales, cafiches y gente que se autollamaba santa y otros con defectos físicos hasta predicaban al revés lo que nos enseñan las sagradas escrituras. Así que todos éstos no son ningunos santitos inocentes y hay que enseñarles de una vez por todas lo que es la autoridad y lo que son las buenas costumbres.

De esa manera arengaba el oficial de carabineros a sus soldados después de amarrar al enano Justo como si fuera un saco de trigo a su caballo, y sentirse satisfecho también de haber apresado al hombre más buscado, según las instrucciones que escucharon una hora antes de llegar a las tierras de Fernando Benavente en la voz autoritaria del capitán al mando de todo el gigantesco operativo militar.

—¡Al que vean que no mide más de medio metro... a ese me lo van agarrando primero!... ¡Porque ese pigmeo es el líder de todos aquellos huevones raros!


Cuatro días antes, Amador había ido a la carpa para decirles a Azucena y a Justo que vendrían a registrarla o entre el sábado o el domingo, según le oyera a su hermano.
—¿A registrar qué? —dijeron Onésimo, Azucena,
Enriqueta, Vicente, el Casiano, Lautaro Millapi y hasta el mismo Juan Casanova. Este último pensaba que venían por él y no dudaba que alguna mujer despechada lo había denunciado por no cumplir promesas que él repartía como caramelos entre «el bello sexo débil», como siempre decía.
—Si vienen —dijo Justo— ...serán dos o tres carabineros a preguntar cosas de rutina.
—Claro —saltó el tony Castaña— ...el que nada hace nada teme —quedándose bien tranquilo ya que después de tal frase lapidaria nadie pudo convencerlo de otra cosa.
Después de discutir si era grave o no la situación, Onésimo sugirió.
—Las mujeres deben desaparecer entre hoy y mañana.
Los hombres nos quedamos y hacemos andar la función del domingo como sea. Si todo pasa a mayores, y nosotros somos detenidos, ellas estando libres pueden hacer algo.
—O nos quedamos todos o no se queda nadie —saltó Enriqueta—. Aquí nadie ha matado a nadie ni robado ningún animal, gallina, pollos o huevos a Don Fernando. Así que no veo a qué pueden venir dos carabineros a hacernos preguntas raras.
—Onésimo tienen razón —habló Teresa— ...porque en los tiempos que estamos si todos somos detenidos por algún motivo, ninguno de nosotros podrá ayudar a nadie a encontrar al desaparecido. El que busca a su muerto sufre más si no tiene siquiera el norte o el sur por donde empezar.
Después de escuchar a Teresa de los Andes que en tan simples palabras resumía una gran verdad para todos, decidieron esperar hasta el día sábado. Si realmente se oía algo raro —pensaron algunos— las mujeres debían desaparecer y esconderse en algún lugar bien resguardado.
—Porque la función debe hacerse el domingo sea como sea —dijo el domador.
Amador escuchaba silencioso lo que los otros conversaban. Cuando terminó la discusión que todos habían hecho un poco en voz baja para que ni la oyera la María Genova Spadaccini o Don Luis, Amador le pasó a Azucena algo envuelto en papel de diario. Fue la vez que ésta le dio un beso en la mejilla.
Pero serían como las dos de la mañana cuando Justo, Azucena y Teresa sintieron que alguien tiraba de su diminuta carpa. Era otra vez Amador.

—Hoy en la noche espiando por la ventana, mientras comía Fernando con un militar, les escuché que el domingo vendrían carabineros y militares a buscar gente aquí como lo hicieron con la otra carpa de estudiantes, poniéndole fuego y arrestando a unos cuantos jóvenes. Así que es mejor que algunos no estén aquí cuando aparezcan los soldados.
Partieron luego a despertar a los otros. Miriam que aún estaba en el circo, dijo.
—Creo que Teresa tiene mucha razón. Es mejor que las mujeres no estemos aquí el domingo. Le decimos a mi padre que las mujeres andan con su período y sólo los hombres saldrán a trabajar. Empezamos con el número de Vicente, que dura como una hora, y luego seguimos con el de Juan de Dios y su león. Tendremos el tiempo suficiente para terminar a las dos de la tarde antes del toque de queda y para decirle al público que no vamos a actuar más porque tenemos razones económicas que nos impiden seguir con el espectáculo. Como ya habíamos decidido antes.
Todos pensaron que era una buena idea, pero «¿A dónde nos vamos?» dijo Azucena. Fue cuando saltó Amador.
—Yo sé dónde —dijo con toda naturalidad.
Por lo que se supo muchos años después y aclarando un poco más lo que ya había escrito el padre Hurtado sobre ese suceso, Amador conocía a muchos campesinos que podían dar la vida por él. Este siempre había sido «el hermano pobre del patrón», decían. Era lo opuesto a su medio pariente. Amador era generoso y sensible hasta las lágrimas cuando veía el desamparo en que ellos vivían.
—Creo que lo peor fue haber nacido medio poeta, medio hermano de un cacique y tener que vivir bajo su techo.
Don Fernando lo aguantaba allí por ser de su misma sangre, pero lo consideraba «con las facultades mentales perturbadas» cuando se refería a él pues sabía que era raro que un hombre se levantara a la una o dos de la mañana y anduviera, como las lechuzas, cantando y gritando a plena oscuridad. Por eso se ponía rojo de rabia y casi azotaba al que le venía con el cuento de que «Amador salió anoche, patrón, y gritaba el nombre de Azucena por unos potreros».

La noche del sábado Amador partió hacia la carpa del circo, pero silencioso como un gato a buscar a Teresa, Azucena y a Enriqueta. Miriam se fue hacia Talca con la ayuda de Luis Beitía Urrutia quien seguía escondido no se sabía dónde y era buscado con una obsesión sin medida al igual que a Miguel Enríquez. Antes le dio un carta a Azucena y una dirección.
—Que metí en mi Virgen del Carmen de loza para que nadie pudiera encontrarla. Amador nos llevó donde unos campesinos y allí estuvimos como cinco días ocultas. Al sexto, o séptimo, nos sacó disfrazadas de campesinas con unos canastos con huevos. Así logramos escapar el cerco de militares. A mí, como soy pequeña, me metió en un saco y lo hizo pasar por papas. Nos dejó en la estación de trenes, bastante lejos de Parral de los Andes, y por milagro logramos arrancar con vida de la zona —Fue lo que le dijo al Padre Hurtado cuando ya estaban en la población. Cuarenta años después ella volvió a recordar ese suceso cuando vivía en el pueblo de Vicuña.

La María Genova Spadaccini había desaparecido como por encanto junto a sus negras culebras el jueves en la tarde. Dos o tres días antes había ido nuevamente a la casa de Don Fernando a contarle con detalles todas «las actividades del grupito que allí se venía reuniendo desde hace tiempo hasta altas horas de la noche». También le dijo sobre las actividades en que andaba el tony Castaña y toda la banda de músicos.

—Se fue detrás de sus culebras como había llegado: una sombra negra y perversa —dijo años después la propiaEnriqueta.

Juan Casanova seguía creyendo que venían por él y se puso tan nervioso que nada les contó de sus temores a los otros cuatro músicos que, en cambio, pensaban igual que el Castaña: «nada tememos porque nada hemos hecho», se decían los unos a los otros y por eso decidieron no separarse. Cuando entraron los cientos de militares armados a la carpa, durante la actuación del mago, se dieron cuenta que la famosa frase del Castaña adquiría una significación tan absurda que era muy tarde para analizar de otra manera los hechos que estaban viendo con sus propios ojos. Por eso pararon con una exactitud perfecta. Todos al mismo tiempo lo que estaban tocando. Como los cuatro ya no sabían qué pensar, y Juan Casanova creyó que venían por él, los cinco se quedaron paralizados de miedo por diez minutos. El tiempo suficiente que les tomó a los militares sacar a la gente de la carpa. Los músicos de la orquesta parecían el retrato patético y de color sepia de una foto tomada en daguerrotipo. Caminaron casi sonámbulos de miedo, uno detrás del otro, tomados de la mano, cuando les tocó el turno de salir de la carpa hacia lo desconocido que les esperaba.

Cuando ya todos estaban arriba de los camiones y luego de que un pelotón de militares volviera de entre unos árboles donde pensaban habían estudiantes armados, los soldados dispararon al azar hacia donde apuntaba el Castaña. Fue entonces cuando todos los que estaban arriba del camión quedaron muy doloridos por la muerte del elefante blanco. Desplomándose como un cerro de harina por el vendaval de balas que el paquidermo iba recibiendo. Después de eso el capitán ejecutó su última orden: mandó rociar con bencina la carpa del circo y luego él mismo apuntó hacia ella y le disparó varias ráfagas con su metralleta. Esta ardió en una gran hoguera como si fuera leña seca. Mientras todo el gigantesco operativo dejaba el lugar, seguía «oyéndose a muchas leguas...», según los testimonios de algunos campesinos que miraban escondidos entre unas matas «un resquebrajadero de fierros, sillas, tela, camarines, viniéndose todo abajo y levantándose de todo eso un gran humo negro. Para que nada quedara en pie, tres helicópteros que andaban rondando el lugar todo el tiempo que duró la redada lanzaron tres bombas que terminaron de dejar en las puras cenizas lo que había sido el circo La Edad Dorada».

Don Luis Ventura había llegado, y nadie sabía cuándo ni cómo, a la casa de Don Fernando Benavente con una caja debajo del brazo, cuatro libros del tamaño de gruesos diccionarios, su pito de plata que le había regalado R T. Barmun colgando del cuello y con la otra mano tiraba como podía de su caballo negro «Rapuncel», más una cabra de color blanco que iba arriba de éste. Mientras ambos miraban desde el largo corredor de ladrillos rojos como iba desapareciendo la carpa entre las llamas y las bombas, a Don Luis le caían unas lágrimas por las mejillas. En tanto a Don Fernando los labios se le extendían en una satisfecha sonrisa.

—Y vi —contó un campesino— que arriba de un camión militar ponían a todos lo que sacaron de la carpa. Se veía un espectáculo bastante extraño: una gente vestida con disfraces de colores, amontonada y saltando unos con otros pues como los caminos eran malos todo se zarandeaba de acá para allá. Iban todos bien vigilados por un millar de militares que los apuntaban. Y más encima los rodeaban los dos tanques que hacían un ruido como si fuera a hundirse la tierra junto con el otro ruido de los tres helicópteros por el cielo. Y atrás de todos, los seguían como cien carabineros a caballos que levantaban aún más otra polvareda. Tan alta como el humo de la carpa en llamas que aún seguía subiendo.

Los llevaron hasta el Regimiento Talca de la misma ciudad. El viaje en tales condiciones duró como cuatro horas o más. Además, como era el toque de queda, y las calles y pueblos parecían deshabitados, nadie se enteró quiénes eran toda esa masa de detenidos con tan diferentes ropas y qué hacía una jaula con un león arriba de un camión militar, bien custodiada por hombres que apuntaban a un animal que tembiaba de miedo más un ejército de carabineros que rodeaban a un enano vestido de arlequín, amarrado en el lomo de un caballo tal si fuera una oveja. Pero fueron muy pocos los que pudieron ver tal apocalíptica caravana que cruzaba pueblos silenciosos hacia el Regimiento Talca.

El capitán, al llegar finalmente a tal regimiento mandó llamar al suboficial Luis Ventura para que viniera a reconocer a los «prisioneros» como se refería a todos ellos. Al decirle al capitán que ése era uno de los principales —apuntando a un hombre bien bajito— pusieron a Justo en una celda. Una hora después interrogó al enano quien se mostró bien desenvuelto y poco miedo se le notaba en la cara. Respondió con tranquilidad de por qué había ido a visitar al empresario y lo que entonces le había pedido al dueño del circo.

—¿Entonces es sólo eso lo que le dijiste a Don Luis? ¿Y qué del Plan ZZ que tenían Uds., en conexión con los estudiantes y Miguel Enríquez, para apoderarse de toda la Zona Central y luego comenzar la guerra civil? —fueron las primeras preguntas del corto interrogatorio.
—¿Qué Plan ZZ y qué guerra civil?
—¿Así que el enano huevón no tiene idea de lo que hablo? —le dijo, dándole un puntapié por la parte de atrás que lo tiró como una pelota de fútbol contra la pared de piedra de la celda. Haciendo sonar como campanitas de árbol de Navidad unos cascabeles de metal que al enano le colgaban de su sombrero y ropa de arlequín.
—Te vamos a refrescar la memoria en un par de días enano de mierda —le gritó— ...y el que te la va a refrescar será mi general Sergio Arellano allá en el norte.

Esa misma tarde el capitán ordenó la relegación de Justo hacia el otro extremo del país. Junto a él también iba
Onésimo acusado de «un maquiavélico plan para asesinar a todos los dueños de fundo de la zona central». A Juan de Dios Ramírez, el domador, el capitán le tuvo lástima de ver lo triste que andaba por la muerte del león cuando el oficial ordenó transformarlo en carne para el almuerzo de cien o doscientos soldados del regimiento, y lo separó del grupo sin decidir qué iba a hacer con el afligido dueño de la difunta fiera. Aún así, en el apuro unos soldados metieron por equivocación a Juan de Dios en el mismo avión junto a los otros dos. Por eso también fue a dar al pueblo Inca de Oro sin que éste se enterara «qué mierda está pasando» —decía el domador— «...que me llevan de aquí para allá, me suben y me bajan a empujones de un camión militar», secándose como podía las lágrimas de tanto que lloraba por la ausencia del animal. El capitán realmente quería que el propio general
Arellano —pues se suponía andaba por esa región en su helicóptero El Puma— se encargara él mismo de decidir el destino de Justo y Onésimo: «dos peligrosos organizadores quienes querían sumir al país en un baño de sangre». En cambio, al tony Castaña prefirió dejarlo en su regimiento y bajo estricta vigilancia militar.

—Es uno de los peces gordos que hay que exterminar de a poquitito. Además de ser el jefe de explosivos y fabricante de bombas, este huevón también es un degenerado sexual.

Sin embargo, Sergio Arellano llegó de sorpresa dos o tres días después de la gran redada. El zumbido de su helicóptero negro descendió como a las ocho de la mañana en el patio del Regimiento Talca. Cuando supo que el capitán allí había «actuado precipitadamente en la decisión respecto a los cinco músicos, sin esperar su llegada, y haber usado mano muy blanda con otros», ordenó de inmediato el fusilamiento de Onésimo después de leer y escuchar el informe sobre las actividades de éste. También, a las ocho y media de ese mismo día decidió la suerte de Juan de Dios Ramírez: domador del circo. La decisión la tomó cuando vio a «cien soldados desnudos en el patio del regimiento haciendo la V de la victoria y con flores en la otra mano», según contó uno
de esos soldados años después y «...cuando supo que habíamos comido carne envenenada de león ordenó buscar al domador donde estaba relegado y pasarlo por las armas». La orden le llegó cuando éste hacía tres o cuatro días que vivía en el pueblo minero Inca de Oro. Por la necesidad de hablar de lo que fuera en ese planeta de soledad y arena, el domador se hizo rápidamente amigo de otros dos relegados a los cuales casi aburrió con las historias de su león.

Enriqueta —quien después de tanto preguntar en oficinas militares de la capital sólo recibiera un papel donde le contaban una mentira con la cual vivió por muchos años— recorrió engañada cuanto lugar con gente encontró por esas mismas soledades de arena y pueblos olvidados por si escuchaba la voz de su trapecista. Pero se convenció que estaba enterrado en alguna parte del desierto y desde que partió a esos lugares, junto a Teresa de los Andes, Azucena, Miriam y Julieta, no quiso regresar hasta encontrar aunque fuera un botón de la camisa o un hueso de cualquier parte del cuerpo de su adorado acróbata.

A Justo lo enviaron esa misma tarde a otro lugar en el norte amarrado como a Onésimo dentro del avión militar. Al llegar al pueblo, que estaba como a veinte kilómetros al norte de Inca de Oro, manipuló a quienes debían vigilarlo pues éstos se olvidaron de registrar sus datos. Por eso cuando el general Arellano ya había ordenado desde Talca su fusilamiento, juntamente con el de Onésimo y el de Juan de Dios Ramírez, nadie sabía dónde estaba el tal Justo. Y nadie lo supo hasta diez o quince años después cuando éste, bajándose de un camión como pudo, corrió hacia Azucena quien mientras caminaba por el desierto seguía pensando una y otra vez en «cuan grande era todo este océano de arena y si tendría toda la vida para recorrerlo».

A Luis Beitía Urrutia lo denunció a la policía un hombre de esos que llamaban lumpen por una suma no muy grande de dinero cuando lo escuchó hablar en una estación de buses con itinerario hacia Argentina pues oyó que «hablaba con un acento bien raro». Cuando el vasco fue apresado en la ciudad de Concepción, Miriam ya acababa de hablar con Vicente Malat antes de que al mago lo enviaran a la Isla Quiriquina donde lo fusiló —tres días después de que lo sacaran a empujones de metralletas de la carpa— un pelotón de quince marinos.

Ella había llegado dos días antes de Talca donde supo algunas otras cosas que le contó su hermano, el suboficial Luis Ventura. El la dejó ir, quizás porque era su hermana, después que ella no le respondió a la pregunta: «¿Dónde se encuentra escondido Miguel Enríquez?». Sin embargo, nunca olvidó aquellas palabras que le dijo Miriam antes de darle el último beso y despedirse para siempre. Ni menos se desprendió de aquel manuscrito que conservó cuando se fue a París. Ese que el general Arellano le había ordenado descifrar pues pensaba era la letra del líder más buscado por todo el territorio y que en él se hacia referencia a una tal Miriam Beatriz Ventura.

No pudo ocultar lo que sabía y le dijo a Miriam, quizás por una absurda nostalgia al espectáculo circence, que a Vicente Malat lo habían enviado a Concepción. Que a Justo a una parte del norte relegado con Onésimo y el domador (sin imaginar el sub-oficial aún las órdenes que daría Sergio Arellano dos días después). Que a Lautaro Millapi lo dejarían para interrogarlo con más cuidado pues como era muy callado «había que sacarle todo lo que sabía de alguna manera». Que el tony Castaña era otro tan peligroso como Miguel Enríquez y también se quedaba para que respondiera frente al general; y, finalmente, «...que a todo el grupo de seres exóticos —como decía mi capitán— el propio general los interrogará personalmente uno por uno».

El mismo día que llegaba el general Sergio Arellano por la mañana; a mediodía salían en un tren las mujeres que Amador había ayudado a escapar del cerco militar. En la mañana también detenían a Luis Beitía Urrutia y era llevado a un estadio de fútbol. Después de siete horas de tortura lo fusilaron en la tarde del día siguiente. Diez segundos antes de recibir todas las balas en el corazón que le dispararon diez soldados, sólo se escuchaba el sonido de un tren que iba cruzando la ciudad. Quien sabe si el condenado a muerte pensaba en un tren parecido el que hace muchos años había tomado en un pueblo llamado Guernica cuando era un muchacho. Viéndose sentado al lado de sus hermosas hermanas Miren y Arantxa y al frente sus padres Luis y Begoña quienes miraban a los tres con la dulzura milenaria de la gente más tribal pues su padre era pescador de la región más vieja de la Península. En ese tren, mientras las otras dormían, y a la misma hora, a las cinco en punto de la tarde, Azucena con los ojos bien abiertos miraba una ciudad desconocida a la que iban entrando cuyo nombre un conquistador español había puesto así: Ciudad de la Inmaculada Concepción.

* * * * * *

Tres horas antes de la llegada del helicóptero El Puma, cuando todo el país aún permanecía bajo el toque de queda, había salido otro con cinco personas casi irreconocibles físicamente. Un soldado quien estuvo allí esa madrugada, alrededor de las cinco de la mañana, recordó décadas después aquel suceso.
—Allí iba un tal Juan Casanova desmayado de dolor más las dos parejas de músicos de la banda del circo. El helicóptero se alejó y yo lo vi que iba hacia la cordillera de los Andes. Enfilando su luz intermitente hacia un volcán. Eso mostraba que con la llegada de un momento a otro del general las cosas comenzaron a hacerse mucho más rápidas —o precipitadas— ya que las resoluciones que él tomaría iban a ser tan parecidas como la que acababa de ordenar el capitán. Amparadas siempre con la más alta confianza de los que controlaban y dirigían todo el territorio nacional.

Uno de los últimos sucesos que tuvo que decidir el general Sergio Arellano fue el siguiente. Hacía ya tres días que aquel numeroso grupo de gente tan diversa llenaban como cinco celdas del regimiento. Soldados y guardianes al olor de unos perfumes y aromas tan desconocidos que salían de los cuerpos de casi cincuenta mujeres de las partes más remotas de la tierra, y de épocas imposibles de definir, violaron a cuantas quisieron hasta quedar saciados. Una mujer, a la que un hombre en armaduras llamaba «Doña Marina», y como era india y llevaba poca ropa, la violaron como jamás en el pasado se había tenido noticia a lo que podían llegar los hombres. Por eso el padre Hurtado había escrito en uno de sus cuadernos: no sólo querían controlar todo lo que se podía ver, tocar, oler y oír; sino también, y con mucho más brutalidad, lo que era fruto de la más pura imaginación.

Al llegar el general Sergio Arellano lo primero que preguntó al capitán fue:
—¿Dónde mierda está entonces el enano ése y la tal santa?
—Ella no ha sido habida —respondió con su mejor lenguaje, pensando en causarle buena impresión—. Parece que se escapó con las otras mujeres o está dentro de esos ciento cincuenta disfrazados. El enano, y otros dos más... —continuó casi tartamudeando— ...fueron enviados al norte pensando que usted estaba allí y quería interrogarlos personalmente.
La rabia del alto militar se expresó en el comunicado que dictó de inmediato, decidiendo la suerte de esos tres que el capitán «con una orden muy precipitada había trasladado a otro lugar». Tal fue el documento que firmó con su lapicera de tinta negra y luego dio comienzo a un implacable interrogatorio. Cerca de las tres de la tarde, casi a setenta y dos horas después de aterrizar en el Regimiento Talca, volvió a ordenar al capitán.
—¡Tráiganme inmediatamente a unos cuantos de esos disfrazados y fantasiosos del montón! —Además agregó:— Grupo de tarados, ignorantes y muertos de hambre... amparados en ropas de disfraces han tratado de encubrir el plan que bajo una inocente carpa organizaban minuciosamente para transformar nuestra patria en una hoguera. Además, ahora encubren con sus brujerías el paradero de los cabecillas.

Fueron en busca de unos cuantos. Los soldados se encontraron con una tamaña sorpresa: no sólo chocaron con un silencio absoluto —y aquel olor de tantos aromas exóticos que marearon sexualmente a todo el regimiento había ya desaparecido para siempre—, sino que todas las celdas estaban completamente vacías. Califas, sultanes, bailarinas, enanos, reyes y decenas de otros «se hicieron humo», como fue la respuesta del capitán a la pregunta del general.
—Bueno, capitán ¿y dónde están los saltimbanquis?
Y otra vez volvió un pelotón de cincuenta soldados a buscarlos en cada centímetro cuadrado de todo el regimiento, armados para una guerra contra un enemigo de otro planeta. Hasta el caballo árabe que pertenecía al que se hacía llamar Hernán Cortés o Don Quijote de la Mancha había desaparecido de la caballeriza del regimiento. Ni siquiera una pluma del penacho de quetzal de un tal Moctezuma se encontró por ningún rincón de la celda, ni aromas que probaran que hubo gente allí. Todo quedó como antes: olor a mierda de ratas.

Curiosamente —escribió el padre Hurtado— ese mismo día y a la misma hora, en una isla llamada «La Quiriquina», Vicente Malat era fusilado por una docena de soldados de la armada. Como no murió al instante, el oficial ordenó enterrarlo mientras agonizaba. Y para que no quedaran rastros de él en la memoria de nadie, pasaron una aplanadora —una gigantesca rueda de piedra— después de haber tapado con alquitrán y cemento el hoyo sin nombre donde lo tiraron.

El general Sergio Arellano, triplicándosele tanta rabia que acumulaba, descargó finalmente toda la furia contra los únicos dos prisioneros que quedaban en el regimiento: Saladino Lepe, apodado el tony Castaña, y Lautaro Millapi, apodado «El trutuca». Al primero lo torturaron con la brutalidad más inhumana sólo porque a un alto militar le confirieron el poder absoluto para decidir el destino del prójimo. Lo acusaron de ser el principal cerebro de la fabricación de armas, explosivos y bombas de alto poder. Además de crápula sexual. Lo fusilaron una hora antes que a Lautaro Millapi. A este último, primero lo interrogó por tres horas y cuando el indio no le
dio la información que buscaba, y sin poder aguantar más sus largas respuestas que «no iban al punto», como dijo, lo sentenció así, según la redacción del comunicado militar que él mismo firmó al lado de un ampuloso sello militar.

A parte de ser un sodomita e invertido sexual, pues se acostaba con hombres y no con mujeres, era un indio brujo quien había sido el causante directo de la desaparición de ciento cincuenta prófugos en traje de disfraces. Y dentro de todos ellos, también una mujer embrujada a la que andaban llamando «santa».

Mientras el helicóptero se elevaba dejando para siempre el Regimiento Talca, al tercer día de haber llegado, el general Sergio Arellano contempló casi por diez segundos una cantidad inmensa de pájaros de colores jamás antes vistos en esa región. Revoloteaban en el patio donde había sido fusilado un payaso y otro que imitaba el canto de cuanta ave existía en el planeta. Y no le llamó la atención porque mientras repasaba una larga lista de nombres, su mano derecha iba borrando algunos para siempre con la tinta negra de su flamante lapicera, en cuya punta se veía grabado un bello puma de oro.

 


 

 
 

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