LA OPCIÓN DE NO VOTAR
Ante el proceso de revocatoria municipal en Lima, Perú: marzo, 2013
Por César Ángeles L.
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a la memoria de mi padre eduardo ángeles figueroa
Hace más de dos décadas fue la última vez que voté en unas elecciones peruanas. Lo hice a mediados de los 80, aquellos años cuando todo andaba convulsionado por la guerra interna librada, principalmente, entre el PCP- “Sendero Luminoso” y el Estado peruano. Eran épocas difíciles, de apagones, atentados, bombas, persecuciones indiscriminadas desde las fuerzas públicas de represión, durante aquella vuelta al régimen constitucional con el segundo gobierno de Acción Popular y Belaunde (1980-1985), el mismo que había sido derrocado por un golpe militar en 1968.
Dicho régimen militar lo presidió, en sus primeros 7 años, el General EP Juan Velasco Alvarado, y luego el General EP Francisco Morales Bermúdez (1975-1979), en suerte de golpe dentro del golpe. La primera fase, así se le llamó, tuvo un sesgo populista de izquierda nacionalista con Velasco. De tal manera que desarrolló una serie de reformas internas que, al menos en teoría, habría de beneficiar a las masas trabajadoras del Perú, del campo y la ciudad. De ahí que buena parte de la izquierda peruana de los 70 se plegó a este régimen, y colaboró con sus políticas desde diferentes puestos públicos. Poco a poco se fue viendo la verdadera naturaleza del Velascato, ya que dichas reformas para la modernización del país eran, en verdad, la potenciación del mercado capitalista local, y ampliar así la base económica y el mercado interno de la burguesía nacional, principalmente. Como ha solido pasar en el Perú, las élites empresariales y afines entendieron poco o nada sobre dicho proyecto, y acusaron rápidamente al general Velasco y adláteres de comunistas y un sinfín de calificativos tan falsos como torpes.
Al final de la segunda fase –de corte económico más bien liberal–, ya desgastado el régimen militar por una creciente ola de protestas sindicales y masivas, se retornó al régimen constitucional, y para muchos las cosas volvían de este modo a la normalidad de los años 60. Se equivocaban, por cierto: nada vuelve a ser igual en la historia, aunque lo parezca. Por ironías del destino, quien ganó la votación presidencial fue aquel partido y aquel candidato que habían sido defenestrados por la cúpula militar que dio el golpe de Estado en 1968. Sin embargo, esta segunda oportunidad venía con sorpresa. En la sierra meridional del Perú (Ayacucho), una fracción de la izquierda peruana había decidido iniciar la lucha armada, siguiendo el clásico molde de la guerra de guerrillas propugnada, prácticamente, por el grueso de la izquierda peruana y latinoamericana desde el triunfo de la revolución socialista en Cuba (1959) en adelante.[1] En efecto, a fines de los 70, “Sendero Luminoso” dio por cerrada lo que denominó la reconstitución del Partido Comunista del Perú -fundado en 1928 por José Carlos Mariátegui-, afirmando haber expulsado a la facción revisionista del seno de dicha organización de masas. Con una línea ideológico-política de sesgo maoísta, daba inicio a la “guerra popular” que el régimen de Belaunde no entendió ni, en consecuencia, pudo contener con las fuerzas policiales en el interior del país. Por lo que debió recurrir, segunda ironía histórica, a quienes lo habían sacado del gobierno 12 años antes: decidió el ingreso del ejército y las fuerzas armadas para reprimir los focos guerrilleros en la sierra peruana.
Diversos hechos empezaron a acontecer en la coyuntura nacional, y la denominada guerra popular senderista alcanzó cada vez mayores cuotas de violencia y amenaza para la institucionalidad demoburguesa recién retomada. El país se polarizaba sin pausa, y durante los primeros cinco años de los 80, la prédica de Sendero fue captando apoyo y adhesión en diversos sectores y zonas pauperizadas del país, al mismo tiempo que se granjeaba enemigos acérrimos entre los sectores dominantes, también hay que decirlo. En 1985, tocaba cambio de gobierno, y se convocó a elecciones presidenciales. La izquierda peruana había articulado, desde comienzos de la década, una amplia organización unitaria, con la que había ganado las elecciones municipales en la capital (Lima, 1983), con el triunfo de su presidente, el abogado Alfonso Barrantes Lingán. Recuerdo haber asistido a diversos mítines y actos públicos de apoyo a esta candidatura, así como, luego, a sendas actividades, cuando aquel abogado cajamarquino fue postulado, en 1985, como candidato presidencial por la Izquierda Unida (abigarrada conformación de partidos y organizaciones de izquierda en el Perú de aquellos años). Recuerdo haber apoyado dicha candidatura y dicho proyecto.
Y es que, desde fines de mi secundaria, consideré –hasta hoy– que solo el socialismo podía ejercer justicia en un país tan escindido como este, gobernado por élites de mentalidad colonial, y atravesado por una serie de terribles prejuicios, discriminaciones y resentimientos desde épocas pretéritas. Sigo pensando que nada diferente a un auténtico proyecto de socialismo de masas podrá cambiar esta realidad, en términos de justicia, democracia y prosperidad para las mayorías. Los sucesivos gobiernos peruanos, desde los 80 hasta ahora, la corrupción galopante en las altas esferas del poder, la sublevante experiencia del fujimorato, con la complicidad de una serie de caciques y mandamases civiles y militares nativos, son apenas otros factores que me han ido confirmando que solo una revolución desde abajo podrá cambiar de raíz este estado de cosas. Algo que hunde sus raíces en la historia compleja y dramática que ha tenido el Perú desde aquellos siglos de colonización española, pero también desde la fundación de una república criolla, en el siglo XIX, de espaldas a los intereses de las masas trabajadoras del país.
Así que, a mediados de los 80, me hallé ante mi estreno de elegir por votación universal, secreta y obligatoria (sí, en este país, el voto es democrático pero obligatorio: sino se vota se paga con multa y otras sanciones). Sin dudar, mi voto fue por la Izquierda Unida y por su candidato presidencial Alfonso Barrantes. Para representantes en el Congreso, si no recuerdo mal, voté por Henry Pease -quien era mi, por entonces, respetado profesor del curso “Realidad Social Peruana”, en la Universidad Católica- y por Javier Diez Canseco, quien había sido, en los 70, presidente de la Federación de Estudiantes de la Pontificia Universidad Católica del Perú (FEPUC). Con el tiempo, y con las aguas, la dirigencia estudiantil de universidades privadas como esta iría perdiendo protagonismo político, al ganar terreno cierta abulia y desconcierto ante los sucesos del país, sobre todo en la década siguiente. La aplanadora represiva del fujimorato, en los 90, también tuvo mucho que ver en esta lamentable historia.
Quienes apostamos por dicho camino electoral, con la Izquierda Unida como la mayor fuerza electoral de izquierda en Sudamérica, contábamos con que si no se ganaba la presidencia al menos podría articularse un frente poderoso que, tarde o temprano, ganase el gobierno del país, y comenzara a implementar políticas de justicia y democracia concretas, golpeando simultáneamente intereses de los grupos dominantes. Es decir, construyendo socialismo a la vez que se combatía el régimen capitalista, subordinado a intereses multinacionales, heredado de décadas pretéritas. El rival de dicho frente, y de Barrantes Lingán, era nada menos que el otro partido con carácter de masas fundado en la misma época del PCP, a inicios del siglo XX: el Partido Aprista, aquella vez acaudillado por su secretario general, un joven diputado de verbo encendido llamado Alan García Pérez. Era un candidato carismático, que se había enfrentado en el Parlamento a algunos representantes de la rancia oligarquía peruana (su performance más recordada es cuando increpó, cara a cara, al ministro de economía del gobierno belaundista, Manuel Ulloa, por las políticas antipopulares implementadas por el segundo belaundismo). Barrantes, en cambio, era un reposado abogado provinciano, ex aprista, de mayor edad que García, pero cuyo carisma residía, probablemente, en su ironía cálida y su manejo de categorías marxistas que esgrimía en una oratoria más bien didáctica antes que incendiaria. En dicha votación por la presidencia del país, el candidato del Apra obtuvo 53%, mientras que el de Izquierda Unida obtuvo 25% de los votos válidos. Sin embargo, García no obtuvo la mitad más uno de los votos emitidos, como mandaba la constitución vigente, por lo que se imponía una segunda vuelta. Quienes habíamos confiado nuestra fe y deseo de un Perú socialista, teníamos gran expectativa en los siguientes pasos del frente de izquierda. Mientras tanto, la lucha armada de “Sendero Luminoso” seguía remeciendo, sobre todo el interior del país, a la vez que cuestionaba toda participación en la justa electoral por considerar que dicho camino desviaba a los sectores populares de sus verdaderos objetivos y estrategias. En ese trance dramático, la dirigencia del frente de Izquierda Unida, y principalmente su candidato, Alfonso Barrantes, decidieron declinar en favor de la candidatura aprista, supuestamente para evitar la desunión nacional y consolidar el recién retomado camino constitucional, convirtiendo a Alan García, de esta manera, en el primer presidente aprista de la república peruana en la historia azarosa de este partido populista.
Eso fue un baldazo de agua hirviente sobre muchos de nosotros, jóvenes y no tan jóvenes, militantes o no. Desde entonces, la izquierda legal peruana empezó a caer en el mayor de los vacíos y descréditos políticos, y su impresionante caudal electoral fue reduciéndose a niveles ínfimos, hasta llegar a un porcentaje más que ridículo si consideramos la alta votación obtenida a comienzos de los 80 (Izquierda Unida se disolvió definitivamente cuando, en 1992, obtuvo una votación por debajo del mínimo requerido para ser considerado partido político y Barrantes se retiró de la vida política). Una serie de factores han de explicar lo anterior, pero estoy seguro de que la historia aquí narrada tuvo peso para el merecido descrédito de dicho frente y de la opción de izquierda electoral, lo cual, de paso, también contribuyó al desprestigio de los partidos políticos en el Perú. De ahí que, a fines de los 90, quienes contendieron por la presidencia fueron dos candidatos no adscritos a ningún partido político: el célebre novelista Mario Vargas Llosa, y un prácticamente desconocido ingeniero agrónomo Alberto Kenya Fujimori. Incluso muchos consideran, hasta hoy, que un factor que contribuyó a hundir la bullente candidatura liberal de Vargas Llosa fue su alianza con partidos de la derecha tradicional peruana, mientras que el otro candidato mantuvo su imagen de “independiente” y de “gente como uno” (Fujimori usó hábilmente sus rasgos orientales para mimetizarse con la masiva población migrante china, y con el pueblo peruano, aunque tenga en verdad ascendencia japonesa), y así ganó, con las consecuencias por –casi– todos conocidas.
Toda esta historia es para explicar mejor las razones que me han ido llevando a no volver a votar por la izquierda legal en el Perú. En las elecciones pasadas, cuando el ex comandante EP, Ollanta Humala, disputó la presidencia del país contra la representante del fujimorato, la hija de Fujimori: Keiko, lo que aún queda de dicha izquierda añeja se organizó en torno a aquel militar novato metido a la política activa, quien debió ir moderando su discurso protochavista, de ribete populista-radical, al ritmo de una campaña donde la figura de centro iba ganando posición, en buena media por presión de sectores de la derecha nacional e internacional. La izquierda peruana apostó, una vez más, por un candidato que quedaba lejos de sus fueros. Al igual que hiciera, al inicio sobre todo, con Alberto Fujimori, o también luego, con el economista Alejandro Toledo (formado en Estados Unidos -en la Universidad de San Francisco, y en la Universidad de Stanford-, un país con quien desde los 70 mantiene importantes vínculos comerciales y políticos como consultor, conferencista y profesor universitario), esa izquierda buscó a alguien de quien auparse para tener alguna representación en el aparato estatal, ya sea en cargos del Ejecutivo, en el Parlamento, o en algunos otros sectores públicos. Se trata, en verdad, de una izquierda que ha ido retirando las banderas de lucha contra el establishment, y que desembozadamente cree en el régimen constitucional, que ha renunciado a cualquier otro proyecto o vía que no sea la electoral, y que rápidamente condena cualquier propuesta de cambios políticos radicales en las estructuras políticas. Es decir, se trata de un sector que sirve perfectamente de acompañamiento y aderezo legitimador a la maquinaria institucional de los sectores hegemónicos en el país. A estos les conviene contar con piezas de recambio, y con figuras y figurones que den alguna imagen de progresismo. No siempre se puede gobernar con mano dura, ni imponer sin chistar modelos neoliberales como sucedió durante los años 90 con el fujimorato. De tal modo que aquella izquierda peruana ha mutado en suerte de socialdemocracia occidental, y su bandera ha perdido el brillo, la intensidad y el norte de otroras épocas.
Cuando hubo votaciones para autoridades municipales en el 2010, al igual que hace más de dos décadas, no fui a votar, ya que dejé de creer en el sistema electoral peruano. Pienso que los políticos y autoridades así elegidos difícilmente podrán hacer cambios profundos y perdurables. Es más, creo que la mayoría de ellos desean usar sus cargos –en caso los obtuviesen– para medrar y enriquecerse, o cultivar un capital simbólico a su favor, con apetitos individuales encubiertos para arribar a diversos escalafones del poder. Sin embargo, a pesar de todo, o quizá por conocerla un poco, no me disgustó que la alcaldía de Lima la ganase Susana Villarán[2]. Sabía que difícilmente podría esperarse de ella o su equipo algunos cambios de fondo, menos aún desde un municipio, por más que se tratase del de la capital del país. Pero me parecía una persona no corrupta, y con algunas ideas de reformas que podrían hacerle bien a una ciudad colapsada y con síntomas de sicosis colectiva (reflejada en asuntos como su tráfico patológico, sus barrios caóticos y desiguales: algunos enrejados y con guachimanes paranoicos, sus mercados y atención sanitaria en crisis, entre otros rasgos urbanos de ese talante). Pensé que algo podría hacerse, al respecto, desde la Municipalidad. Y además, por supuesto, no simpatizaba en absoluto con las otras candidaturas, ni con la de la derecha tradicional representada por el PPC y Lourdes Flores, ni con la de Castañeda Lossio, el ex alcalde limeño acusado de tráfico de influencias, peculado, asociación ilícita y realizar obras sin debidas licitaciones. Por lo que no me pareció mal que Villarán sea, además, la primera mujer que ganase dicho puesto de alcaldesa.[3]
Sin embargo, una serie de problemas vinculados a la poca capacidad y experiencia de gestión pública de ella y su equipo comenzaron a ponerla contra las cuerdas, ante las críticas de sus detractores, muchos de los cuales, por cierto, provienen de aquellos grupos que fueron derrotados en la pasada cita electoral. Su principal rival político hasta el día de hoy, qué duda cabe, es el ex alcalde Luis Castañeda, quien fue investigado por Villarán desde que asumiera su cargo de alcaldesa, por malos manejos de los fondos de erario público. El criollón orgullo del ex alcalde no pudo más y explotó, despotricando como nunca de quien lo acusaba, venciendo la sinuosa parquedad que lo caracteriza. Otros grupos políticos, vinculados a trayectorias de corrupción y mafias enquistadas en el Estado, se han plegado a dicho sector, como el fujimorato y –cuándo no– la cúpula del Apra, además de sectores sociales como, por ejemplo, una parte de los transportistas, que no quiere dejar de succionar viejos beneficios a costa del bienestar de la mayoría de ciudadanos en la capital del Perú.[4] De ahí que estos sectores, aprovechando algunos errores de gestión así como de mal manejo de la imagen pública de Villarán y su equipo, lanzaron la campaña para la revocatoria de la alcaldesa y los miembros de la comuna limeña. Luego de algunos tiras y aflojas, sumaron los votos necesarios, y en esas estamos ahora, ad portas del próximo 17 de marzo cuando se realizará la votación por el SÍ (revocar) y por el NO (revocar).
Una vez más, el dilema principal está planteado. ¿Asistir o no asistir a dicha votación? ¿Participar o no en su lógica y sus consecuencias? Los intereses mezquinos, mafiosos y autoritarios, que están detrás de la campaña del SÍ a la revocatoria, me decidieron desde el primer momento a no votar de ninguna manera por esta opción. De ahí que tenía en mente, rompiendo mi posición de no volver a votar en ningún proceso electoral peruano, asistir este 17 a votar por el NO, para no permitir que dichos grupos consiguiesen ningún triunfo contra algunos cambios que la actual comuna limeña viene implementando y que me parecen buenos (reforma sustancial del transporte público, traslado de los comerciantes del Mercado Mayorista de La Parada al Mercado de Santa Anita por razones de seguridad y salud pública –más allá de los cruentos sucesos y errores al inicio de dicho operativo–, así como su amplio proyecto cultural en marcha, entre otras acciones). Tampoco deseo que ninguno de quienes están dirigiendo dicha campaña por la revocatoria municipal vuelvan a tener cuotas de poder en este país, aunque sé que así pierdan en este proceso volverán a tener algunos cargos de responsabilidad política, porque lamentablemente las cosas nunca cambian por votos de más o menos.
Sin embargo, he comenzado a ver conocidos rostros y posiciones de la tradicional derecha peruana acompañando la campaña del NO a la revocatoria municipal, como Mario Vargas Llosa, el ex presidente Alejandro Toledo, el ex Ministro de Economía Pedro Pablo Kuczynski, entre otros políticos de dicho espectro (lo de “espectro” es literal en esta ocasión), así como mediáticas personalidades del deporte y la atrabilaria farándula local, todo lo cual me hace dudar de si realmente un voto por el NO está favoreciendo algo de lo que yo he deseado para este país y esta vida: algo afín a una opción de izquierda y un compromiso por llevar a la práctica el socialismo. Pienso que no. Creo que si algo parecido a una izquierda honesta queda todavía, en esta campaña ha sido cooptada, o se ha dejado capturar -que es lo usual y peor, por esos sectores de una derecha, ¿cómo llamarla?, menos grotesca que la llamada “derecha bruta y achorada” que se halla tras la campaña del SÍ. Pero que, finalmente, representa a los mismos sectores políticos conservadores y contrarios a los intereses mayoritarios. Creo, en verdad, que casi no hay izquierda en este tipo de citas electorales, y que aquellos ideales y objetivos en los que he creído hasta el día de hoy se hayan representados, probablemente, por movimientos populares, por ciertas protestas regionales, y tal vez por dirigencias aún en formación fuera del ámbito electoral tradicional. No quiero volver a apostar, ni siquiera por razones coyunturales o tácticas, en proyectos en los que no creo. Y aunque, sinceramente, deseo que el gobierno de Susana Villarán logre cumplir con algunas reformas urgentes que los habitantes menos pudientes de esta ciudad destrozada necesitan para, al menos, vivir un poco mejor, ya no considero que deba ir a votar por ninguna de las dos opciones en disputa. Tampoco pienso que deba antagonizar con todos aquellos que deseen votar por el NO. Sé que hay cierta gente sincera que cree que así han de cambiar las cosas en esta ciudad y este país. Yo pienso que solo el poder popular, y opciones fuera del ámbito legal, han de cambiar de raíz y perdurablemente, con justicia y democracia auténticas, la realidad y la vida.
Como lo señalé en otro artículo, respecto de las pasadas elecciones presidenciales, cuando muchos amigos y amigas pensaban que un gobierno de Humala no solo frenaría la asquerosa reproducción política del fujimorato sino que implementaría sendos cambios a favor de las mayorías trabajadoras (las masivas protestas contra las políticas mineras son solo un síntoma de lo errada que estaba dicha concepción), pienso que es importante dejar sentada una posición alternativa, no importa si por ahora minoritaria, de que todo puede y debe cambiar no necesariamente dentro del régimen electoral. [5] Las elecciones son, como empecé a pensar desde que, en plenos 80, vi el abrazo entre Barrantes y Alan García -además de otras imágenes sublevantes como esas-, apenas un juego a favor del poder de la élites en el país, para hacer pensar a todos que el Perú –todo el Perú– avanza, y que con nuestro voto podemos dirigir el rumbo de los acontecimientos a nuestro favor. Hace tiempo que descreo de eso. Hace tiempo que decidí jugármela por una opción que, de seguro, no es la más popular, en estos tiempos de desangelada política, pero que para mí al menos es la más honesta y auténtica. [6]
Así que este 17 de marzo mi opción es no votar. No viciar ni votar en blanco, porque ello sería igual a participar de la lógica del régimen electoral (y, de paso, ceder al absurdo e irritante chantaje del voto obligatorio que sigue vigente contra todo sentido verdaderamente democráticoburgués). Se trata de una posición y un acto no solo de negación, sino que, en vista de todo lo expuesto, expresan la voluntad de construir el socialismo, en el Perú y el mundo, por vías que quedan fuera de las opciones que el poder impone a los supuestos ciudadanos libres y soberanos. En este sentido, me considero quizá próximo a quienes en otras partes del mundo buscan opciones diferentes a las ya establecidas institucionalmente. No voy a sumarme a un grupo como los indignados de España, por poner un ejemplo actual, porque en ese tipo de conglomerados hay una heterogeneidad en la que cabe prácticamente de todo. Pero sí considero que en opciones como esas, ha de haber colectivos de personas sinceras y que están por un mundo verdaderamente nuevo, con nuevas prácticas y opciones. Se trata de hacer que la imaginación política y cultural se ponga en marcha. Se trata de que esos caminos imaginados, colectiva e individualmente, empiecen ya mismo a hacerse realidad. Ese es el camino por el que decidí a apostar desde hace tiempo. Confío estar en el camino correcto, y contribuyendo a él desde mis labores diarias, e incluso con un rápido artículo como este. Todo ha de ser poco, pero sé y siento que al menos es. Y eso me basta, por ahora.
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NOTAS
[1] Al respecto, caben varias precisiones. Quizá la principal sea que si el PCP-SL propugnó la guerra de guerrillas, no lo hizo desde la perspectiva foquista, al estilo cubano, sino en función de construir bases de apoyo, en la línea maoísta, la cual era una de las tantas versiones de la militancia partidaria socialista por aquellos años en el país. Otra cuestión adicional es que, al parecer, a Acción Popular (AP) y su líder Belaunde -netos representantes de la privatización y penetración del capital norteamericano en el Perú- les persigue cierto tipo de acontecimientos. Además de los ya señalados, cabe recordar que en su primer gobierno (1963-1968) también debió enfrentarse a las guerrillas del MIR y del ELN, que fueron derrotadas por el ejército peruano rápidamente. La de los años 80, iniciada durante el segundo gobierno de AP, como queda dicho, no continuó dicha experiencia foquista; pero es indudable que Sendero la tuvo como referente, y que el modus operandi de aquella le sirvió como lección para iniciar su lucha armada con diversas tácticas y estrategias, al punto que lo de “Sendero Luminoso”, en un marco internacional más bien adverso (por la caída del regímenes otrora socialistas que devinieron en burocráticos, y el agresivo despliegue del neoliberalismo), duró alrededor de 15 años.
[2] Susana Villarán de la Puente (Lima, 1949) fue Ministra de Promoción de la Mujer y del Desarrollo Humano durante el gobierno transitorio de Valentín Paniagua, luego de la debacle del fujimorato. En el 2002, fue la primera “Defensora de la Policía”. Postuló a la Presidencia de la República del Perú, en el 2006, y obtuvo el sétimo lugar con 0.62% de los votos válidos. Es presidenta del Partido Descentralista “Fuerza Social”, con el que llegó, en octubre del 2010, a ser la actual burgomaestre de Lima. Fue asesora en la Municipalidad Metropolitana de Lima, desde 1983 hasta 1985, y trabajó para el alcalde Alfonso Barrantes. En el marco de la campaña para la Alcaldía de Lima, Villarán expresó que su candidatura representaba “una izquierda moderna, democrática y progresista”.
[3] El abogado Marco Tulio Gutiérrez, uno de los principales promotores del proceso de revocatoria y aliado del ex alcalde Castañeda Lossio, dio estas declaraciones públicas, jugando torpe y machistamente con las opciones del SÍ y del NO: "Las damas siempre dicen que no y acaban diciendo que sí" http://www.youtube.com/watch?v=unRUB1WErj0
[4] En esta campaña, el caso del partido aprista es particular, ya que muchos analistas consideran -me incluyo- que el mal llamado “partido del pueblo” se halla, más bien, acumulando fuerzas para la siguiente campaña presidencial de su heliogábalo líder: Alan García.
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