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Presentación de Cahili-Huta, de Diego Álamos
Álamos, Diego. Cahili-Huta. Chancacazo Publicaciones, Santiago, 2014.
Jueves 10 de abril del 2014

Por Christian Anwandter


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1.
Nuestra lengua consigna la expresión “escritor fantasma” para referirse a alguien que escribe para otro que figurará como autor oficial. Al final de ese proceso, el escritor fantasma habrá desaparecido. Cahili-Huta, de Diego Álamos, no es una historia sobre un escritor fantasma. Tampoco fue escrita por uno. Estamos aquí ante un novelista de carne y hueso. Su cercanía con los fantasmas, sin embargo, es innegable.

De hecho, la novela habla sobre un escritor de fantasmas, que nos muestra el proceso mediante el cual accede a escribir sobre ellos, al mismo tiempo que nos deleita con detalles de su mundo y con las aventuras y desaventuras de sus fantasmales habitantes.

El narrador, consciente de su actividad, da cuenta de la aparición y desaparición de las sábanas, se interroga sobre sus características y posibilidades y tiende puentes entre ese mundo y este, en el que se supone que estamos y en el que, nos apresuramos a creer, también se encuentra el narrador.

¿Por qué el escritor de fantasmas puede verlos y no nosotros? Por un exceso de realidad, tal vez. Lo cierto es que Cahili-Huta despliega con una generosidad única y a la vez prodigiosa la riqueza de ese universo. Y es, sin duda, un prodigio hacer aparecer un mundo – otro mundo – con esa naturalidad desconcertante que caracteriza a la novela.

La novela describe un espacio vasto en que distintos pueblos, como La Cuspita o El Pocho, albergan a innumerables fantasmas que viven ahí sus fantasmales existencias. Por ahí están los rieles de la línea del ferrocarril Cahili-Huta, que nunca pasa. También hay instituciones, arriendos, enfermedades, trabajos, bonos, abusos, robos, amoríos, familias, etc. La diferencia fundamental estriba en que no son humanos los que dan vida a ese entorno, sino que son algo así como una comunidad de fantasmas.

¿Qué tienen en común los fantasmas? Al igual que los seres humanos, los fantasmas no saben necesariamente qué misterio los constituye. Muchas veces se preguntan sobre su naturaleza. El narrador tampoco pretende un conocimiento exacto sobre la materia. Sin embargo, es un fiel testigo de sus apariciones y, de cierta manera, los busca incansablemente.

2.
No pretendo resumir Cahili-Huta, sino tan solo “hacerla presente” ante ustedes. Para eso, quisiera llamar la atención sobre la palabra “fantasma”, que proviene del griego “phantasma”. En griego, tanto la palabra “phantasma” como “phantasia” eran derivados de otras palabras, phainó (hacer aparecer a la luz) y phós (luz). Un fantasma, en griego y también en latín, se refería a algo que se volvía visible, a algo que aparecía. El origen del fantasma se encuentra en esa oscuridad previa de la que emergían inusitadamente.  

La fantasía pasó a designar la “imaginación” como la facultad mental –  menospreciada por la razón filosófica (la “folle du logis” de los franceses) – de generar imágenes, aun si según varios especialistas el término correcto para traducir phantasia sería, más que “imaginación”, “el aparecer”.

Nuestros fantasmas, hoy por hoy, tienen que ver con “apariciones” que irrumpen en lo real pero que, o bien son sobrenaturales, o bien son proyecciones de nuestro inconsciente. De hecho, los fantasmas han encontrado un excelente acogida en el terreno de la psicopatología.

Creo que los fantasmas de Cahili-Huta no corresponden a ninguno de estos dos polos. Los fantasmas de la novela están estrechamente relacionados a la creación literaria y al despliegue de las posibilidades de la escritura de ficción.

Quisiera recordar, para entender mejor la naturaleza de los fantasmas de Cahili-Huta, el título de otro libro publicado por Diego: Asomos, y que también fue, en su momento, un título tentativo para esta novela. En ese libro, la figura del creador era tratada con recelo. Era más bien la figura de un escriba apartado de la divinidad la que funcionaba como modelo de escritor:

Al situar la poesía como heredera de un escriba desconcertado por la escurridiza divinidad a la que quiere seguir, Diego Álamos plantea una escritura despojada de su supuesto sentido original. La poesía seguiría practicando el trabajo de los antiguos copistas, pero ya no existiría un vínculo de subordinación a lo divino que legitime este mismo acto. De la misma manera, ya no se trataría de “copiar” un texto canónico para su preservación, sino de sacar a luz – hacer que se asome al lector – una realidad inabarcable [1].

Eso fue el año 2008, cuando Diego exploraba los senderos del poema breve. El año 2009, publicó su Nuevo Curso de Mecanografía. Nuevamente, la figura del escritor no aparecía ligada a la “literatura” propiamente tal, sino que a través de la figura de un “profesor autodidacta” de un curso de mecanografía. La dificultad de escribir algo “propio” – en un mundo lleno de fantasmas – se enunciaba desde un comienzo: “Todo es tan difícil y decir algo es condenarse”. Había en ese libro una escenificación del aprendizaje de la escritura que recurría al género didáctico como modelo, que ciertamente lo parodiaba a través de la pesadumbre del aprendiz. 

Esa dificultad de la escritura – en que escribir es condenarse – es la otra cara de esa voluntad por mostrar aquello que apenas se asoma. ¿Por qué esta insistencia con aquello que apenas se asoma, aquello que se aparece y que constituye el aparecer? ¿Por qué es tan frágil que puede provocar la condena del que se pone a escribir?

Tras leer Cahili-Huta, siento que Diego da con una manera de asumir la escritura sin que sea una condena y que logra, al mismo tiempo, mostrar el aparecer de un mundo. Creo que, con esta novela, redobla una apuesta. Una apuesta por el poder de las palabras para configurar una realidad prodigiosa – enteramente fantasmal – asumiendo también que la escritura se trata, justamente, de dar luz a fantasmas que, si no, permanecerían irremediablemente oscurecidos.

Y lo hace, justamente, lúcida y lúdicamente, abrazando el modelo de la novela decimonónica, un fantasma en sí mismo, en la medida en que ese narrador omnisciente trae reminiscencias de cierto poder del creador sobre lo creado que aquí se replica entre un espectador de fantasmas – pero que asume su participación en la aparición de estos – y el mundo de los fantasmas – que también pareciera tener vida propia una vez que se le deja aparecer. De esta forma, Diego levanta una novela que es un verdadero homenaje a la fuerza de la ficción y a su autonomía.

3.
Si podemos entretenernos y maravillarnos con la lectura de un mundo de fantasmas, no es porque, como dicen algunos, la lectura nos transporte al mundo de la infancia, ese mundo en que creemos en lo maravilloso y no entendemos la consistencia de lo real. No, lo que sucede es más bien lo contrario. Los niños son aquellos que perciben todas las formas invisibles que habitan el mundo, y que comparten la vida con nosotros.

Tal vez la forma invisible que habita de manera más evidente el mundo es justamente la lengua que hablamos. Una de las funciones de la literatura sería, justamente, volver consciente la lengua que utilizamos para nombrar la realidad. Esta lengua, que me permite decir la palabra “árbol” a pesar de que aquí no haya ninguno, es un artilugio fantasmal, es un mundo de imágenes y de ausencias, de pasados que se hacen presentes en una línea continua que traspasa todo tipo de barreras espacio-temporales.

Cahili-Huta, al hacer aparecer el mundo de las sábanas, inevitablemente nos muestra también la aparición de la lengua como lugar en que lo posible se vuelve real, concreto, palpable. Los fantasmas pueden ser seres inaprensibles, pero no por eso diremos que no tienen presencia.

Llega un punto en que el tren que nunca había pasado, el Cahili-Huta, aparece en mitad del pueblo, causando conmoción y sorpresa, obligando a la comunidad de fantasmas a reorganizarse. Creo que esta escena es una metáfora perfecta de lo que la novela efectúa entre los lectores. Es como un tren inesperado que aparece ahí, en medio del lugar en que vivimos habitualmente, y que con su fuerza, con su movimiento imparable – que hace pensar en el discurrir preciso de las frases – nos obliga a desplazarnos hacia otro lugar y preguntarnos sobre lo sucedido.

 Cahili-Huta, la novela, aparece en ese intervalo o intersticio que se da entre dos puntos imaginarios, inalcanzables: más que darse, que regala, mediante el paciente trabajo de la escritura, un mundo a la mirada del que se presente.

Esa mirada – la del lector – se instalará en el mundo del libro tal vez esperando ver un reflejo de la realidad que cree vivir cotidianamente. Cahili-Huta, en ese sentido, rompe con esa expectativa, y marca claramente una ruptura entre la realidad cotidiana y el mundo de la ficción. Pero es una ruptura que, a la larga, no hace más que enriquecer la comprensión de ambos. Es un punto en que la realidad emerge como fantasmagoría, y la novela como un medio para restituirnos – a nosotros – a lo fantasmal.

 

 

[1] Texto leído para la presentación de Asomos, en 2008.

 



 



 

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