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LA NOVELA EN EL PERÚ ANTE EL SOCIALISMO.
Guía mínima para un buen lector

Por César Ángeles Loayza

para Kike ‘Chino’ Wong, hermanito iNNmarcesible desde El sol a rayas y su magenta navegación


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I

La novela es una forma literaria que nace con la Edad Moderna en la historia de Occidente, y más exactamente con la aparición y consolidación de la burguesía como nueva clase dominante. Por cierto, nada es absoluto, menos en el campo de las expresiones artísticas y literarias. La novela como género tiene su eje en la historia de un individuo entre una serie de avatares de diverso cuño, una suerte de épica pero de corte individual. Sin embargo, tiene destacados antecedentes desde fines de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna, con libros como las prosas eróticas El libro del buen amor (1330), del Arcipestre de Hita; o El Decamerón (1351), de Giovanni Boccaccio, y novelas como Gargantúa y Pantagruel (siglo XVI), de Francois Rabelais, entre otros; e inclusive con ciertas crónicas de la época de la Conquista europea en América que poseen, según algunos estudiosos e historiadores de la literatura, rasgos propios del género novelístico. Es decir que si esta forma literaria, como queda dicho, tiene su esencial característica en los avatares de un protagonista, se comprende que precisamente la clase que ha hecho del individuo el eje de su filosofía, su ideología y su praxis política y económica, es decir, la burguesía, es la que configura el marco histórico para la cabal expresión de esta forma literaria. Ya es un lugar común afirmar que la novela hunde sus raíces en las antiguas epopeyas y los cantares de gesta; es decir, en la recreación verbal de las batallas y guerras por la supremacía de un pueblo sobre otro, en la historia antigua de Occidente. Sin embargo, dichas manifestaciones literarias, al igual que otras formas protonovelescas del período medieval, remarcan el accionar de personajes (muchos de origen divino) sometidos a un destino regido por los dioses, y que en verdad encarnan creencias, mitos, tradiciones, historias y caídas de sus pueblos, o de una parte de estos. En cambio la novela, en tanto expresión moderna, se centra en la historia de un individuo (el protagonista) inmerso en algún tipo de realidad concreta donde ha de vivir diversas circunstancias que conforman la historia que en cada obra se narra.

Todo este preámbulo viene a cuento porque algunos escritores afiliados al socialismo han negado la posibilidad de que este ideal político se encarne en la novela, al tratarse de un género por definición individualista, o que se centra en el rol individual del protagonista. En el Perú, por ejemplo, un buen narrador y serio ensayista como Miguel Gutiérrez (Piura 1940-Lima 2016) planteó dicha tesis, explicando sus razones, en su libro Celebración de la novela (1996, Lima: Peisa). Luego, reiteró dicha posición, aunque de manera más sucinta, en algunas declaraciones periodísticas cada vez que publicó  alguna nueva novela o ensayo.[1] Ello le ganó el disgusto de algunos compañeros y amigos de ruta, como el escritor Oswaldo Reynoso (Arequipa 1931-Lima 2016); con quien, misterios del universo, partieron el mismo año.

Como sea, luego de leer la explicación de Gutiérrez acerca de la estética del realismo socialista, que fuera la política cultural oficial cuando se fundó la Unión Soviética e incluso en China socialista, entre otros países, pienso que en la novelística peruana no ha habido manifestación de una estética proletaria, con la excepción de El Tungsteno, de César Vallejo, o El retoño, de Julián Huanay. Por cierto, en la literatura universal no es fácil encontrar piezas novelescas de corte real socialista y que, a la vez, funcionen en tanto obras literarias. Es decir, que cumplan el imperativo de todo arte: calar con hondura y sensibilidad en la condición humana. En el apartado “Novela y socialismo” de su mencionado libro Celebración de la novela, Gutiérrez, luego de sintetizar y comentar el realismo socialista puesto en práctica en la Unión Soviética y otros países, dice que “El resultado fueron obras artísticamente convencionales que, en pugna con el espíritu de la novela, fluctuaban entre la epopeya y el idilio. Si a pesar de todo se escribieron unas pocas obras maestras, como Caballería roja de Babel, o El don apacible de Sholojov, fue porque sus autores, fieles al realismo, escribieron como novelistas” (15). Más adelante, añade: “¿Quiero decir con todo lo anterior que la novela no admite en su seno temas sociales, políticos o revolucionarios? Por supuesto que no...”, y da cuenta de “grandes novelas” que demuestran este aserto como La cartuja de Parma, La educación sentimental, Demonios, La guerra y la paz, y que inclusive “una novela tan refinada y de apariencia esteticista como En busca del tiempo perdido” tiene personajes comprometidos con “la sangrienta represión de la Comuna de París”. Asimismo, añade que “el tema de la revolución socialista ha dado lugar a notables novelas del siglo XX”, como la obra de Gorki, sobre todo Los Artamonov, o La condición humana, de Malraux (16-17, ob. cit.).




II

El socialismo, como es sabido, es un antiguo ideal de la humanidad. Si por socialismo entendemos una vida justa, sin grandes penurias, y donde no existan las miserias que hoy en día existen a pesar de tanta tecnología. Lo mejor de la humanidad ha bregado en toda época y lugar por dichos objetivos. Pero hasta el momento el poder de las élites dominantes ha logrado reprimir, y postergar, dichos ideales; ya que como es evidente la explotación por ciertas minorías rige aún el destino de las mayorías. De estas, aquellas que habitan en los países más pobres de Asia, África y América son las más paupérrimas. Pero el socialismo ha tenido diferentes fases y formas a lo largo de la historia universal. No es ocasión aquí de pasar revista a todo ello, mas es solo con la fundación del socialismo científico, a mediados del siglo XIX, cuando dicho anhelo cobra su expresión más honda y objetiva abriendo la posibilidad concreta para que dichas mayorías alcancen el poder y conviertan el socialismo en una realidad universal, derrocando a las minorías que oprimen a los pueblos del mundo. Marx y Engels lograron plasmar en sus obras dichas batallas masivas, dándoles una teorización científica, analizando con hondura las reales claves del poder del capitalismo, su génesis, sus fuerzas, flaquezas y contradicciones intrínsecas, con el objetivo de derrocarlo y sustituirlo.

Así que el socialismo científico es también, como la novela, un producto de la modernidad occidental. Aparentemente de forma contradictoria, la propia burguesía, su historia y sus pasos engendraron las masas, la teoría y la praxis políticas que constituyen, bajo nuevas formas, la alternativa real a su cruenta dominación. Es lo que Marx redondeó, en una de sus cáusticas afirmaciones, al decir que la burguesía había engendrado a sus propios sepultureros: el proletariado.

Tampoco es objetivo del presente texto poner al día estas cuestiones, al interior de las nuevas realidades del mundo contemporáneo, y los nuevos debates teóricos y políticos en la izquierda internacional. Pero lo anterior nos sirve para comprobar que la novela moderna y el socialismo científico prácticamente nacen al mismo tiempo y, por ende, tan lejanos entre sí no se hallan.

De ahí que no deba extrañarnos que muchos escritores, en diversas partes del mundo, hayan tratado de volcar sus convicciones y experiencias socialistas en sus labores creativas; por ejemplo, en sus novelas. No necesariamente significa esto que hayan intentado poner en práctica una determinada estética social realista, ni procurado poner en novela ciertas directrices estéticas de la militancia partidaria en el socialismo. No. Pero muchos novelistas democráticos han querido recrear, de alguna manera u otra, sus sinceras y poderosas experiencias en el amplio mundo de la novela. Algunos de ellos lo han logrado, fusionando experiencias personales, sociales e históricas con un lenguaje que logre lo que se espera de toda obra artística: que conmueva. En este caso, que emocione y convenza a los lectores de la veracidad de aquello que se cuenta en la historia novelesca. Y nos han brindado, además, algunos memorables personajes y escenas que encierran en ellos mismos elementos socialistas. De esta manera, el socialismo ha penetrado la novela contemporánea de múltiples formas, con diversas aproximaciones estéticas que van desde líneas más vanguardistas, osadas y experimentales, hasta formas más realistas, históricas e incluso militantes.

En el Perú, hay algunas obras que de algún modo u otro reflejan lo anterior, con un lenguaje de alto nivel y logros encomiables. Si consideramos la historia del Perú, ello no debiera sorprendernos. Más bien nos sorprendería que no fuese así. El Perú es uno de los países más maltratados por el poder capitalista en el continente americano, y debe estar entre aquellos que peores situaciones de pobreza, miseria, injusticia y oprobio registran en la historia universal. Ello radica sobre todo en unas estructuras de poder muy agraviantes y crueles, que han permanecido casi intactas a lo largo de los siglos, con los recambios necesarios al interior de los grupos de poder. Evidentemente, dicha historia ha engendrado un sinfín de protestas. Luchas y batallas que las mayorías libraron en diferentes épocas de la historia peruana. Los escritores e intelectuales no han sido ajenos a todo ello, y si algunos se han plegado al oprobio y la frivolidad, otros, los más lúcidos y grandes, han optado por ponerse del lado de las masas, dando fe de su posición a favor de esas luchas, las más de las veces heroicas y anónimas; aquellas que, como expresó Bertolt Brecht en su poema “Preguntas de un obrero ante un libro”, no suelen figurar en los libros escolares de historia.

Aquí, para provecho de los lectores, e invitándolos a devorar estas novelas, se citan y comentan algunos ejemplos de obras que en el Perú han expresado las batallas del socialismo, sus protagonistas, sus caídas y errores, así como sus pasiones, aciertos e invencibles ideales.


III

Además de la ya citada novela, ambientada en las luchas mineras, El Tungsteno, de César Vallejo, y El retoño, breve novela del obrero y sindicalista Julián Huanay (donde se narra la historia de un niño migrante que en su viaje desde la sierra hacia Lima va proletarizándose con dureza), hay que mencionar dos obras cumbres con claros contenidos socialistas en su trama y lenguaje: El mundo es ancho y ajeno (1941), de Ciro Alegría, y Todas las sangres (1964), de José María Arguedas. Ambos escritores son considerados como renovadores del indigenismo, en tanto retratan por dentro el mundo indígena (del norte del Perú, Alegría; del centro y sur, Arguedas). Pero en verdad son ello y más, ya que ambos dieron a la tradición literaria peruana y latinoamericana estas dos obras de gran envergadura en torno del maltrato contra ciertos sectores sociales, sobre todo del campesinado, y han escrito además páginas de hondo conocimiento del dolor y la alegría humanos. El mundo es ancho y ajeno narra la lucha de la comunidad de Rumi por vencer la tiranía de un ambicioso hacendado que quiere arrebatar las tierras comunales, con la complicidad de autoridades políticas, militares y aun religiosas. Es decir, la vieja historia conocida (no solo) en el Perú. Es un amplio fresco que va llevando al lector por diversas escenas y personajes que ponen a prueba su solidaridad con la justicia comunal, y tiene en el alcalde de Rumi, Rosendo Maqui, a uno de los personajes más emblemáticos de la novelística peruana, junto con el Fiero Vásquez, un célebre bandolero quien en la cárcel se hace amigo de aquel líder comunal.



Todas las sangres, por su parte, es un ambicioso universo narrativo sobre las diversas clases sociales en el Perú de mediados del siglo XX. Aquí Arguedas evidencia, quizá como en ninguna otra obra suya, su ideal socialista, su posición por un país de mayorías, libres del abuso que un complejo entramado del poder las oprime por siglos. Aunque el título pueda sonar a una reivindicación de tipo étnico o culturalista, en verdad Arguedas hace un tour de force y en las páginas de esta novela da cuenta de diversas formas del dominio político en un país como el Perú, y las diferentes respuestas ante ello.[2] En verdad, aun considerando la reivindicación cultural intrínseca a la múltiple obra arguediana, no es posible soslayar la cólera y la consiguiente violencia que encierran sus páginas contra esa parte del Perú que se convierte en el gran obstáculo para que este país viva feliz todas sus posibilidades (recuperando un certero título de Jorge Basadre: Perú, problema y posibilidad), y todas sus riquezas, las cuales son absorbidas por una élite parásita. Esta obra fue debatida, en 1965, en una recordada mesa en el Instituto de Estudios Peruanos;[3] donde desatinadamente se desconoció la validez literaria de la historia narrada en Todas las sangres, y se maltrató el genio creador de Arguedas al punto de conducirlo luego a una crisis emocional y a cuestionar su propia capacidad artística.[4] Tal enojoso asunto no provino más que de la miopía de algunos académicos peruanos, fríamente alejados de las emociones y praxis más indignadas y revolucionarias de las mayorías. Ambas novelas referidas se constituyen en obras sublevantes, ya que confrontan al lector con su conciencia critica, su sensibilidad y con tomar posición en favor de una vida mucho mejor que la heredada por la vieja república criolla.

De cada uno de estos autores podríamos comentar y recomendar cualquier otra obra suya; pero retengamos por ahora, para el tema de este artículo, estas dos. Sin duda, en el caso de Arguedas es imposible no enaltecer su importantísima novela El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971, edición póstuma), ya que con un lenguaje tan herido y apasionado como su autor, y como el Perú que emergía en los años 60, plasma una obra que más allá de la anécdota que la inspira (la fundación de esa ciudad de inmigrantes que es Chimbote, al ritmo del fugaz “boom” de la pesca) retrata algunas de las claves más complejas y profundas para entender el país contemporáneo. Más exactamente, para entenderlo y transformarlo. Las diversas tomas de posición a favor del socialismo, tanto en los diarios personales de Arguedas que se funden con la trama narrativa, como en los diversos personajes y escenas de la misma, otorgan una intensa densidad política (y poética) a la que, para muchos, es la mejor novela peruana en términos de su compleja elaboración con el lenguaje así como su múltiple fabulación.[5]



Mario Vargas Llosa es, qué duda cabe, el novelista más famoso nacido en el Perú. Sobre él y su vasta obra se han escrito y siguen escribiendo diversas aproximaciones críticas e historiográficas. Sin embargo, aun reconociendo su talento para plasmar con realismo múltiples historias en sus cuentos, novelas y piezas de teatro, Vargas Llosa no ha escrito una novela que pueda considerarse como expresión de ideales socialistas. Tiene, es verdad, obras de mordaz crítica contra los abusos del poder, como La ciudad y los perros, por ejemplo. O que ridiculizan las formas huachafas que ese poder ha adquirido en un país como el Perú, en Pantaleón y las visitadoras, o en Latinoamérica, como La fiesta del chivo. Pero ninguna obra suya expresa de algún modo el socialismo. Más bien, en breves novelas como Historia de Mayta (1984) o ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986), Vargas Llosa ha sacado a relucir su odio contra dicho proyecto político, tal y como ya lo señaló el propio Miguel Gutiérrez en su estudio La generación del 50: Un mundo dividido (1988, ediciones Sétimo Ensayo); donde, luego de pasar revista a las características del proyecto de diversos autores e intelectuales de esa promoción —Vargas Llosa entre ellos—, culmina con duras palabras como las siguientes sobre varios de los mismos:

“[L]a más tendenciosa de sus novelas [es] Historia de Mayta, donde el autor transgrede su filiación flaubertiana de ser total, imparcial y objetivo en la revelación de un mundo. Historia de Mayta no es una novela repulsiva, sucia, porque Vargas Llosa haya hecho de Mayta, el más abnegado entre los ‘revolucionarios’, un homosexual (quizá a pesar de su autor, Mayta es uno de los personajes que ha logrado plasmar mejor literariamente), sino porque su galopante y vertiginoso anticomunismo lo ha llevado a presentar al conjunto de la ‘izquierda’ peruana como a una cáfila de sujetos oportunistas, mercenarios, cínicos. En realidad, estos sujetos existen –el Parlamento nos lo muestra diariamente–, solo que no son revolucionarios, sino reformistas o claudicantes de la revolución o burócratas de los revisionismos de nuestro tiempo” (159)

Y más adelante, en el acápite “La militancia partidaria”, Gutiérrez añade que “Los novelistas del 50 no han escrito todavía una novela válida artística e ideológicamente acerca de esta dimensión del hombre en cuanto ser por esencia social [...]. Historia de Mayta pudo ser esta novela, si su autor hubiese podido dominar los demonios del rencor que lo impulsaron a escribirla” (231).

Una de las obras más abiertamente políticas de Vargas Llosa es Conversación en la catedral (1969). En ella, el autor da cuerda a los demonios que tuvo gran parte de su generación, la de los años 50 y 60: la frustración de la primavera democrática burguesa en el Perú después de la Segunda Guerra Mundial, durante el régimen de Bustamante y Rivero, y la asunción al gobierno del dictador militar Manuel A  Odría por ocho años. Lo patético de esta historia es que el Partido Aprista, otrora representante de ideales democratizadores en los comienzos del siglo XX y que fue reprimido durante el “Ochenio” –así como el Partido Comunista–, luego fue socio del gobierno conservador de Manuel Prado (“la convivencia”) y a comienzos de los 60 se coludió con el partido fundado por su otrora enemigo, el general Odría. Todo ello constituye, sin duda, uno de los momentos más oscuros de la política peruana, e inspira el nihilismo que recorre el alma del protagonista: “Zavalita”, alter ego del propio autor, y símbolo del malestar que recorrió a muchos intelectuales, políticos y creadores de esa promoción. Un desencanto que, sin embargo, no alentó a combatientes como Luis de la Puente, Guillermo Lobatón, Juan Pablo Chang, Máximo Velando, entre otros que emprendieron las guerrillas del 60. Aunque fue derrotada, y en tiempo bastante breve, dicha gesta y sus protagonistas son claves en la historia de la revolución peruana por su autenticidad y entrega a la real transformación de las injustas estructuras en el país.


 

Precisamente, otra excelente novela, Aroma de Gloria (2005) de Juan Morillo, trata sobre esa época, y acerca de cómo del propio Partido Aprista se desprendió un sector de militantes que no aceptó la traición de su dirigencia (incluido el propio Haya de la Torre), para luego fundar el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), y de la consiguiente guerra de guerrillas, la militancia durante esos años, y los avatares del socialismo. Morillo es uno de los escritores que integró el citado colectivo Narración,[6] y que como varios de ellos, quizá entregados a otras tareas políticas, laborales o responsabilidades familiares (en su mayoría, quienes integraron este colectivo no vivieron al amparo de becas ni fundaciones extranjeras, sino que sacaron adelante sus vidas con su propio trabajo), demoraron algunos años para consolidar su obra personal. Sin embargo, en el caso de Morillo bien valió la espera pues esta novela es una suerte de ópera, donde la política revolucionaria y la ternura se dan la mano; ya que se trata de la historia de un militante izquierdista durante los años 50, que vive en la semiclandestinidad, estudia y trabaja en la Universidad San Marcos, recorre pueblos norteños y ciudades del Perú, y a la vez se enamora de una militante de su propia organización  partidaria. El paso de los años y los cambios políticos y de diverso tipo en el mundo no consiguieron bajar la guardia a un escritor de temple como Morillo, y con un lenguaje envolvente, directo, entre reflexivo, dialogado y descriptivo, con varias dosis de humor y poesía, conduce al lector a confrontarse sobre diversas maneras de la autenticidad humana en medio de un proceso revolucionario templado al máximo durante la clandestinidad de militantes comunistas y enfrentado a una feroz dictadura.

Es sabido que los dos ideólogos del colectivo Narración fueron Oswaldo Reynoso y Miguel Gutiérrez. Ambos prosiguieron sendas diferentes, tanto en sus vidas personales como en el campo de la escritura. De los dos, es Reynoso quien caló de modo más indeleble en los jóvenes narradores peruanos, ya que su colección de cuentos Los inocentes es, sin duda, un clásico. Se trata de relatos con muchachos de calle mediante los que el autor expresa, en la literatura de los años 50, un nuevo lenguaje, espontáneo, irreverente, fresco y ágil; lo cual provocó la inmediata censura de los lectores más pacatos en la tradicional sociedad peruana de aquel entonces (es decir, la ciudad letrada, la culturosa, la hegemónica-oficial, a esa nos referimos; pues los libros de Reynoso han solido tener mayor fortuna entre los lectores de clase media progresista e incluso entre trabajadores). Menos tumultuoso que aquel, Gutiérrez, sin embargo, mantuvo una mayor disciplina y entregó a la narrativa peruana diversos títulos que lo afianzaron como el narrador peruano más prolífico, junto con Vargas Llosa, y entre los más destacados desde la segunda mitad del siglo XX.

Luego de la experiencia de Narración, Reynoso y Gutiérrez, al igual que otros autores, viajaron a China y vivieron el final del período maoísta, y el inicio de la época Deng Tsiao Ping que representó el camino restaurador en esa gran nación. De dicha experiencia, como no podía ser de otro modo, ambos escribieron sendas novelas pero que guardan entre sí múltiples diferencias. Se trata de Los eunucos inmortales (1995), de Oswaldo Reynoso, y Babel, el paraíso (1993), de Miguel Gutiérrez. La primera retrata con plasticidad y gran capacidad de observación descriptiva el levantamiento de los estudiantes chinos contra los abusos del régimen postMao, en los sucesos de la plaza Tianamen (1989); mientras que el protagonista, “el profe Oswaldo” (evidente alter ego del propio autor), participa de dichas jornadas por encima de su mala salud y su condición de extranjero, privilegiado. Por su parte, la novela de Gutiérrez se focaliza en el Hotel de la Amistad, adonde iban a parar los extranjeros que por una razón u otra viajaban a China. Allí, el protagonista, un lingüista peruano, ha de vivir los cambios de aquella experiencia socialista que existía en su imaginación, y ha de vivir sobre todo una experiencia múltiple, internacionalista, entre diversos intelectuales, docentes y periodistas de diferentes países y lenguas. Sin embargo, una de las experiencias más hondamente dramáticas será cuando se confronte con el miembro del Partido Comunista que se le ha asignado, ya que este, al darse cuenta de la fase de restauración burguesa que se vive en la China de Deng, ha de atravesar por intensas crisis políticas y existenciales que llegan a cuestionar al propio protagonista.



Pero si esta novela de Reynoso es la más lograda y la que más poderosamente expresó los ideales y experiencias socialistas de este esencial miembro de la Generación del 50, la obra que representa ello mismo, para el caso de Miguel Gutiérrez, es su novela La violencia del tiempo (1991). Es imposible en un artículo como este dar cuenta de la complejidad de esta amplia obra de más de mil páginas; pero baste señalar que cuando fue publicada llamó poderosamente la atención, porque al igual que hoy muchos escritores reiteraban que la novela total, aquella que pintaba un mural social sobre el destino humano, ya había pasado de moda. Y he aquí que Gutiérrez dio a luz esta arriesgada novela, una de las máximas obras publicadas en el Perú contemporáneo y la lengua castellana. En sus páginas se entrecruzan hechos, personajes, diálogos y descripciones de las revueltas campesinas en Perú, de la semana trágica de Barcelona y la Comuna de París, ni más ni menos. Todo ello, ineludiblemente, expresa la voluntad del autor para dar forma novelística a los ideales y praxis socialistas en diversas épocas y lugares de la historia humana. Es asombroso cómo la trama novelesca logra transitar experiencias aparentemente tan alejadas en el tiempo y el espacio, cómo de la recreación de las batallas proletarias en la Comuna el lector pasa a los levantamientos campesinos en Piura durante la época de las haciendas, y asimismo al levantamiento proletario en la Barcelona de 1909. Todo lo cual se consigue, entre otros recursos, mediante personajes-puente que le permiten al narrador urdir una compleja trama en torno a la familia campesina de los Villar: descendientes por el tronco paterno de los españoles de la Conquista, y de los indígenas piuranos por el tronco materno. Viejas historias de agravios, amargos sueños de reivindicación, dramáticas reminiscencias y ecos de mestizos históricos como el Inca Garcilaso, el Amauta Mariátegui y su batalla contra el poder oligárquico, César Vallejo, Europa, el Perú del siglo XX, el de antes, el mundo por venir; en fin, un amplio panorama que no traiciona nunca el ideal por un mundo sin explotación, sin propiedad privada que lo gobierne. Es decir, que trasunta en sus vibrantes páginas el socialismo en múltiples formas. Ambas novelas constituyen, por todo ello, lo más poderoso que han logrado estos dos importantes escritores de aquel colectivo de autores provincianos que, en plenos años 60 y 70, planteara nuevos retos y propuestas en un agitado ambiente cultural y literario limeño, peruano.

Terminemos este rápido recuento de creadores y obras en torno al socialismo en la narrativa peruana, específicamente en la novela, mencionando a algunos otros que de diverso modo han expresado una posición antiburguesa así como posiciones democráticas y populares. A aquella importante Generación del 50 corresponden autores como Eleodoro Vargas Vicuña, que en la prosa breve (en sus libros Ñahuín y Taita Cristo) plasmó cuentos con hondo lirismo acerca de la vida campesina en el Perú, cargando su lenguaje de la magia propia de la poesía, a la vez que con una atmósfera mítica y realista; quizás la mejor recreación, desde el Perú, de las influencias del mexicano Juan Rulfo y su inagotable novela Pedro Páramo. Por otro lado, uno de los más influyentes narradores del 50 es Enrique Congrains, quien con sus primeros cuentos y novelas en libros como Lima, Hora cero (1954), Kikuyo (1955) y, sobre todo, No una, sino muchas muertes (1957), dejó una decisiva marca en la narrativa peruana al perfilar pioneramente como tema la barriada, sus personajes y el habla popular: algo que marcaría el lenguaje de otros autores posteriores e incluso en otros ámbitos como la poesía (los grupos Hora Zero y, posteriormente, Kloaka registran evidentes marcas del estilo sucio callejero, beatnik a la peruana, de Congrains). Luego de un prolongado silencio editorial de 50 años, Congrains retornó a la novelística con obras como El narrador de historias y 999 palabras para el planeta Tierra, donde retoma algunos hilos conductores de su producción literaria: sobre todo el enfrentamiento al poder establecido, el protagonismo de la mujer, así como un renovado interés por la geopolítica internacional, sobre todo de la América Latina contemporánea.



En la década de los 70, dos narradores que cabría destacar en su desmitificación crítica de las élites en el Perú son Alfredo Bryce Echenique y Siu Kam Wem. El primero, con su cáustica novela Un mundo para Julius (1970), llevó a cabo una mordaz descripción por dentro de la burguesía limeña, con sus eternos resabios coloniales y de sumisión a la penetración económica, cultural e ideológica del imperialismo anglosajón, principalmente de Estados Unidos. Se trata de un retrato, desde dentro, de esta clase social, facilitado ello por la propia historia de su autor, al provenir de las canteras de la burguesía; pero que, al menos durante sus primeros años como narrador, consolidó un merecido prestigio nacional e internacional desmarcándose de sus orígenes de clase, para con humor, ironía y mucho talento plasmar esta novela que se lee de un tirón a causa de un estilo eminentemente coloquial, y donde el protagonista es un niño de la élite que se cría con la servidumbre debido a las múltiples ocupaciones sociales de sus padres. Una suerte de historia arguediana: el niño semiabandonado por sus progenitores, criado entre la servidumbre; pero situada, en cambio, desde una clase modernizante (aunque se trate de una modernización dependiente y desigual) durante el Perú de la segunda mitad del siglo XX. Por lástima, a la larga, la obra de Bryce y él mismo fueron perdiendo gravitación con obras de menor envergadura y compromiso, hasta llegar a repetirse en varias de ellas. Hoy en día, inclusive, afronta en diversos países acusaciones de plagio por sus artículos periodísticos, y políticamente ha ido perdiendo su potencia crítica, alineándose cada vez más con sectores de esa clase que alguna vez puso en evidencia en toda su huachafería y frivolidad. Por contra, un narrador que fue madurando un estilo propio, renovándose aun en su exilio en Hawai, es Siu Kam Wem, de ascendencia china. Su colección de cuentos El tramo final (1986) lo situó en la primera línea de los nuevos narradores peruanos, y en algunos cuentos de esta colección abordó temas directamente políticos, como en ese magistral relato “El discurso”, donde un estudiante chino de secundaria se niega a recitar, por encargo del director del colegio, un discurso escolar anticomunista, al ser aquel un precoz maoísta.

 

 

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NOTAS

[1] De los narradores que aparecen en los años 60, el caso de Miguel Gutiérrez es particular, pues luego de un auspicioso debut con su novela El viejo saurio se retira (1969) dejó de publicar narrativa durante casi 20 años. A partir de la publicación de Hombres de caminos (1988), sin embargo, Gutiérrez mantuvo una sostenida producción sobre todo en los campos de la novela y la crítica mediante el ensayo. Durante los años 70, junto con otros narradores peruanos fundó el colectivo Narración que hasta hoy es significativo en la tradición literaria del Perú. Por otro lado, tuvo una vida política y personal azarosa, pues su compañera de tantos años, y decisiva animadora de Narración, Vilma Aguilar, fue asesinada en la matanza aprista de los penales (1986), así como el hijo de esta lo fue en la matanza llevada a cabo por el fujimorato en 1992. El propio Gutiérrez padeció represión policial y su polémico ensayo La generación del 50: Un mundo dividido (1988) fue requisado por la policía a los pocos días de su aparición. Quién sabe si por estas y otras razones Miguel Gutiérrez prefirió guardar un perfil bajo en la vida política durante sus últimos años, y en verdad mostró una actitud bastante más moderada en sus declaraciones y actividades públicas.

[2] “[Entre las rebeliones campesinas que estallan en los años 60, Todas las sangres] acaba anunciando la inminencia de un cataclismo. Las últimas líneas de la novela nos hablan de una especie de río subterráneo, una especie de amaru que está recorriendo el mundo subterráneo y que amenaza emerger en cualquier momento. ‘¿No lo siente? Atienda. Es como si un río subterráneo empezara su creciente’. Todas las sangres termina con la esperanza de una gran rebelión en los Andes” (Alberto Flores Galindo, en “Arguedas y la utopía andina”, publicado en Dos ensayos sobre José María Arguedas. Lima 1992: Sur, p. 12). En la entrevista que realicé a Antonio Cornejo Polar, en 1990, también hay puntuales aproximaciones a estos asuntos sobre Arguedas y su propuesta político-literaria (véase mi libro Cortes intensivos. Entrevistas y crónicas 1986-2014: 87-94; reproducida también aquí).

[3] Participaron Jorge Bravo Bresani, Alberto Escobar, Henri Favre, José Matos Mar, José Miguel Oviedo, Aníbal Quijano, Sebastián Salazar Bondy y el propio José María Arguedas. (Cf.:¿He vivido en vano?” La mesa redonda sobre Todas las sangres. Lima 1985: Instituto de Estudios Peruanos).

 [4] Léase el siguiente testimonio de su segunda esposa, Sybila Arredondo: “Una cosa que él [Arguedas] recordaba con frecuencia era el acierto de [César] Lévano cuando habló sobre Los ríos profundos. Era también sensible a las críticas un poco injustas. Con motivo de Los ríos profundos [Sic], hubo una polémica en el Instituto de Estudios Peruanos, y las críticas de Aníbal Quijano le dolieron, porque consideró que no eran objetivas. La polémica con [Julio] Cortázar lo afectó mucho, tal vez demasiado, por las circunstancias: fue el año en que la neurosis de José María se hipertrofió…” (En “Obras completas de Arguedas y su universalidad”, entrevista de Alfonso La Torre a Sybila Arredondo y el editor Humberto Damonte. La república 19 diciembre 1982, pp. 15-16. Véase también una entrevista más reciente aquí). Sobre los efectos de este debate en la mermada salud sicológica de Arguedas, vale también considerar el artículo de Christian Fernández, “Arguedas y la crítica en la encrucijada: la mesa del poder o el poder de la mesa sobre Todas las sangres” (En Revista de Crítica Literaria Latinoamericana 72. Lima-Boston 2010: 299-316), donde sustenta otra interpretación del suicidio de aquel. En concreto, sobre dicho debate mal conducido, y distante de la usual victimización que al respecto se construyó sobre José María, afirma que “Arguedas no supo separar su función como escritor de ficciones y su profesión como etnólogo y crítico literario y cultural” (312).

[5] Acerca del lenguaje novelesco y su validez para expresar el nuevo Perú, considérese lo siguiente: “Martin Lienhard, autor de un libro muy importante sobre Arguedas como Cultura popular andina y forma novelesca [Zorros y danzantes en la última novela de Arguedas. Lima 1981], dice que ‘Con un balazo [alusión al suicidio de Arguedas] como punto final, El zorro abandona el terreno de la literatura practicada como juego y abre una interrogación sobre la posibilidad y la oportunidad de la escritura novelesca en un país como el Perú’. El zorro… significa la ruptura de los moldes tradicionales de la novela. Esta ruptura es la irrupción del mundo andino y de la cultura popular, a través de Arguedas, en una forma burguesa y europea que es la novela” (Alberto Flores Galindo, ob.cit.: 31-32).

[6] El grupo Narración existió como tal desde mediados de los 60 hasta fines de los 70, cuando varios narradores peruanos se involucraron de manera activa en el proceso de la vida política nacional. Como afirma Roberto Reyes, este colectivo “será reconocido como el más importante opositor cultural del gobierno encabezado por el general Velasco Alvarado. Su praxis política y cultural lo distinguirá de la mayor parte de grupos –y de muchos intelectuales que individualmente adscribían una postura socialista o marxista–, cuyos miembros serán absorbidos muy rápidamente por el Estado, e integrados a sus entes burocráticos o a sus órganos de difusión cultural (esto ocurrió con Hora Zero y con algunos ex guerrilleros provenientes de movimientos de los años sesenta, por mencionar algunos casos notorios)”. En la revista de nombre homónimo, se publicaron diversas crónicas que dieron cuenta de que para este colectivo la literatura no tenía por qué desligarse de las luchas del pueblo, sino que, al contrario, era al unirse con ellas cuando adquiría su mayor dimensión. En el segundo número de la revista, en 1971, y bajo el nombre de “Nueva Crónica y Buen Gobierno” (tomado del libro homónimo, de Guamán Poma, en suerte de homenaje y filiación), se publicó la primera crónica de factura colectiva de este grupo. En total, fueron tres: «Los sucesos de Huanta y Ayacucho / Por la gratuidad de la enseñanza», «Cobriza, Cobriza / 1971» y «Luchas del Magisterio / de Mariátegui al SUTEP». El trabajo de este colectivo, sus tesis e ideas, continúan representando un planteamiento moderno, situado y dinámico del hecho de ser escritor, y del arte en general. Al recrear la categoría de “documento” y su polémica relación con la literatura, provocaron debates apasionados sobre si dichas crónicas eran o no literatura. La labor de Narración fue también otra manera de procurar que otras voces, venidas de un sujeto popular y sobre todo oral, irrumpiesen en la literatura: tradicionalmente cerrada a estos cambios y, por ello, conservadora y elitista. Esa batalla entre lenguajes con voces y circunstancias divergentes, dialécticamente contradictorias, es un terreno por donde transitaron con lucidez y valor los integrantes de Narración; y es un camino que aún hoy inspira a numerosos artistas, escritores y críticos de inteligencia y sensibilidad felizmente no cercadas por los muros del academicismo.

 

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CODA. A continuación, y como complemento de este artículo, se transcribe el fragmento final de un extenso trabajo publicado por Miguel Gutiérrez en una revista peruana. Con ello, podrá tenerse un mejor panorama de la narrativa que en el Perú se vincula no solo al socialismo, sino de forma más general a temas, personajes, sucesos, dramas y esperanzas relacionados de diverso modo con la guerra interna vivida por este país desde que el PCP “Sendero Luminoso” inició sus acciones armadas contra el Estado peruano, en 1980, en un olvidado pueblo (para la historia oficial) de Ayacucho.


 

NARRATIVA DE LA GUERRA: 1980-2006 *
(Fragmento final)

 

POR Miguel Gutiérrez

Como todo acontecimiento histórico, la guerra interna en el Perú de la década del 80 y primeros años del 90, por su complejidad y dureza, significó un reto para todos los intelectuales, escritores y artistas, no pocos de los cuales se vieron en la necesidad de decir su palabra o de expresarse en las formas que les eran más propias. En esos años se fueron escribiendo algunas ficciones marginales, casi clandestinas, que con el transcurrir del tiempo, con el concurso de los narradores vigentes en el Perú, conformaron lo que de manera tentativa podemos denominar una narrativa de guerra.

 

A la memoria de Pilar Dughi

Ante todo debo evitar un malentendido que el título "narrativa de la guerra" puede suscitar en los lectores. Cuando se habla de una "narrativa de la guerra" se piensa de inmediato en una cierta narrativa épica que surgiendo en el clima bélico creado por grandes acontecimientos históricos –revoluciones sociales, resistencia popular y nacional contra el fascismo o las dictaduras– nos introduce en la boca del volcán de los combates militares que libran guerrilleros, campesinos armados o destacamentos obreros contra las fuerzas represivas del Estado. En general, esta narrativa surge en lo que podríamos denominar "el momento heroico" de las revoluciones y los movimientos populares. En el caso de la Unión Soviética, este momento tuvo lugar en los años difíciles que siguieron al triunfo de la revolución de octubre, durante el período de la guerra civil en que el ejército rojo se enfrentó al ejército blanco apoyado por los países imperialistas. Durante este período se produjo abundante literatura demasiado contingente, pero también se publicaron algunos libros memorables como La derrota, de Fadeiev (que escribió antes de convertirse en burócrata, lo cual lo llevó al suicidio después de la muerte de Stalin), y sobre todo Caballería roja, de Isaac Bábel (años después sería asesinado en una de las purgas stalinistas), no sólo el mejor libro de relatos sobre la guerra civil de la URSS, sino una de las más grandes colecciones de cuentos del siglo XX. La llegada a España de las Brigadas Internacionales inspiró una literatura épica sobre la guerra civil española que abarcó todos los géneros y aunque, creo yo, las palmas mayores se las llevó la poesía, la narrativa dio lugar también a obras memorables como La esperanza, de Malraux, y ¿Por quién doblan las campanas?, de Hemingway. Probablemente no sea esta la mejor de las novelas de Hemingway –sobre todo por el insoportable romance entre el héroe gringo y la españolita–, sin embargo el libro contiene páginas extraordinarias sobre batallas y acciones guerrilleras como no se habían escrito, creo yo, en Occidente desde Sebastopol, de Tolstoy. Por desgracia mis lecturas de la narrativa de la resistencia antifascista y antinazi en Italia y Francia son precarias, pero novelas como El sendero de los nidos de araña (una mezcla de épica y picaresca), de Ítalo Calvino, y El largo viaje (relato épico-trágico), de Jorge Semprúm, me confirman en la idea de la relación que existe entre una narrativa épica y las revoluciones y los movimientos de resistencia nacional. En Latinoamérica, la revolución cubana dio lugar a una profusa narrativa guerrillerista más bien aburrida (Los años duros, de Jesús Díaz, es uno de los pocos libros rescatables) que hizo estragos en la narrativa peruana en los años de la guerrilla del MIR a mediados de la década del 60. En cuanto a la guerra subversiva en el Perú, aunque inspiró algunos textos logrados sobre combates y enfrentamientos armados –como "Parte de combate", de Dante Castro, y "Guerra a la luz de las velas", del joven narrador Daniel Alarcón– estos no logran conformar una narrativa épica sostenida en la que, por ejemplo, se narre desde adentro las vicisitudes de un destacamento guerrillero y, además de las acciones armadas, se cuente la vida cotidiana del grupo con sus notas de humor y de contradicciones entre sus integrantes. Y tal vez esta ausencia, este vacío, tenga que ver con la dureza de la línea partidaria de SL en que la épica fue suplantada por el terror.

No, aquí, en este artículo, "narrativa de la guerra" tiene connotaciones bastante más amplias, pues abarca los diferentes tipos de ficciones en que la guerra desatada por SL y el MRTA determina de manera directa o indirecta dramas y formas de conducta de individuos y colectividades pertenecientes a todas las clases sociales y con entornos regionales y culturales diversos. De modo que junto a relatos que refieren de manera directa acciones de violencia –combates, juicios populares, torturas, paros armados, atentados terroristas, asalto y fuga de cárceles, masacre en los penales…–, considero también a esas ficciones que dan cuenta de la incidencia de la guerra en todos los aspectos de la vida privada, por ejemplo, en el mundo familiar, en las relaciones de padres e hijos, en las relaciones de parejas, en las peripecias existenciales, en el mundo de los sueños y pesadillas y del pensamiento y las reflexiones morales. Por ejemplo, la continuidad de la guerra en las condiciones de la paz o la imposibilidad de la paz en las situaciones de guerra parece ser el tema implícito del cuento de Pilar Dughi "Conversando en la playa". En base a diálogos muy eficaces que los personajes sostienen en la playa de un exclusivo club militar, el cuento refiere un caso de trauma de guerra: Alfredo, un oficial del ejército peruano que fue destacado seis meses a una zona de emergencia, retorna a Lima para casarse con su antigua novia. Liliana, la novia, se niega a escuchar las historias de Alfredo sobre sus experiencias en la zona de emergencia y rechaza las insinuaciones de una amiga suya en el sentido que Alfredo padece de perturbaciones mentales (por lo demás, como otros conocidos y parientes que pertenecen al cerrado mundo familiar de los militares), sin embargo, en el momento climático del cuento, que se desarrolla dentro del mar, Liliana descubre la pavorosa verdad de que Alfredo se ha convertido en un ser extraño, en un sujeto de mirada desquiciada e instintos asesinos.

Entre los buenos cuentos que Roberto Reyes Tarazona le ha dedicado al tema de la guerra y el terrorismo, el mejor para mi gusto es "El viento de los volcanes". Al concluir el cuento el lector queda con la sensación de que la violencia de la guerra se ha extendido tanto por todos los confines del país que ya nadie puede escapar a su imperio. La ambientación del cuento es notable. Desde una perspectiva aérea se vería una pampa inmensa de tierra estéril llena de ondulaciones y anfractuosidades, por la que ante la inminencia de un ataque terrorista dos individuos se desplazan primero sigilosos, apretando el paso luego, y corriendo, por último, en busca de un lugar donde refugiarse. Porque si esta vista aérea cambiara la dirección del enfoque, podría divisar en la lejanía un ómnibus, interceptado al parecer por un jeep del ejército, donde está a punto de ocurrir la acción de un comando de aniquilamiento senderista, que se halla dentro del bus, contra uno de los uniformados legendario por su crueldad. Y esta es la razón de la huida de los dos sujetos, uno de los cuales, apodado el Cojo, protagonista del cuento, por una circunstancia que se narra en la historia, corre el peligro de convertirse en blanco de los ejecutores. Cuando los fugitivos logran cubrir un trecho considerable, escuchan las detonaciones de revólveres y metralletas que sugiere el desenlace de la operación. Ahora ya no les queda otra posibilidad que caminar por entre esos terrales agrios, al fondo de los cuales se alcanza a ver la cadena de volcanes que determina la naturaleza particular del paisaje. Por fin, el Cojo, hombre de la costa, siente el olor del océano, del mar, y renace en él la esperanza de llegar al puerto de Ilo, donde podrían encontrar un albergue seguro. Pero enseguida descubre que esto es una ilusión: desde una elevación observa que allí en el puerto tiene lugar otra batalla en que destacamentos del ejército intentan derribar a sangre y fuego las barricadas que en su lucha han levantado los mineros y pescadores del puerto. Entonces el Cojo y su acompañante sienten que se levanta una tempestad de arena, –la camanchaca, el viento de los volcanes– y para protegerse y no ser arrasados "como plumas por el viento", por instinto se cogen de la mano para resistir el embate de la tempestad. Y con esta imagen, se cierra el cuento: el Cojo –un sujeto todavía joven nacido en alguna quinta o callejón del barrio de Breña, de espíritu criollo, sin ninguna conciencia política, pero que en busca de su destino realizó una larga travesía por una sierra hermética y estremecida por la guerra y que decide retornar a la costa, a Lima, pues es el mundo al que pertenece y en el cual se halla seguro– adquiere oscuramente este conocimiento: que nadie puede escapar de las tormentas de la Historia.

Como dije en un apartado anterior, la narrativa de la guerra surgió como una línea marginal de la vertiente realista de la narrativa peruana. Recuerdo que una de las primeras cosas que leí sobre este asunto fue el interesante cuento "El departamento", de Fernando Ampuero, que apareció en un Hueso húmero de 1982 (aunque la novela corta Adiós Ayacucho se publicó en 1986 sólo la pude leer dos o tres años después), entre tanto leí algunos cuentos de Luis Nieto Degregori de su libro Harta cerveza y harta bala (1987), meses después tuve la oportunidad de leer Hacia el Janaq Pacha (1988), de Oscar Colchado, pero fueron los relatos de Dante Castro en sus libros Partes de combate (1991) y Tierra de pishtacos (1992) los que me hicieron pensar en la configuración en marcha de una narrativa de la guerra. Y creo yo que cuentos como "Parte de combate" y "Ñakay pacha" (Tiempo del dolor), que sin maniqueísmos nos remiten al fragor de los combates (con armas de fuego y enfrentamientos con armas blancas) que se libran desde los dos frentes en contienda, creo, repito, que estos relatos (los más cercanos a una narrativa épica) resultan imprescindibles para asomarse a este proceso. Según esto, se puede afirmar que los iniciadores e impulsores de la narrativa de la guerra fueron escritores pertenecientes a la generación del setenta (Oscar Colchado, Roberto Reyes, Fernando Ampuero, Enrique Rosas Paravicino, Nilo Espinoza, entre otros) y sobre todo narradores de los 80 (Dante Castro, Julián Pérez, Zein Zorrilla, Luis Nieto Degregori, Pilar Dughi, Mario Guevara Paredes, Walter Ventosilla Quispe…). No pretendo haber leído, ni mucho menos, todos los libros y relatos publicados en revistas sobre la guerra subversiva, pues aquí no me propongo hacer una historia, ni siquiera un panorama de la narrativa de la guerra, sino plantear, luego de una lectura de treintitantos libros, entre novelas y relatos publicados, algunas observaciones preliminares que contribuyan más adelante a la caracterización de esta corriente de nuestra narrativa.

Con el avance por todo el territorio nacional de la denominada "guerra popular", pero sobre todo después de la caída de Guzmán y la derrota de Sendero, y después de la debacle del fujimorato y más aún de la publicación de las conclusiones de la Comisión de la Verdad sobre la guerra interna, la narrativa de la guerra dejó de ser una línea casi clandestina de la narrativa peruana de fines del siglo XX y convocó el interés de todos los narradores de las generaciones todavía vigentes, empezando por los mayores: Zavaleta ("El padre del tigre"), Reynoso ("El mural"), Gálvez Ronceros (Historias para reunir a los hombres), Vargas Llosa (Lituma en los Andes). Y es comprensible que así sea, pues los acontecimientos históricos que afectan a una nación entera tienen efectos de larga duración. Así, por ejemplo, 70 años después de la guerra civil española, el suceso sigue interesando creativamente a narradores que nacieron décadas después del triunfo del fascismo, con el dictador Franco a la cabeza, como Javier Cercas, joven novelista nacido en 1960 que con Soldados de Salamina escribió una de las novelas más intensas y conmovedoras sobre aquel suceso en que participaron sus abuelos. De modo que a mí no me cabe la menor duda que la gran novela sobre esta terrible guerra, sobre este tiempo del dolor, tardará algunos años y aun décadas para concebirse. Con todo, resulta estimulante que los escritores más jóvenes –aquellos que eran niños o al borde de la adolescencia– empiecen a hurgar en el pasado reciente como fuente de inspiración, en contra o como alternativa de aquella narrativa del olvido que primó en la década del 90. Por supuesto, el peligro es que la vida en el Perú en las condiciones de la guerra interna, debido a la acogida y demanda del mercado y que alientan en estos últimos años las grandes empresas editoriales del mundo, se convierta sólo en un tema literario, ajeno a todo imperativo humano –histórico, político, moral– que debe inspirar este tipo de literatura.

Hay dos últimas cuestiones que debo abordar sobre el tema que he venido desarrollando. Parte, la primera, de una constatación casi estadística que hace Mark R. Cox en el prólogo a su antología El cuento peruano en los años de violencia; la segunda tiene que ver con cuestiones de poética y del realismo. Basándose en datos objetivos, Cox afirma que la mayor parte de los narradores peruanos que escriben sobre la guerra proceden de la región andina, entre los cuales la mayoría nació en los Andes del centro y el sur y en menor número procede de los Andes del norte, como los cajamarquinos Alfredo Pita y José de Piérola. Dos razones explican esta supremacía; la más obvia es que fue en las serranías del Perú, a partir de la región ayacuchana, en que SL inició y desarrolló "la guerra popular" que después se fue extendiendo por todo el territorio nacional, pero esta situación de violencia extrema halló eco en los narradores andinos porque existía una sólida tradición de una narrativa social, de denuncia, de combate, que venía del indigenismo y de escritores como Alegría, Arguedas y Scorza. Estos dos factores –más la persistencia de elementos mágicos y formas de contar que privilegian la oralidad en la línea de Vargas Vicuña antes que de Arguedas–, confieren algunas notas particulares a la narrativa andina de la guerra. Sin embargo, también hay escritores que practican formas más modernas de construir una historia, con diseños más compactos y estrictos, tal vez tomando como base el modelo del guión cinematográfico norteamericano, como lo hace de manera eficaz Zein Zorrilla en su admirable libro de cuentos Siete rosas de hierro.

En general, los narradores se hallan más cerca de los sucesos que cuentan y más comprometidos políticamente; no sólo son testigos o espectadores de acciones de violencia, sino que son actores, individuales o colectivos, de los acontecimientos narrados, los cuales, entre otras cosas, revelan las diferentes fases por la que atraviesa la guerra subversiva. El cuento del escritor puneño Feliciano Padilla Chalco "Sonata de los caminos opuestos", en una historia que pone en tensión las relaciones entre padres e hijos, nos ubica en el tiempo de la formación y auge de las rondas campesinas, a las que el relato muestra como mesnadas represivas y vandálicas y a las cuales pertenece el hijo del protagonista, el indio Manuel; en cambio, "Los alzados", de Julián Pérez, transcurre en los primeros años de la guerra, en que "los alzados" en armas son presentados como una fuerza justiciera que trae la esperanza a la aldea que durante siglos soportó el despotismo de los mandones. Como el cuento de Padilla Chalco y "El padre del tigre", de Zavaleta, "Por la puerta del viento", el intenso cuento de Enrique Rosas Paravicino, también tiene como tema los conflictos entre padres e hijos. Narrado en primera persona vemos al protagonista en una larga travesía cargando un ataúd para dar sepultura a su hijo que, según ha averiguado, fue muerto en una acción de guerra. Mientras atraviesa numerosos pueblos con el ataúd al hombro, el narrador va contando su vida para llegar al punto en que Edmundo, el hijo, rompe con el hogar por haber asumido el camino señalado por SL, distinto a la posición política del padre, un profesor de izquierda moderada, pero que aun cuando no participa de las ideas de su hijo persiste en su solidaridad y el amor filial. También esta misma actitud humana la muestra don Serafín en el cuento de Zavaleta –inspirado en la vida del destacado etnólogo y hombre de letras Efraín Morote Best– con su hijo que se ha convertido en uno de los altos mandos de Sendero y padece una larga prisión. Del mismo modo aquí, como en el relato de Rosas Paravicino, es noble y conmovedora la figura del padre, a quien sin importarle la hostilidad y el chantaje de funcionaros y policías vemos luchar hasta su muerte en esa guerra deprimente y angustiosa que se da en los pasillos del Poder Judicial por la situación legal de los prisioneros por terrorismo. Me hubiera gustado comentar con algún detenimiento "Vísperas", el desconcertante cuento del escritor cusqueño Luis Nieto Degregori, pero por razones de espacio me limitaré a hacer unas pocas observaciones. De todos los cuentos que he leído, es el único en que el narrador adopta una posición abiertamente contraria a la guerra dirigida por SL, lo cual en sí mismo es legítimo. Pero lo es menos cuando las convicciones o más bien las pasiones ideológicas y políticas impiden a un autor comprender a sus personajes en sus diversas dimensiones humanas. Es lo que ocurre con Amadeo al reflexionar sobre la historia de Grimaldo, escritor de un libro de relatos –según todos los indicios, nombre en clave del narrador Hildebrando Pérez Huarancca–, quien en un momento crucial de su vida huye durante el asalto al CRASS de Ayacucho donde se hallaba recluido por presunto delitos de terrorismo y se une a los grupos armados senderistas. ¿Por qué –se pregunta más o menos Amadeo– un hombre como Grimaldo, como cualquier hombre lúcido y honesto, puede adherirse a un partido siniestro que siembra la destrucción y la muerte para alcanzar sus fines? Después de diversas especulaciones, Amadeo llega a la curiosa conclusión que Grimaldo, escritor de provincia, de segunda o tercera fila, resentido jefe de prácticas de la universidad del lugar, se unió a Sendero porque quería alcanzar con su muerte notoriedad y gloria. "¿Tan difícil era darse cuenta –reflexiona Amadeo– que (Grimaldo) seguía igual de pequeño, que estaba jugando sucio para darse importancia, que estaba cometiendo fraude para conquistar en el mundo de las letras un lugar que nunca consiguió con la publicación de su libro y que, por lo tanto, no le pertenecía?". Paradójicamente, pasajes como este y otros similares no dejan muy bien parado a Amadeo, que en la ficción es un aprendiz de novelista; por el contrario, el lector puede sospechar que el antagonismo de Amadeo con Grimaldo se funda en rivalidades literarias y en sentimientos demasiado humanos antes que en cuestiones de ideología y política.

La gran mayoría de las ficciones que conforman esta narrativa de la guerra pertenecen al orden realista. Sin embargo, la estética del realismo es un espacio muy ancho donde pueden tener cabida diversas posibilidades de escritura narrativa. Un número significativo de narradores andinos –Oscar Colchado, Sócrates Zuzunaga Huaita, Dante Castro (en alguno de sus cuentos), Jaime Pantigoso Montes…– escriben sus historias acerca de la guerra interna en mundos donde lo mágico es una dimensión de la realidad, así, por ejemplo, en las ficciones de Colchado las historias continúan más allá de la experiencia de la muerte y se resuelven en el Janaq pacha, que es una suerte de Olimpo andino. Pero son las ficciones escritas en el marco de un realismo empírico, basado en los hechos y en la existencia de un orden racional, las que predominan en la narrativa de la guerra. En general, priman las ficciones que responden al modelo clásico de composición realista, como los relatos de Zavaleta, Reynoso, Roberto Reyes, Zein Zorrilla, Ampuero, Alfredo Pita, el propio Dante Castro, algunos de los cuentos de Pilar Dughi, Augusto Tamayo San Román, Guillermo Niño de Guzmán, Jorge Eduardo Benavides, José de Piérola, Daniel Alarcón y Sergio Galarza. Pero esta constatación tiene un carácter a fin de cuentas estadístico; más interesante es señalar las particularidades estilísticas y técnicas de algunas ficciones que se inscriben dentro de la poética del realismo. Por ejemplo, tomemos "El mural", el sugestivo cuento de Oswaldo Reynoso; es, por supuesto, un cuento realista, pero lo que le confiere singularidad es la perspectiva del narrador, la concepción casi litúrgica de la trama y el estilo depurado. Como "Las babas del diablo" de Cortázar (que sirvió de base a la famosa película de Antonioni Blow-up, en que un fotógrafo descubre azarosamente un asesinato), el narrador de "El mural" es, un pintor que, ubicado en un quinto piso y con un telescopio al alcance de sus ojos, descubre la inminencia de un acto terrorista que van a cometer cinco jóvenes, entre ellos una muchacha, todos de aspecto muy modesto y que juegan insólitamente una pichanguita en el parque de un barrio de gente acomodada. Como el personaje de la novela de Robbe-Grillet, el narrador es un mirón pero también es un hedonista que describe con fruición y de manera minuciosa la escena, mientras va tomando apuntes de los cuerpos de los jóvenes para utilizarlos después en un mural que le ha encargado un sindicato. Por fin, estudiando la secuencia de los dibujos, descubre que aquel juego de fútbol de los jóvenes oculta otro juego más peligroso. Dice el narrador: "Tomo el largavista. Faltan tres minutos para las cinco. Y los jóvenes, la muchacha, los policías y hasta la misma tarde calurosa se alistan, como actores, para la muerte". Luego el estallido de la dinamita da inicio a la apoteosis de fuego y sangre que es también una ceremonia de muerte.

"El Muro de Berlín", de Rodolfo Hinostroza, es un cuento muy disfrutable en que a través de una trama de carácter lúdico, donde actores contratados montan una representación en vivo para llevar adelante un fraude, se sumerge al lector en un clima de violencia generalizada que traspasa las fronteras del país y con la caída del muro se transforma en un signo de nuestro tiempo. Hay, asimismo, otras maneras de desarrollar el tema de la violencia en la sociedad peruana sin referirse directamente a ella. "Los volcanes", de Augusto Tamayo San Román, es un notable ejemplo de este realismo, para llamarlo de alguna manera, metafórico / simbólico. Inspirado tal vez en los filmes de "aventuras de caminos", subgénero de Hollywood que ha producido algunas películas memorables, "Los volcanes" refiere la historia de viaje de descanso y solaz que emprende un grupo de amigos de las clases acomodadas de Lima sin saber que en realidad viajan al encuentro del horror apenas hagan una parada de descanso al frente de unos de los dos tambos que se levantan a la vera de la carretera. El cuento, que pasa de lo realista a lo alucinatorio, es profuso en signos –el desierto, el sol, el volcán que se divisa en la lejanía, un grupo humano y hostil a los excursionistas–, todos estos signos, repito, confieren al relato dimensiones simbólicas que hacen posible diversas lecturas. ¿Pero por qué los escasos habitantes de los dos tambos, pobres y desolados, atacan con hondas y balas a los excursionistas? ¿Es un caso de xenofobia aldeana? ¿O se trata de una venganza en la que lo étnico y social se juntan? ¿O es que los lugareños están sometidos a los poderes malignos que proyectan los volcanes y el desierto sobre los hombres? En una de estas lecturas el cuento (publicado en 1984) puede leerse como una metáfora de lo que estaba ocurriendo en el Perú en tiempos de la guerra pero sin hacer ninguna alusión empírica a esta situación. Hace muchos años el recordado Julio Ramón Ribeyro dijo que el Perú daba para una novela negra, acaso siguiendo esta propuesta han experimentado escritores como Alonso Cueto, La hora azul, Santiago Roncagliolo, Abril rojo, y Gabriel Ruiz-Ortega, La cacería. Por otro lado, textos como "¿En la calle Espaderos?", de Nilo Espinoza, o Blanco y negro, novela corta de Carlos Herrera, muestran que temas como las torturas, las ejecuciones y las de-sapariciones pueden ser desarrollados con otra eficacia, mediante las distorsiones y exageraciones de la sátira cómica, el esperpento, la hipérbole y el empleo del ensayo metaficticio. No quisiera cerrar mi artículo sin referirme una vez más a la notable narradora Pilar Dughi, cuya muerte enlutó hace algunos meses las letras peruanas. Una de las mejores cosas que le ha ocurrido a la narrativa peruana en las dos últimas décadas es mostrar que el orden realista y el orden fantástico no son territorios necesariamente excluyentes, de ahí que los narradores de las últimas promociones transitan sin dificultad ni complejos de culpa de un territorio a otro. Pilar Dughi, versátil creadora de ficciones de diverso tipo, escribió dos cuentos de distintos registros, pero de escritura igualmente impecable, para revelar el clima de miedo y zozobra que imperó en la sociedad peruana en el tiempo de la guerra. "La noche de Walpurgis", que es un cuento de terror y de misterio, y "El cazador", que es uno de los más notables cuentos realistas sobre el último período de la guerra senderista, son dos ejemplos espléndidos de libertad creadora, de responsabilidad social y de compromiso con el factor humano que debe prevalecer sobre las imposiciones de la historia.

 

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* Publicado en Libros & Artes. Revista de Cultura de la Biblioteca Nacional del Perú. Número 16-17. Lima: noviembre 2006, pp. 16-20. Erratas corregidas. La revista, en su siguiente número, publicó la segunda parte de este texto donde se aborda la novela de la guerra.



 

 

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LA NOVELA EN EL PERÚ ANTE EL SOCIALISMO
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Por César Ángeles Loayza