El
siglo de las luces
(texto escogido)
Las palabras no caen en el
vacío.
Zohar
..... Esta noche he
visto alzarse la Máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta
abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra por
sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave,
levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre
un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros. Tiempo detenido
entre la Estrella Polar, la Osa Mayor y la Cruz del Sur -ignoro, pues
no es mi oficio saberlo, si tales eran las constelaciones, tan
numerosas que sus vértices, sus luces de posición sideral, se
confundían, se trastocaban, barajando sus alegorías, en la claridad de
un plenilunio, empalidecido por la blancura del Camino de Santiago...
Pero la Puerta-sin-batiente estaba erguida en la proa, reducida al
dintel y las jambas con aquel cartabón, aquel medio frontón invertido,
aquel triángulo negro, con bisel acerado y frío, colgando de sus
montantes. Ahí estaba la armazón, desnuda y escueta, nuevamente
plantada sobre el sueño de los hombres, como una presencia -una
advertencia- que nos concernía a todos por igual. La habíamos dejado a
popa, muy lejos, en sus cierzos de abril, y ahora nos resurgía sobre
la misma proa, delante, como guiadora -semejante, por la necesaria
exactitud de sus paralelas, su implacable geometría, a un gigantesco
instrumento de marear. Ya no la acompañaban pendones, tambores ni
turbas; no conocía la emoción, ni la cólera, ni el llanto, ni la
ebriedad de quienes, allá, la rodeaban de un coro de tragedia antigua,
con el crujido de las carretas de rodar-hacia-lo-mismo, y el acoplado
doble de las cajas. Aquí, la Puerta estaba sola, frente a la noche,
más arriba del mascarón tutelar, relumbrada por su filo diagonal, con
el bastidor de madera que se hacía el marco de un panorama de astros.
Las olas acudían, se abrían, para rozar nuestra eslora; se cerraban,
tras de nosotros, con tan continuado y acompasado rumor que su
permanencia se hacía semejante al silencio que el hombre tiene por
silencio cuando no escucha voces parecidas a las suyas. Silencio
viviente, palpitante y medido, que no era, por lo pronto, el de lo
cercenado y yerto... Cuando cayó el filo diagonal con brusquedad de
silbido y el dintel se pintó cabalmente, como verdadero remate de
puerta en lo alto de sus jambas, el Investido de Poderes, cuya mano
había accionado el mecanismo, murmuró entre dientes: "Hay que cuidarla
del salitre". Y cerró la Puerta con una gran funda de tela embreada,
echada desde arriba. La brisa olía a tierra -humus, estiércol,
espigas, resinas- de aquella isla puesta, siglos antes, bajo el amparo
de una Señora de Guadalupe que en Cáceres de Extremadura y Tepeyac de
América erguía la figura sobre un arco de luna alzado por un
Arcángel.
..... Detrás
quedaba una adolescencia cuyos paisajes familiares me eran tan
remotos, al cabo de tres años, como remoto me era el ser doliente y
postrado que yo hubiera sido antes de que Alguien nos llegara, cierta
noche, envuelto en un trueno de aldabas; tan remotos como remoto me
era ahora el testigo, el guía, el iluminador de otros tiempos,
anterior al hosco Mandatario que, recostado en la borda, meditaba
-junto al negro rectángulo encerrado en su funda de inquisición,
oscilante como fiel de balanza al compás de cada ola... El agua era
clareada, a veces, por un brillo de escamas o el paso de alguna
errante corona de sargazos.
CAPÍTULO
PRIMERO
... Detrás de él, en acongojado diapasón,
volvía el Albacea a su recuento de responsos, crucero, ofrendas,
vestuario, blandones, bayetas y flores, obituario y requiem -y había
venido éste de gran uniforme, y había llorado aquél, y había dicho el
otro que no éramos nada... -sin que la idea de la muerte acabara de
hacerse lúgubre a bordo de aquella barca que cruzaba la bahía bajo un
tórrido sol de media tarde, cuya luz rebrillaba en todas las olas,
encandilando por la espuma y la burbuja, quemante en descubierto,
quemante bajo el toldo, metido en los ojos, en los poros, intolerable
para las manos que buscaban un descanso en las bordas. Envuelto en sus
improvisados lutos que olían a tintas de ayer, el adolescente miraba
la ciudad, extrañamente parecida, a esta hora de reverberaciones y
sombras largas, a un gigantesco lampadario barroco, cuyas cristalerías
verdes, rojas, anaranjadas, coloreaban una confusa rocalla de
balcones, arcadas, cimborrios, belvederes y galerías de persianas
-siempre erizada de andamios, maderas aspadas, horcas y cucañas de
albañilería, desde que la fiera de la construcción se había apoderado
de sus habitaciones enriquecidos por la última guerra de Europa. Era
una población eternamente entregada al aire que la penetraba, sedienta
de brisas y terrales, abierta de postigos, de celosías, de batientes,
de regazos, al primer aliento fresco que pasara. Sonaban entonces las
arañas y girándulas, las lámparas de flecos, las cortinas de
abalorios, las veletas alborotosas, pregonando el suceso. Quedaban en
suspenso los abanicos de penca, de seda china, de papel pintado. Pero
al cabo del fugaz alivio, volvían las gentes a su tarea de remover un
aire inerte, nuevamente detenido entre las altísimas paredes de los
aposentos. Aquí la luz se agrumaba en calores, desde el rápido
amanecer que la introducía en los dormitorios más resguardados,
calando cortinas y mosquiteros; y más ahora, en estación de lluvias,
luego del chaparrón brutal de mediodía -verdadera descarga de agua,
acompañada de truenos y centellas- que pronto vaciaba sus nubes
dejando las calles anegadas y húmedas en el bochorno recobrado. Bien
podían presumir los palacios de tener columnas señeras y blasones
tallados en la piedra; en estos meses se alzaban sobre un barro que
les pegaba al cuerpo como un mal sin remedio. Pasaba un carruaje y
eran salpicaduras en mazo, disparadas a portones y enrejados, por los
charcos que se ahondaban en todas partes, socavando las aceras,
derramándose enos en otros, con un renuevo de pestilencias. Aunque se
adornaran de mármoles preciosos y finos alfarjes de rosáceas y
mosaicos -de rejas diluidas en volutas tan ajenas al barrote que eran
como claras vegetaciones de hierro prendidas de las ventanas- no se
libraban las mansiones señoriales de un limo de marismas antiguas que
le brotaba del suelo apenas empezaban los tejados a gotear... Carlos
pensaba que muchos asistentes al velorio habrían tenido que cruzar las
esquinas caminando sobre tablas atravesadas en el fango, o saltando
sobre piedras grandes, para no dejar encajado el calzado en las
profundidades de la huella. Los forasteros alababan el color y el
gracejo de la población, luego de pasar tres días en sus bailes,
fondas y garitos, donde tantas orquestas alborotaban las tripulaciones
rumbosas, prendiendo fuego al caderamen de las hembras; pero quienes
la padecían a todo lo largo del año sabían de sus polvos y lodos, y
también del salitre que verdecía las aldabas, mordía el hierro, hacía
sudar la plata, sacaba hongos de los grabados antiguos, empañando
perennemente el cristal de dibujos y aguafuertes, cuyas figuras, ya
onduladas por la humedad, se veían como a través de un vidrio aneblado
por el cierzo. Allá en el muelle de San Francisco acababa de atracar
una nave norteamericana, cuyo nombre deletreaba Carlos maquinalmente:
The Arrow... Y proseguía el Albacea en la pintura del
funeral, que había sido magnífico ciertamente, en todo digno de un
varón de tales virtudes -con tantos sacristanes y acólitos, tanto paño
de pompa mayor, tanta solemnidad; y aquellos empleados del almacén,
que habían llorado discretamente, virilmente, como cuadra a hombres,
desde los Salmos de la Vigilia hasta el Memento de Difuntos...-, pero
el hijo pemanecía ausente, metido en su disgusto y su fatiga, después
de cabalgar desde el alba, de caminos reales a atajos de nunca acabar.
Apenas llegado a la hacienda donde la soledad le daba una ilusión de
independencia -allí podía tocar sus sonatas hasta el amanecer, a la
luz de una vela, sin molestar a nadie- lo había alcanzado la noticia,
obligándole a regresar a matacaballos, aunque no lo bastante pronto
para seguir el entierro. ("No quisiera entrar en detalles penosos
-dice el otro-... Pero ya no podía esperarse más. Sólo yo y su santa
hermana velábamos ya tan cerca del ataúd...") Y pensaba en el duelo;
en ese duelo que, durante un año, condenaría la flauta nueva, traída
de donde se hacían las mejores, a permanecer en su estuche forrado de
hule negro, por tener que conformarse, ante la gente, con la tonta
idea de que no pudiera sonar música alguna donde hubiese dolor. La
muerte del padre iba a privarlo de cuanto amaba, torciendo sus
propósitos, sacándolo de sus sueños. Quedaría condenado a la
administración del negocio, él que nada entendía de números, vestido
de negro tras de un escritorio manchado de tinta, rodeado de tenedores
de libros y empleados tristes que ya no tenían nada que decirse por
conocerse demasiado. Y se acongojaba de su destino, haciendo la
promesa de escapar un día próximo, sin despedidas ni reparos, a bordo
de cualquier nave propicia a la evasión, cuando la barca arrimó a un
pilotaje donde esperaba Remigio, cariacontecido con una escarapela de
luto prendida en el ala del sombrero.
de El siglo de las
luces
Alejo Carpentier
Seix Barral. Biblioteca
Formentor
1962