LA
HERÁLDICA DE LA CARROÑA
Por Óscar Barrientos Bradasic
"como quien ve resucitar a
sus muertos olvidados
sentí hambre de espacio y sed de cielo
se romperá el espejo de mi vigilia
y no reflejará mis carnes en la florida tierra
pero hay que morirse con las uñas largas
para poder cogerse del recuerdo"
Óscar Hahn
Una de las plazas más olvidadas de Puerto Peregrino lleva
por nombre la Rambla de los Pájaros. Se trata de un espacio
discreto y austero, que simula un museo de tiempos mejores.
En la actualidad no es más que un sitio para enamorados furtivos
que intercambian la gastada proeza de los labios entre la mierda de
las palomas y los transeúntes que circulan diligentes por el
paseo que irrumpe la calle. El monumento principal es un cóndor
que extiende
sus alas en dirección al océano.
La inscripción a los pies de la estatua no puede ser más
singular: En homenaje a Eulogio, el cóndor que hizo de la
carroña, el arte de amar. Sus amigos que lo quisieron tanto.
El pájaro de roñoso niquelado representa - según
dicen - la victoria del recuerdo sobre los coros amnésicos,
rescatando con ello un sentimiento cercano a la ternura.
Pero yo creo que el cóndor Eulogio se ajusta más bien
al triunfo de la carroña, como versa la inscripción.
Vistas así las cosas, el tributo al pájaro desgarbado
de otra época instala un espacio de niebla y ausencia que sólo
la pútrida pero, en el fondo, sublime naturaleza humana es
capaz de reeditar.
Por ello, los que pasamos casi a diario frente a esa plaza podemos
decir que aprobamos el blasón del buitre, la altivez raída
de los viejos monumentos.
Se hablan muchas cosas de ese cóndor y las historias algunas
veces lindan en la leyenda.
Hace no mucho, vi a un abuelo explicando a su nieto, con desleído
tono pedagógico, la historia de Eulogio, mientras el niño
de verde jardinera lamía un helado y observaba con impavidez
la efigie alada.
Pese a todo, es un imaginario que también le rinde cuentas
a la realidad y todavía quedamos algunos testigos de su paso
por la tierra.
El cóndor Eulogio fue durante años casi el símbolo
de Puerto Peregrino. Recuerdo sus grandes alas negras aleteando con
torpeza para emprender el vuelo y su nariz ganchuda, los ojos húmedos
como a punto de llorar, un rostro quebrado de pájaro que ha
adquirido ya un semblante humano por su cercanía a las calles
y a los trajines de la gente.
Nadie sabe bien cómo llegó a Puerto Peregrino ni quién
lo bautizó con ese nombre que le venía tan bien.
Dicen que alguien lo obsequió siendo muy pequeño a un
cuartel de policía que quedaba en los suburbios de la ciudad.
Ahí- según he oído- los guardias ociosos lo cuidaron
hasta que sus alas se extendieron lo suficiente. Incluso para no aburrirse
en las infinitas noches de turno, lo azuzaban con un palo de escoba
para que el pájaro desesperado intentara huir en el minúsculo
calabozo sin lograrlo.
A veces, solían encerrar a los borrachos que hallaban en las
calles, junto al cóndor para que el discípulo de Baco
escarmentara, despertando de su ebriedad junto a esa figura siniestra.
Pero, en rigor, era Eulogio el que se asustaba replegándose
en sus alas como cuando un niño triste se contrae en sus propios
sueños.
Imagino que desde ese tiempo - ya fundido en la mitología popular-
nació la aceptación del cautiverio como escenario de
su existencia. Una prisión de cielos abiertos y empedrados
fríos, de edificios y puentes, de catedrales y sonrisas de
niño.
Finalmente lo soltaron. Debe haber aprendido a volar contemplando
bajo su capa de plumas a los cadenciosos cormoranes del puerto y permaneció
en Puerto Peregrino, haciendo de la ciudad su cárcel voluntaria.
El ave libre y carroñera optó por la vieja urbe de los
melancólicos.
En aquellos años todos los habitantes de Puerto Peregrino veíamos
a Eulogio casi a diario. Tan pronto se le encontraba en las plazas
de la ciudad como posado en una antena observando la carretera con
aire flemático. Era inquietante, eso sí, que en una
ciudad portuaria como ésta, habitara con tanta naturalidad
un ave propia de las remotas cordilleras andinas.
Quizás algo de ese origen ignoto buscaba al sobrevolar las
anchas dimensiones de la isla, bordeando el mar con los brazos abiertos
como el Ave Roc que sorprendió a Simbad. Luego se hundía
en la ciudad durante las tardes y los crepúsculos, de edificio
en edificio, en esos tupidos árboles de la plaza o en los hombros
de los próceres.
Repelía verlo, en ocasiones, hundido en una cuneta bajo la
lluvia invernal, mugroso y empapado con firmes garras en el borde
de la alcantarilla o en los bancos de la plaza que hoy lleva su monumento,
arrancándose con el pico las garrapatas que alojaba entre las
plumas, en el fondo, rascándose el alma con una humanidad manifiesta.
Otras veces la figura alada adquiría una estampa de innegable
realeza y abolengo cuando al cruzar el puente, se divisaba al cóndor
planeando sobre la ciudad como un ave heráldica y solemne,
un enviado de las zonas celestiales ondeando su manta de Castilla
sobre nuestras cabezas.
Pero no fue esta paradoja lo que más sorprendía de Eulogio.
En aquella misma plazuela, pasé algunas tardes besando a dulcíneas
ocasionales o más bien doncellas transitorias de cine y café
frío.
Durante esos momentos, los niños jugaban con el cóndor
en medio de una fiesta alegórica. Corrían tras el pájaro
gigante y él hacía acrobáticas picadas para impresionarlos;
incluso a veces parecía un gallinazo sin dientes explicando
a unos pequeños discípulos el espíritu de la
admiración.
Y Eulogio era todo Puerto Peregrino, la pálida tarde en la
costanera, el organillero y las ferias atestadas. Ahí va Eulogio
repartiendo su miseria como quien ofrenda la alcurnia de las cordilleras
blancas, ahí va Eulogio jugando al dragón con los niños
que corren, ahí va Eulogio aleteando como un querubín
con piojos, como una sombra del relámpago, como un avión
de papel…
Cabe agregar que era insoslayable la presencia de Eulogio en todos
los desfiles y carnavales de la ciudad, y sobre todo los domingos,
cuando el orfeón del Ejército ejecutaba las marchas
que repite hace por lo menos cuarenta años en la plaza. Posado
en los portones del Municipio oía la música de siempre.
Otros aspectos lo volvían un animal desagradable para el mundo
cívico de Puerto Peregrino. Sus atributos incluían tanto
la prestancia de su ancho vuelo, como también sus suculentas
viandas. Por eso, tampoco era extraño sorprenderlo escarbando
en las vísceras de un animal muerto en pleno corazón
de una alameda. Tal vez, ese acto de apropiarse de la carroña
nos recordaba los vestigios de una sordidez muy cercana a los sabores
de la bajeza humana.
En una oportunidad apareció un artículo en el periódico
que denunciaba al ave peregrina, diciendo que reposaba en los altos
de las Torres de San Cipriano, arrojándose en picada contra
gorriones y palomas, para despedazarlos y luego devorarlos, dando
un espectáculo pavoroso a los vecinos de aquellos departamentos.
Otros narraban episodios salidos de los bestiarios locales y de las
historias truculentas de la fantasmagoría popular.
Algunos pensaban que el dulce cóndor que ejercía de
mascota para el divertimento de los niños era nada menos que
un oscuro emisario de los imperios ultraterrenos, heraldo de Hades,
señor del mundo subterráneo. Por ello se creía
que cargaba su rapiña fantasmal cerca de la boca occidental
del Estrecho de las Sirenas Tristes donde se dice que claman aquellas
torturadas almas del Purgatorio en espera de redención. De
esta manera, el cóndor encarnaba la prebenda del ángel
caído, llevando una vez al año a estas ánimas,
cargadas de cofres con cerrojos y pesadas aldabas, por los cielos
de Puerto Peregrino.
Cierta gente asegura haberlo visto volando con sus alas negras seguido
por un espeluznante cortejo de fantasmas, consolidando dicho ritual.
Otros sostenían que Eulogio, oficiaba de monarca en una corte
de pájaros, como traductor de un universo de plumas y graznidos
articulados en el cortante alfabeto rapaz. Por eso, solían
decir que se posaba en la veleta de la Puerta del Viento cada nochebuena,
esperando el momento en que el cura alzaba el cáliz durante
la misa del gallo y desde allí convocaba a las águilas
rapsodas, a las gaviotas, a las palomas municipales, al quebrantahuesos
de isla Nereida, al caradás con cabeza de arpía, a los
milanos y buitres del continente sumergido, al búho casi druida
de los bosques de Bielovia y a los débiles gorriones viajeros.
De igual manera hay una historia que nunca me aprendí acerca
de Eulogio, vinculado a la reencarnación de un hechicero siniestro
que fue quemado en esa plaza.
Pero yo insisto en la idea de la carroña y digo con Baudelaire:
"Tú serás algún día igual que esta
basura/ que esta horrible infección/ estrella de mis ojos,
calor de mi ternura " .
Creo que ese cóndor de Puerto Peregrino nos recordaba a los
paseantes sin corbata que la carroña de los días también
se vincula a las cumbres gloriosas, a ese intento de ver la bajeza
humana desde el nubarrón y el acantilado. Luego vendrá
el sediento rastrojo del frenesí humano a ennoblecer las vísceras.
Pero todos los navegantes de las alturas están destinados al
naufragio y también los otros, los pájaros de tierra
como yo, condenados a construir castillos de naipes con el único
objetivo de derribarlos.
Dicen que fue el vecino de un departamento o el marido de una vieja
teñida que el cóndor le despedazó el gatito,
quien le puso la bala al pájaro imperial de mi ciudad.
Quienes lo vieron caer, relatan que el ave de impecable plumaje negro
se sacudió dando varias vueltas en el aire antes de estrellarse.
Había en ello, una extrañeza de recibir la muerte en
la altura de la caída, escuchando el llamado del socavón
que degradaba ese vuelo de arrasadora majestad.
El hecho es que Eulogio apareció en la avenida que se intersecta
con la plazuela con el proyectil entre las plumas.
Denunciaba su propia carroña con ello. Había en ese
cuerpo tal testimonio del paso de una empresa vana pero hermosa sobre
la tierra que jamás olvidaré al cóndor rodeado
por los niños que lloraban, como dando por terminado el juego.
Aristófanes, en su comedia, dice que los pájaros entierran
en sus cabezas los cadáveres de sus padres. Más que
ello, Eulogio acrisolaba en su carroña la nobleza de los perdedores,
de los constructores de harapientas empresas, de los rostros con que
se topaba en las calles polvorientas de Puerto Peregrino.
Ahí mismo se le erigió un monumento con el orfeón
del Ejército y un pomposo discurso del Alcalde que en una parte
de insoportable cursilería decía: "Egregio pájaro
que surcabas las alturas hoy te marchas al Cielo desde donde nos observarás
altivo".
Nada de eso se ajusta a cóndor displicente de cualquier justicia
retórica.
Cuando paso por la Rambla de los Pájaros pienso en la persistente
carroña del olvido, articulo en mi mente el lenguaje indescifrable
de los rapaces y creo que es verdad, que el cuerpo descompuesto no
encierra espíritus ni tampoco espectros, que el recuerdo es
sólo la osamenta, los huesos que se desintegran en el pedregal
llevándose los sueños más allá del océano.
Eulogio era hermoso porque se sabía efímero, porque
nos recordaba nuestro paso fugaz en este disfraz de huesos. Y pienso
que fue feliz, desconociendo esa constante angustia de trascender
y la empresa vana de olvidar la carroña e insertar la luz en
la dura tarea de vivir, que voló sobre nuestras cabezas con
el viento soplando en su plumaje negro, dejando que niños y
viejos le atribuyeran historias de un fenicio y ajeno alfabeto.