Bar
Antología
poética chilena, Ricardo Herrera, Cristian Cruz, compiladores,
ediciones
Casa de Barro.
Por
Luis Riffo
Mi amigo el poeta Hurón Magma,
me ha enviado desde los territorios húmedos del sur, desde la remota y
apacible tierra de Cunco, esta antología que curiosamente fue impresa en
San Felipe, circunstancia que parece razonable en vista de su recorrido poético,
que abarca los más diversos rincones
de nuestro país. Sin embargo, como lo anuncia la portada, todos los lugares
convergen en los sueños tristes que los parroquianos de precarias tabernas
atesoran junto a un vaso de vino, poseídos por una adormecida lucidez y
una impertinente sinceridad.
Ricardo Herrera, en el prólogo, nos
recuerda la antigua complicidad, de orígenes mitológicos, que existe
entre la poesía y el alcohol. El señorío secreto de Dionisio
en la vida de los poetas de todos los tiempos es puesto en su sitio, y expurga
las imposturas o el exceso de solemnidad frente al simple acto de beber. Porque
Herrera rescata la poesía por sobre la sublimación de la borrachera
y la profundidad de las intuiciones poéticas por sobre el histrionismo
de los disfrazados de malditos.
Admiración y distancia hay en la
mirada del prologuista: la relación entre poesía y alcohol no siempre
es la de una ecuación perfecta ("el alcohol a cierta altura moja la
pólvora de la poesía"). Si bien rescata el rito de beber y
lo incorpora a la visión mítica del retorno a una condición
primigenia, "donde todas las posibilidades del ser humano estaban intactas",
también es capaz, como escéptico aprendiz de mago, de manifestar
su reparo: "La taberna sagrada, en la expresión de Elicura Chihuailaf,
se nos aparecía como espacio de iniciación. Ser poeta significó
para muchos, por lo menos durante 'una temporada', ser bebedores, estar al margen
o ser un marginal, a secas. De esa imagen, espero, hayamos heredado lo mejor y
desechado la escoria".
Respecto de la selección, el criterio
está regido por el tema más que por consideraciones generacionales
o de otra índole. El mayor de los antologados es Óscar Hahn (1938)
y el más joven es Reinaldo Molina (1983). Junto a ellos, veinticinco poetas
de diversos lugares del país, desde Iquique hasta Punta Arenas, circunscriben
su escritura al espacio cerrado de un bar o a la ceremonia alcohólica,
contextos que sirven de arranque hacia nostalgias y temores, donde la presencia
de la muerte o las nefastas consecuencias de una realidad política se manifiestan
en un ambiente fantasmal. Hay nombres seguros, consagrados, y otros que son una
apuesta, una moneda lanzada al vacío cuyo valor sólo el tiempo podrá
establecer. La poesía de Hurón, que sigue las huellas de Teillier,
tiene esa potencia cuyo secreto es su complicidad con la lluvia y los bosques
del sur, los que imprimen en sus versos cadencia y atmósfera de tristeza.
Así le salen siempre los poemas, como un ebrio sentimental. Elicura escribe
sobre el dolor del exilio, pero también el afecto entre un padre y su hijo,
unidos por el "vino de la pena y la esperanza".
Hay varios parroquianos
de estos lares, entre ellos Cristián Vila Riquelme, reciente Premio Municipal
de Literatura, y Nicolás Miquea, con una pequeña pero significativa
muestra de su talento. De los más jóvenes, llama la atención
el porteño Carlos Soto, con su "El bar de los rematados", que
describe ese espacio de juerga como una antesala de un infierno helado.
Complementan
la antología una serie de fotografías de gente común, hombres
y mujeres atrapados en el ámbito precario y oscuro de bares de mala muerte,
donde pese a todo la vida palpita con una fuerza melancólica.