Conocí a Helga Klein siendo niño. Tal vez debiera emplear
una expresión más feliz pues el conocimiento a que me
refiero se agota en la imagen extranjera y mucho tiempo sin nombre
que emerge imprecisa de los primeros cumpleaños de que guardo
recuerdo. Fue probablemente en casa de mis tíos oen la mía
propia; con ese trasfondo tan incierto retengo la estampa de
una mujer alta y huesuda, tocada con un sombrero que, al serle escaso,
marcaba el exceso de su estatura.
Mi tía Julia, que la conoció en circunstancias que
ignoro, sentía hacia esta mujer indefinición de aprecio
y reverencia. De este último sentimiento, que era el más
ostensible, brotaba también una suerte de lealtad que solía
recaer penosamente en la sumisión. Muchos años después
fui conciente de esta actitud de mi tía que de alguna forma
había yo presentido, o que quizá yo mismo, siendo niño,
frente a la envergadura sin sonrisa de Helga Klein.
Hoy pienso que el respetuoso comportamiento de tía Julia nacía
no de ella misma sino de dos características de Frau Klein
que eran ya entonces tan notorias como su estatura, pero de las cuales
yo era necesariamente ignorante: su calidad de refugiada y alguna
especial condición para el espiritismo en la que seguramente
la capacidad premonitoria ocultaba una desmedida voluntad, una frustración
con naipes e invocaciones.
Todo cuanto sé de la vida de Helga Klein está vinculado
estrechamente a esas coordenadas que, en algún momento, habrían
de cruzarse para definirla y, excúseme usted el exceso de la
expresión, crucificarla.
Sé, por ejemplo (esto me lo reveló personalmente tía
Julia la noche que mi madre celebró sus sesenta años)
que Helga Klein, resguardando la absoluta privacidad de sus afanes,
ejercitó y desarrolló sus dotes de médium en
reuniones de señoras que, en un comienzo, espació un
sentimiento explicable de temor, pero que más adelante la tentación
de lo diabólico (es decir, ese mismo temor) transformó
en algo absolutamente imprescindible. En cierta ocasión una
imprudencia de vasos y letras recortadas construyó en la penumbra
un oráculo que resultó para la comprensión de
las amigas tan incierto como la vela que lo había iluminado:
tus últimos años transcurrirán bajo la sombra
de un árbol familiar. A la sorpresa inicial siguió
la interpretación más evidente y explícita del
mensaje.
Helga Klein había huido con su familia de la Alemania nazi.
Fuera de Alemania la distancia y el tiempo se encarnizaron con los
Klein. En 1937, meses después de cruzar la frontera, Mathias
Klein fue de súbito asaltado por el presentimiento (más
exacto sería decir certeza) de que sus huesos acabarían
también extranjeros en una tierra que no era la suya. Murió
el 12 de abril de 1938 en Zurcí y lo último que vio,
encendida por la luz de mediodía, fue una flor que prometía
primaveras. Este segundo dolor, la pérdida del hombre agrandado
la ya terrible de la patria, adelantó tal vez la muerte de
Rebekka Klein, que ocurrió sin anuncios de primaveras en el
verano asfixiante y tenaz del Ecuador, a fines de 1940.
El hermano mayor de Helga, Samuel Klein, conoció en Quito
a la hija del cónsul mexicano, con quien se casó seis
meses después del funeral de la madre y con quien decidió
vivir en México un exilio que los acontecimientos de ese año
anunciaban más largo de lo inicialmente previsto. Fue entonces
cuando Helga Klein conoció a mi tía Julia, en esa época
residente también en Quito, acompañando a mi tío,
el coronel Belisario Faúndez, agregado militar de nuestra embajada
en Ecuador. Creo que la soledad de la alemana (la soledad del exiliado
es una sed de vertientes lejanas) favoreció un acercamiento
estrecho a pesar de la frialdad de su temperamento. Esta frialdad,
que a veces alcanzaba el límite de lo cortante, fomentó
en mis tíos una confianza que los impulsó a proponerle
un negocio.
Cuando el tío Belisario jubiló y fue llamado a retiro
instaló en Santiago una fábrica de baldosas, de las
que Helga Klein fue copropietaria. Al llegar a Santiago ella se instaló
en una pieza de altos techos y espaciosa ventana abierta solo excepcionalmente
a la tranquilidad de calle Vergara, pero dos años después,
con las utilidades de la fábrica, invirtió en una casa
de La Cisterna, con patios interminables y sombríos parrones,
ubicada en el comienzo del callejón Lo Ovalle, en un barrio
alegre de ferias y quintas de recreo.
Fue precisamente en esa casa, y en un período en que las veladas
espiritistas escasearon porque la abundancia de bares y pendencias
en el sector atemorizaba a las señoras, que ocurrió
el desatino del vaso señalando el futuro de Helga Klein en
aquel alfabeto caótico.
A partir de esa noche algo parecido a una sonrisa se empeñó
en derrotar el semblante helado de la inmigrante. Sus sueños
tenían ahora el fundamento de un anuncio también onírico,
pero firmemente instalado en la vigilia; sus ansias de retorno descansaban
ahora sobre el cimiento seguro de la certeza. El árbol familiar
era más que una tierra prometida. Era la patria recuperada,
aun cuando seguía incierto el año y detalles tales como
el día y la hora. El tiempo entonces empezó a medirse
con sentido inverso. El sol ya no trajo por las mañanas una
jornada más de lejanías; al ponerse se acercaba la felicidad
de un destino necesario.
Una tarde de invierno la visitamos con mi tía en su casa del
callejón. Esa tarde llovía y el viento había
hecho desde la mañana anuncios de temporal. Una temprana oscuridad
hacía más presente la guerra porque las calles y las
casas se alumbraban con velas y lámparas de parafina. Frau
Klein nos sirvió una taza de té y a mi me regaló
un kuchen y chocolates. Como en su casa no había juguetes
yo me entretenía mirando por la ventana. Mirar a través
de los cristales empapados por la lluvia parecía también
un juego, y era cosa de juego, de extraño juego que me absorbía,
la fuerza del ventarrón embistiendo en contra de los árboles
del patio, desbaratando la arboladura del nogal, batiendo unas persianas
de madera cuyo golpe seco y monótono me ponía anhelante
y miedoso. De esa tarde retengo con nitidez de pesadilla los amplios
espacios vacíos de la casa y la dignidad de un nogal resistiendo
la ventolera.
Meses después supimos que Helga Klein había enfermado
de cierta gravedad. Coincidió este daño con el que entonces
las tropas de Hitler infligían a Europa. Los ejércitos
alemanes ganaban batallas, sometían territorios, nutrían
su entusiasmo en el alarde de una fuerza brutal. Helga Klein pensó
que un poder capaz de someter a un continente bien podía contradecir
y apabullar el oráculo del vaso. Lo que nunca se sabrá
es si fueron estas indeseadas victorias las que trizaron la salud
y esperanza de Helga Klein, o inversamente, si la debilidad del cuerpo
contagió su ánimo y ambos, empequeñecidos, la
empujaron a equivocarse al aceptar como posible un terror que ignorar
para siempre la resistencia y la derrota.
Enferma, abatida en su catre de bronce, se apegaba a la transmisión
de los boletines de guerra y desde esa penosa comodidad miraba el
árbol del jardín, para mediante ése retener el
otro, el familiar, el árbol prometido, fortaleciéndose
a costa de recuerdos y esperanzas.
Cuando se supo de la derrota de las tropas alemanas en Stalingrado,
nuestro profesor de música nos habló de la grandeza
alemana con lágrimas que rodearon hasta sus solapas vidriosas.
Cuando se anunció que la defensa nazi se había concentrado
en Berlín, en mi barrio la gente se saludaba en las colas para
el pan y la parafina. La caída del Reich fue celebrada en nuestra
escuela con asueto general y arengas e los patios. De estas ceremonias
estuvo ausente e coro por enfermedad sorpresiva pero benigna del profesor
de música.
La continuidad de un noticiario esperanzado obró en la salud
y en el ánimo de Helga Klein como la mejor de las medicinas.
Su mejoría fue tan vertiginosa como el desmoronamiento final
del nazismo. Helga Klein, apoyando su acentuada delgadez e una bastón
más largo que lo habitual, salió a las calles y se sumó
a las manifestaciones. Lo hizo silenciosa y también en silencio
asistió por primera vez a reuniones que transcurrían
en garages ennegrecidos de petróleo. Conoció a otros
como ella y después de mucho habló un alemán
que se conservó íntegro pero que presintió inseguro.
Todos pensaban en el regreso y lo organizaban. También, y con
mayor razón, Helga Klein, porque para ella ese día era
algo cierto desde hacía mucho tiempo, una realidad a la que
solo faltaba el complemento de la vivencia.
En esos días recibió una carta desde México.
En ella su hermano le comunicaba que dentro de cuatro meses viajaría
a Hannover. La noche de ese mismo día, según afirma
tía Julia, por segunda vez y en su presencia, ahora una adivinación
de naipes reiteró el inequívoco mensaje. Ya no cabía
duda: “Los últimos años transcurrirán bajo la
sombra de un árbol familiar”. Pero ese árbol familiar
no está en Hannover sino en una vieja casa de Dresden, que
orilla la tranquilidad corriente del Elba. Escribe entonces a su hermano
comunicándole que volverá a Dresden y no a Hannover
y una vez tomada la decisión está más segura
del carácter infalible del vaticinio. Coloca un aviso en el
diario anunciando la venta de la propiedad y al hacerlo cierra el
ciclo abierto la mañana en que firmó los papeles de
compra con la intención de ahorrar el dinero para el regreso.
Las maletas están también cerradas y forman un montón
mezquino en el cuarto de los huéspedes que nunca recibió.
Ahora los días se consumen en la espera ansiosa en la transacción
que hará posible la travesía y el retorno. Vendida la
casa, liquidada la sociedad con mis tíos, solo se precisa cumplir
con la formalidad de ciertos documentos para volver a la patria, a
sus ciudades destruidas pero familiares, a la apacible sombra del
árbol que aseguró la profecía. Para la exiliada
sonaron los timbres que daban por terminado lo que le pareció
siempre un largo entreacto.
Es comprensible que esos dos últimos meses avanzaran en medio
de tensiones. También es comprensible que en el corazón
acelerado de Helga Klein se construyera la noción de un tiempo
diferente, de una lentitud exasperante que atravesaba, sin matices,
noches de insomnio y días interminables junto a la ventana,
clavados los ojos en el nogal, adivinando y presintiendo en el árbol
de la casa extranjera la intimidad del que se avecinaba tan sin prisa.
Una tarde de verano, mientras Helga Klein embalaba la vajilla a la
hora de la siesta, su corazón liquidó de una puñalada
toda su espera y su esperanza.
Mi tía llegó esa noche a la casa. En los que escucharon
la noticia vi, más que dolor, la aceptación obligatoria
de un deber penoso. Con mi madre asistimos al velorio. Era el mes
de enero. En el patio el calor congregaba la amargura bajo la sombra
del árbol.
Un año después mi tío Humberto, un practicante
que trabajó treinta años en las minas, e vino de Antofagasta
y compró la propiedad a los parientes que ya estaban radicados
en Hannover. Se inició entonces un intercambio de cartas y
documentos notariales que progresó con el tiempo hacia el envío
recíproco de tarjetas de navidad, postales de colores dudosos
y, en cierta ocasión, un regalo inexplicable.
Yo tenía entonces quince años.
Mucho tiempo después, siendo profesor de la universidad, cedí
a la costumbre de visitar al tío Humberto dos o tres veces
al año. Cuando tía Julia enviudó hizo trasladar
su equipaje a casa de tío Humberto y allí los hermanos
aceptaron una vejez que imitaba a la de los matrimonios. Tal vez por
eso me gustaba visitarlos, sobre todo después que me contaron
esa historia de Helga Klein y su desesperada espera.
Los últimos días que pasé en la casa del callejón
Lo Ovalle fueron los de finales de octubre de 1973. Como nos cicateaba
una primavera caliente y una desgracia parecida a la que hizo de Helga
Klein una emigrante, las charlas con mis tíos se sucedían
sin palidez bajo la sombra tranquila y persistente del nogal. Vivía
con ellos desde fines de septiembre, obligado por circunstancias que
se conocen.
Dejé esa casa el día que logré un enlace seguro
para asilarme e la embajada de Colombia. En ese país que me
salvó de situaciones aún más penosas puede permanecer
sólo algunos meses. Llegué a Berlín a mediados
de enero. El resto de ese primer invierno (¿cómo imaginar
un sol y un verano simultáneos en otro punto del planeta?)
lo pasé en un Heim de Grünheide, pensando en mi patria
y mi familia, en mi madre y también en esa humanidad con sabor
a sal que retengo en mis labios desde aquel beso de despedida, en
un tiempo incierto y de algún modo vacío, en mis tíos
y la casa de inabarcables patios, y también en Helga Klein
a quien empezaba recién a comprender. En Helga Klein y el augurio
de su árbol, mientras miraba a través de vidrios, empañados
por el frío, los árboles nevados de Grünheide,
perfectas imitaciones de fantasmas derrotados.
En el mes de abril me instalé en la ciudad de Leipzig. Desde
entonces que trabajo allí en la universidad ocupado en un seminario
de literatura latinoamericana y en una improbable disertación
sobre Borges que por desgracia tiene un plazo decidido.
Una tarde de junio, en vísperas de las vacaciones, le conté
a una colega la vida inconclusa de Helga Klein. Supe entonces que
una sobrina de Frau Klein vivía efectivamente en Dresden, era
actriz del Dresdener Theater y estaba casada con un arquitecto. Como
me confieso absolutamente incapaz de dominar una tentación,
a fines de julio viajé a Dresden y me presenté ante
la familia Klein. Sentí una extraña emoción al
entrar a la casa con que soñó empecinadamente la mujer
alta y severa que persistía en mis recuerdos de infancia. Sus
sobrinos fueron gentiles y me invitaron un buen café y pasteles.
Este encuentro ocurrió en una tarde particularmente calurosa
de aquel verano, a si es que tomamos el café a la sombra de
un añoso árbol, que apabullaba con follajes y raíces
la limitada dimensión del jardín. Era el mismo árbol
que confundió a Helga Klein; el del remoto y familiar recuerdo
que le impidió ver la cercana y accesible familiaridad del
otro, del que le regaló su sombra desdeñada durante
los últimos diez años de su vida.