Originalidad
Carla
Cordua
Artes y Letras, 22 de octubre de 2006
En
tiempos como los nuestros es difícil imaginarse que algo que hacemos o
pensamos sea nuevo, que no haya sido experimentado antes por otras personas. Por
eso, la pretensión de ser original en alguna actividad está hoy
enfrentada a grandes dificultades. Hemos heredado tantas obras bien logradas en
casi todos los ámbitos de la vida como para desanimar toda nueva iniciativa.
Safo, Dante, Durero, Cervantes, Hegel, Einstein y Neruda ya hicieron, cada uno
y muchos otros, lo suyo. Gracias a lo cual la tierra es ahora más habitable
y el tiempo de la vida más llevadero. Pero la frescura de los orígenes
parece del todo irrecuperable y la repetición de edades de oro, improbable.
La educación nos entrega el pasado ya dividido en renacimientos, en fundación
de nuevas eras, en épocas de grandes descubrimientos, decadentes o emergentes,
novedosas, inventivas, conservadoras, revolucionarias, todo clasificado y bien
trascurrido.
Aunque el emprendimiento de tipo económico se mantenga
siempre en plena vigencia, los proyectos de otras clases se les antojan a muchos
en parte inútiles, en parte imposibles. Tal vez por la dificultad de alcanzar
la originalidad en tiempos avanzados, ésta se ha convertido hoy en un valor
supremo, como suele parecer adecuado reconocerle a lo más difícil.
Los empeñosos actuales se esfuerzan por ser originales, desviviéndose
por darle sus nombres propios a lo inaudito y nunca antes visto.
Los demás,
quienes no se desviven tanto, también esperan que lo que no han hecho en
su vida, acaso por discreción, modestia o cobardía, también
tenga reconocimiento aunque no sea sino por la originalidad de la plena abstención.
Más
cerca que ningún otro me queda el caso del lector que también escribe.
En los tiempos que corren leer y escribir no son ya dos actividades distintas
y separadas, como lo fueron cuando pocos sabían leer y la mayoría
accedía al conocimiento de lo escrito en esas raras ocasiones en las que
un "letrado" leía en voz alta para los demás.
Actualmente,
nadie lee tan asiduamente como el que escribe y es posible que ya no quede nadie
que escriba sin ser lector. Esta nueva intimidad entre leer y escribir resulta
desfavorable para la moderna ambición de originalidad. Pues lo que el escritor-lector
produce proviene frecuentemente de los vasos comunicantes de la lectura-escritura.
Más aún, el escritor tiene conciencia de que, en la medida en que
puede hablar de inspiración, ésta lo asaltó mientras leía
lo escrito por otro. No puede evitar darse cuenta de su dependencia de la lectura
porque recordará que la interrumpió bruscamente en el preciso momento
en que lo invadió, durante ella, la idea que necesitaba para seguir escribiendo.
Pues, aunque parezca raro, es mediante lo leído que descubrimos lo más
original que hay en nosotros. Uno de los escritores más originales e independientes
de nuestra lengua, muerto recientemente, Juan José Saer, sostuvo que casi
todas las revelaciones del mundo moderno vienen de la lectura. Tiene que haberlo
sabido, con esa claridad mental que lo caracterizó y esa falta de pretensiones
personales que exudan sus obras. Debe ser verdad que lo poco que nos pasa hoy
de esencial ya debe haberle pasado a otro antes.
Pero, si lo sabemos, ¿por
qué insistimos en una idea de originalidad que nos exigiría, de
ser factible, negar del todo nuestra condición de habitantes de una época
de segunda mano?