Carlos Droguett (1912-1996), Premio Nacional de Literatura 1970 y uno de los autores chilenos más conflictivos e indomables, con justicia vuelve a ser revisado en estos días, a propósito de la edición compilatoria de ensayos, Materiales de construcción, publicada por Ediciones Universidad Diego Portales (diciembre 2008, 152 páginas). Murió a los 84 años en Suiza, sin haber vuelto del exilio, diciendo que a su edad no había regreso, y se mantuvo lejos de los “años de los gorilas y el lobo” que le impedían escribir en Chile y caminar, como lo hiciera en las primeras décadas del S.XX, tomando notas de un país que logró quedar plasmado en sus prolíficas páginas.
Droguett tuvo estudios interrumpidos de Derecho e Inglés, en tiempos donde la urgencia periodística exigía ser duros, sagaces y valientes, para desmentir los falsos principios de una escritura pura, un oficio inofensivo, donde no se colara la contingencia, el testimonio histórico y el crimen político.
Se dice que habría desertado de su carrera de abogado con el fin de concentrarse en el estudio minucioso de los episodios que para él sentaban las bases de nuestra formación de identidad: la crónica de la Conquista, la instalación de la Colonia y la revisión de una fracturada Independencia que nunca llegaría. Lo mismo que como escriba de los atropellos, las torturas y desaparecidos, en dependencias de cierto organismo de derechos humanos, apenas fuera el Golpe de Estado. Sin duda, una mirada de lo nuestro, que recoge, discute y sondea la otredad, tanto como la búsqueda de un sentido profundo de la nacionalidad, haciendo de la literatura una epistemología del dolor, la sangre, la traición y las muertes.
En un fundamental ensayo de 1971, La literatura chilena de espaldas a la realidad nacional, habría expuesto: “Opino, pues, reiteradamente, que la literatura chilena, y en esto también me incluyo en la parte que me corresponda, es frívola, espiritualmente pequeña, irresponsable, no tiene garra, no tiene coraje, no tiene imaginación, profundidad ni estilo, vive de espaldas a la realidad chilena, no sólo la realidad histórica sino la realidad no escrita, desgraciadamente no escrita” (Ver: http://letras.mysite.com/cdro240821.html .
De esa penetración profunda saldrían decenas de títulos, siendo los más destacables, su crónica de los jóvenes pro-nazis acribillados en Los asesinados del Seguro Obrero (1940), la novela Eloy (1959) que barrería con las criollistas historias de bandoleros, extremando por medio del flujo de conciencia y el monólogo interior, una visión moderna del crimen social; así como la innovadora y entrañable novela Patas de perro (1965), donde es expuesta la deformidad de un niño, ante una sociedad incapaz de aceptar su propia diferencia y desgracia mal parida.
Lo último que sus lectores recibimos, serían sus libros póstumos del 2001: una bella pero desoladora nouvelle La señorita Lara, más su apocalíptica y desbordada novela, Matar a los viejos, donde Pinochet irrumpe como una bestia kafkiana, cercada por sus culpas, mierda y el llanto de unas viejas mujeres que no se convencen de la derrota.
La visión de los años endurece esa misma senda de trabajo, haciéndonos preguntarnos por qué tuvo que pasar tantas décadas para que Carlos Droguett volviera a circular en librerías. Hace algunos años yo mismo habría contribuido a que esa recuperación se anticipara, cuando escribía reseñas en el Taller de Crítica Mariano Aguirre de la Universidad de Chile (http://letras.mysite.com/cdro050324.html)
LA OBLIGACIÓN LITERARIA
Materiales de construcción, corresponde a una suerte de “informe literario” que le habría solicitado la revista Aisthesis de la Universidad Católica en 1968, y leído con los años resulta un excelente autorretrato, como le hubiera gustado decirlo, de un escritor y un hombre, que no podía prescindir de ningún hecho, por pequeños, insignificantes, imperceptibles, para aquilatar la experiencia de un individuo que asumía la escritura con honestidad, riesgo y valentía: “Alguna vez a alguien, en un momento de elemental sinceridad, le confesaba con cierta humildad que había llegado a una situación, en edad y sufrimiento, en presión y compromiso, que ya todo lo literatizaba. Después, días después, aquella misma persona, molesta por mi tenebrosa actitud, la actitud de mi cuerpo y de mi alma, creía ofenderme al hacer con aparente inocencia un descubrimiento: Claro, lo que pasa es que usted lo literatiza todo. Y lo que ocurría y ocurre es que hay momentos en que hasta el dolor se torna funcional. Tal vez esto me ha ocurrido desde niño; desde niño sentí esa angustia, es amenaza directa y casi física pendiente sobre mí y que después he interpretado —porque me convenía— como el destino que me miraba”, acota en las páginas iniciales.
Sin duda, conocer la educación sentimental de un escritor resulta una sugerente perspectiva para volver a leer sus obras. Sin embargo, en esta ocasión el modelo puede invertirse, y resultar Materiales de construcción la excusa para entrar en los escritos de Droguett. Retazos de la infancia, vestigios de una soledad, las dimensiones de su rabia y tristeza, que ayudan a mirar sus libros ahora con la tranquilidad de lo esperable, justificando el sentido de su vocación, con los insoslayables fundamentos de su biografía, donde no sólo el seno materno, sino que también sus maestros (sacerdotes del Colegio San Agustín en su caso), amigos, escritores y libros le ayudaron a definir su indiscutible dureza intelectual, el temple de un escritor a prueba de balas.
“Creo que una frase que ha perjudicado mucho la forma de hacer literatura es aquélla acuñada primero por Gide y después por Malaparte: La piel es lo más profundo que tiene el hombre. Sí, el hombre es lo más profundo, pero desde entonces hay una suerte de creadores, no sólo nacionales, que con aquel famoso salvoconducto, se han quedado autorizadamente sólo en la piel.
(…) Si retrocedo y araño y busco y me pierdo en mis recuerdos, no podría decir cuándo se me ocurrió escribir, creo que jamás, lo que no tiene nada de particular si nos fijamos un poco, si confesamos honestamente que hay escritores –más de la cuenta, desde luego–, que no necesitan pensar para escribir; poetas he conocido, novelistas he conocido tan de superficie, criaturas tan primarias, no digo tan primitivas, porque eso es ya una profundidad, lo primitivo está metido, incrustado en la tierra, comiéndosela, el primitivo es la tierra misma, estupefacta y ciega y tan llena de impresionante silencio; en cambio, esas criaturas fungosas que semejan escritores, o más bien literatos, están tan alejados de la vida, de esta forma, si no exquisita, depurada de la vida, que es la obligación literaria”.
Un libro fundamental, frío y claro, como el diagnóstico exhaustivo de su padecer, describiendo sin pudores y con soberbia la voz confesional de un hombre que quiso hacerse escritor, entregado al fuego de sus circunstancias, hasta alcanzar la forma de lo inevitable, y no hubo vuelta atrás, hasta consumirse en las llamas. Porque Droguett, como un ancestro legítimo del Montano vila-matiano, ya se reconocía aquejado de esos síntomas: “Me enviaron a descansar al campo, pero yo estaba enfermo de literatura”.
SOBRE ESCRITORES CHILENOS
Con este nombre se denomina a la segunda parte del libro, donde son recogidos sus comentarios de algunos autores nacionales: Vicente Pérez Rosales, Baldomero Lillo, Pablo De Rokha, Manuel Rojas, Francisco Coloane y José Donoso. Una pequeña muestra de su trabajo reflexivo en torno a libros, autores y lectores. Un trabajo desarrollado en la revista jesuita Mensaje a comienzos del ’70 y donde publicaría sus notas hasta poco antes de salir al exilio en septiembre de 1975.
Pérez Rosales, el alma de Chile
La lectura que hace del autor de Recuerdos del pasado resulta iluminadora, en circunstancias que antes hiciera una abierta defensa a la literatura del folletín y sus formas de entrega periódica, en una sana empresa de hacer y cautivar lectores. “Difícil es comentar un libro como éste, que es ya, en sí, un largo comentario en profundidad de la realidad chilena, una realidad que, después de cien años, casi no ha cambiado y que junto con la obra, se ha ido moldeando con el mismo patrón, con ese modelo crítico, entusiasta, ágil, escandaloso a ratos, furioso otras, siempre inconforme, siempre inquieto, que es la vida, el nervio insigne, arteria central de la caudalosa obra. Obra que no es un libro sino una biblioteca, una obra en muchos volúmenes o direcciones en busca del alma de Chile, a través de un pueblo derrengado y flaco, estrechado, angustiosa, dramática, heroicamente entre una cordillera inclemente y un mar cruel, ambas crueldades con evidente, con palpable, con innegable grandeza, esa grandeza que se mete en los nervios de un pueblo que nació muriéndose entre un odio y un sangriento amor, es extraño matrimonio inyectado en furias e incomprensiones del indio y el español”.
Luego agrega, haciendo un perfil más fino, pero trascendental del autor: “Pérez Rosales fue el precursor del apoliticismo en el arte literario, de un anarquismo tal vez intelectual, ha podido decir con justa razón, con Bernard Shaw, que la política es el arte de disfrazar de interés general el interés particular, y con ese cinismo nacido de su experiencia no imagina nada (…) Parece ser que los autores copiosamente fecundos, aquellos que en una sola obra han vaciado todo el caudal inmenso de su experiencia, de su vida terriblemente trabajada o caminada, como la de Pérez Rosales, se cansan a menudo del andar monótono, amonologado de la vasta y yerma narración novelesca, y entonces, es esa soledad fatal del vagabundo y del andariego, les nace la necesidad de compañía y de conversación, de alguien con quien hablar, con quien comentar la vida, esa vida hermosa y triste, difícil y fácilmente absorbida y salta, entonces de las entrañas sangrantes, o tintas por lo menos, en viriles lágrimas secas, la pieza teatral de una pieza terriblemente perfecta. Así Rabelais, así Cervantes, así Dostoievski, así James Joyce, así William Faulkner, en resumen todos los grandes verdaderamente grandes, cuya obra es un claro reflejo de su tiempo, y es, por eso mismo, una profecía por su tono, por su fuerza, por su enorme capacidad devastadora y de construcción”.
Lillo, amargo descenso al infierno
Con Baldomero Lillo su acercamiento ensaya hipérboles y cierra con categóricos calificativos su genio y figura: “Baldomero Lillo se murió y no debió morirse y dejó una obra enorme, inconclusa, potente y débil. (…) Cuentista modelo, descubridor del mundo sufriente del subsuelo chileno, no tuvo tiempo para terminar su grande obra, que ahora vemos nada más que comenzaba. Muchos de sus cuentos, al lado de la intensidad y la fortaleza de otros, no son sino fugaces apuntes para una obra en profundidad, esbozos frágiles de capítulos de novela, programas apresurados para una ambiciosa y cruel novela de la ciudad”.
Sin embargo, no se queda en la imagen estática y recurrente del autor de Sub-terra y Sub-sole, sino que abre el abanico de lecturas considerando sus otras búsquedas, la de los esbozos nortinos y los cuentos del mar. Espacios que, a su juicio, por la misma geografía definen su forma de narrar: “El estilo se suaviza más, se concentra, se adentra cogiendo fuerza, esperando, esperando con implacable seguridad, los nervios del autor se apaciguan, lo oímos respirar tranquilamente, lleno de salud, lleno de malvada salud, como el mar”. Y su rescate no escatima apelativos para ponerlo, considerando su novelita El Hallazgo, junto a la parca mirada de Chéjov, el terror local de Quiroga, la epifanía de un Melville o, muy especialmente, la simpleza trascendental de Hemingway, en su libro más conocido, El viejo y el mar.
“Nothing happens to the brave (Nada le sucede al valeroso), dice Hemingway, y ésta es la divisa de Baldomero Lillo, a sus personajes les sucede todo, porque no son hombres excepcionales sino seres corrientes y, sobre todo, porque están vivos, viviendo la verdadera vida, porque son hombres, hombres comunes que sufren y que hacen sufrir”. Una reivindicación de los héroes de carne y huso que rozan, acaso uno de sus registros más logrados, la crónica insufrible de una época: “El su corta y violenta obra literaria se encuentran todas las condiciones de perdurabilidad. Él no es agitador de esta hora sino de todas las horas, no es un caudillo político sino un caudillo de hombres, es un profeta. En un vidente, es un fundador. (…) Es el cimiento, la capa subterránea más profunda desde la que está naciendo lentamente, tal vez demasiado lentamente, la gran literatura chilena. Trabajando abajo, en las tinieblas, hundido en el barro y en la sangre, como sus inolvidables héroes, él está buscando en silencio, como todo lo que perdura, nuevos derroteros para el arte literario chileno. Literariamente, Chile es una mina rica en yacimientos apenas sumariamente explotados y Baldomero Lillo el primer minero, el que señaló el derrotero y encontró la veta, el que descendió al infierno, el que cavó más hondo”.
Rojas, envejecidos y criminales zapatos
Con Manuel Rojas entramos a otra forma de aproximación, la hagiográfica (algo que temo se está volviendo este mismo comentario, dada su extensión y mitificación), al referir a uno de los verdaderos santos de la literatura social chilena. Y así la nota se torna más personal e íntima, en circunstancias que llegaron a conocerse y entablaron una amistad. El apartado de Rojas lleva como epígrafe/obituario la siguiente introducción: En el primer aniversario del desaparecimiento de Manuel Rojas. Murió el 11 de marzo de 1973 hacia la madrugada: “Quizás alguna vez, cuando por obra de la justicia que él atrabiliariamente manejaba tuve la oportunidad de acercarme a su amistad, se lo conté, le conté que fue más bien sorpresa que constatación el descubrir, hacia el año 1933, que él efectivamente existía, que tenía un impresionante cuerpo de gigante, apenas impregnado por el movimiento y las palabras, que usaba zapatos perfectamente nuevos, todavía estivales, nada de sufridos, tan distintos a aquellos envejecidos, dramáticos y criminales zapatos, que han conocido el hambre, la cárcel, la soledad y que su obra, al leerla detenidamente, son tan personajes como los protagonistas que los llevan puestos. Sí, yo entonces ya existía, me dijo Manuel, apenas insinuando una sonrisa, aunque muchos criticos y no pocos escritores por entonces deseaban que no existiera”.
Un perfil quizás lleno de admiración y sincero reconocimiento, acaso como el sello indeleble de ser ambos escritores en estado puro: “Era callado, terco. Daba la sensación de enemistad esencial, de misantropía sin vuelta cuando, por exceso de sufrimiento y de sinsabores absorbidos, era conscientemente tímido, temeroso de un nuevo conocimiento, es decir de un nuevo sufrimiento. (…) Yo era un pobre estudiante y él un escritor pobre, pero eso yo no lo sabía, al toparme con él en los pasillos de la universidad, en la secretaría de la rectoría lo miraba desde abajo hacia muy arriba exactamente como ya he dicho, como el oscuro feligrés busca al santo de su devoción o al dios de su religión allá en las alturas del éxito, allá en la eternidad del firmamento. Sí, había sido muy pobre. Parece ser que los mejores escritores chilenos han vivido pésimamente, en casas de pensión de última categoría, en los cuartos infectos de una infecta cocinería o de una ruina, así Carlos Pezoa Véliz, así González Vera, así Nicomedes Guzmán, así Manuel Rojas”.
Aparte de hacer uno de los escrutinios más agudos de su novela más conocida y del inolvidable, devenido en alter ego, Aniceto Hevia, saca ronchas sobre un tema nada de menor, como es la importancia, el peso y valor del Premio Nacional de Literatura. Manuel Rojas lo recibió en 1957, pero nunca pudo cobrarlo. O no en la forma de una pensión vitalicia, como quedó instituida en 1970, porque como es sabido había nacido en Argentina, estando sus padres de paso por tierras trasandinas, y nunca habría regularizado esa situación: “Hasta el día de su muerte fue perseguido, aunque parezca mentira, por el fantasma antiguo y tan exigente de la falta de certificado. Al ingresar a Chile por primera vez, siendo de hecho muy niño tuvo problemas para cruzar la frontera por no exhibir un documento consular o un pasaporte que acreditara que tenía derecho para entrar a la tierra de sus padres”. La anécdota se cierra con el relato de cómo el mismo Droguett conseguiría un certificado de jubilación que acreditara su condición laboral en el país que le negaba una pensión. Para entonces se encontraba más enfermo de lo que él mismo suponía. Son descritos sus funerales con la imagen de una chimenea y “el humito subiendo sereno en el crematorio del Cementerio General”.
De Rokha, asesinado por la patria
Si bien este segmento de escritores, refiere aparte de los nombrados a Donoso, Neruda, Coloane y De Rokha, es justamente esta última semblanza biográfica la que quedará como la mejor y más sentida muestra de admiración, amistad y ejemplo de escritura. No en vano, cuando se alude al lugar que ocuparía Carlos Droguett en nuestra tradición se le vincule con su Amigo Piedra. “Nació en Licantén, a orillas del Mataquito, provincia de Curicó, Chile, el 22 de marzo de 1894. Se enorgullecía de su ascendencia española e hidalga, y a menudo, en conversaciones con quien estas líneas escribe, advertía sin estridencia que ella provenía directamente de Ruy Díaz de Vivar y de Ignacio de Loyola, lo que podría explicar su coraje, su tenacidad y su misticismo terrestre”. Un sabio del dolor, marqués del sufrimiento, príncipe de la soledad, más parecido a un personaje de Sófocles o de Shakespeare. Una vida cercada por la desgracia, donde tamaña soledad apenas fue sorteada por la esplendorosa compañía de Luisa Anabalón Sanderson, en adelante conocida por Winett, de quien se enamoró, citando a Mario Ferrero, como jamás hombre alguno se habría enamorado.
Un recorrido lleno de datos, direcciones, fechas y circunstancias que ayudan a iluminar el sombrío peregrinaje de uno de los poetas más telúricos y sobrecogedores, alejado de esa aura de indomable/indeseable. En 1965, obtendría tardíamente el Premio Nacional de Literatura, vendiendo de pueblo en pueblo sus autoediciones, y es recordado, según cita Droguett a Juan de Luigi así: “La mayor parte de los libros de Pablo de Rokha se vendieron muy poco. Él mismo cree que de Los gemidos, publicados en 1922, no fueron comprados más de diez mil ejemplares. El resto fue utilizado para envolver carne en el matadero”.
La revisión de la infamia y el dolor continúan, y de hecho este ensayo lleva como título “Trayectoria de una soledad”. Para Droguett la vida de De Rokha estuvo signada por la muerte y la desolación. La muerte de sus hijos, siendo él muy joven y ellos muy niños, lo habría estremecido profundamente. Su propio suicidio fue el correlato de ese “fracaso total de mundo”, y Droguett aventura la dolorosa tesis de un crimen, la que, según se sabe, fue también la acusación que hiciera en los funerales de su amigo, después del 10 de septiembre de 1968: “Su muerte asumió, en realidad, todos los caracteres de un asesinato, pues la resultante natural y lógica de una larga trayectoria de aislamiento, de destierro, de anonimato, de vacío letal forjado con silencio y astucia alrededor de la figura del poeta, el más profundo e innovador de los creadores del presente siglo, seguramente de los americanos, probablemente de los de lengua española”.
El texto ya al final deviene en un febril flujo de conciencia donde cuenta cómo no llegó a juntarse con De Rokha aquella última vez: “Recuerdo que una mañana recibí en mi casa un urgente recado del poeta para que lo fuera a ver ese mismo día, no mañana, no pasado mañana, por favor, señora Isabel, dígaselo a Carlos. Yo, por aquel entonces, era un modesto esclavo mensual, sujeto a un estricto horario dibujado lentamente, avaramente, por un odiado reloj de pared. Mientras, en mi rincón de la fiscalía en que t6rabajaba, rumiaba mis pensamientos y mis dudas, me preguntaba extendiendo el decreto de pago para la pobre señora fulana cuyo joven marido fue despedazado por un tren de carga en el mismo patio de la estación, ¿para qué me querrá Pablo?, ¿qué le habrá ocurrido?, ¿qué puede ser tan urgente para que haya ido a buscarme a mi casa, sabiendo que a esa hora, once de la mañana, once y tres cuartos de la mañana, estoy y tengo que estar en un rincón humilde de la fiscalía redactando el páguese a la pobrecita viuda los pobres miserables billetes a que probablemente tiene derecho porque tiene ahora las manos solas, sin nadie, llenas de mugre y sangre, esa mugre que es la vida, esa sangre que es la muerte?, pero ¿por qué me habría ido a buscar con tanta urgencia?”.
La pregunta queda abierta, porque desde allí la narración se lleva varias páginas divagando sobre la existencia humana, el paso del tiempo, la literatura, el amor, la tristeza, la amistad, la poesía, el fracaso, y el porqué no acudió a esa llamado de último minuto. Droguett, maestro del soliloquio, se cuestiona pero también nos interpela, en ese tiempo suspendido y en blanco en que permanecemos cuando la muerte no puede explicarse, rematando: “Hacía cuarenta minutos que la radio había dado la rápida y fatal noticia, yo estaba sentado en mi pequeño rincón de la fiscalía y desde el otro extremo me miraba Guillermo Maggi, manejando estupefacto el dial, acaban de anunciar, Droguett, que su amigo Pablo de Rokha se suicidó hace un rato en su casa (…) Se sentó en el escritorio y cogió el revólver y lo dio un poco vuelta, como si fuera a afeitar, el mismo revólver que había cogido su hijo Pablo en la pieza del lado, lanzándolo hacia adentro, como un vaso de agua, hacía dos, tres meses y ahora me tronaba el recuerdo y en él la visión del poeta incrustado para siempre en la noche (…) Cuando salí del cuarto llevando en mis ojos aquella escena, que no es sino una y sola, recuerdo que abracé a Lukó y a Antonio y les pedí en nombre de él, que estaba ahí, al otro lado de la puerta, en la posición que había dibujado, que me dejaran hablar en sus funerales para denunciar ese crimen.
La imagen no puede ser más demoledora. Sin dobleces ni eufemismos. La muerte de un amigo inolvidable. Droguett encarna la voz de todas esas muertes.
LA ESCRITURA ES UN ARMA PELIGROSA
Este es un libro fundamental y próximo. Con textos imprescindibles y valiosos. Materia de estudio obligatoria para recomponer el tejido deshilachado de la tradición literaria chilena.
Materiales de construcción, como raro formato de textos será probablemente uno de los mejores libros de no ficción editados el 2008. Si entendemos los ensayos como “literatura de ideas”, este es un libro de pensamiento en estado puro, de reflexiones en bruto, cargadas de ideología y enorme sentido estético, un estilo al decir de Lihn, fundado en el vómito.
A modo de un juego de espejos, el libro cierra con una procaz e hilarante autoentrevista –Felicitaciones especiales– a propósito de la conmemoración de un año de haber ganado del Premio Nacional de Literatura, sobre la condición de un hombre etiquetado, y desde entonces, digno de observar como dentro de un frasco en el laboratorio de las muestras de escritores eximios. Dice:
“—¿Le parece la etiqueta?
—Es razonable y necesaria, para guiar a los profesores y a los alumnos.
—Sí, probablemente, a los alumnos, a la juventud más joven, desde luego, pobres muchachos, nosotros somos alguna forma de marihuana para ellos, pero sin viajes, sólo con estos obvios viajes alrededor de mi ombligo, alrededor de cada ombligo, ¿no es cierto? De todos modos, encerrados aquí duramos menos, es positivo y comprensible. El alcohol ayuda a conservarte, claro, pero siempre que te dejen la boca afuera. Sumergido, tapado y clausurado, ¿qué sacan con estampar etiquetas? Uno se echa a perder más luego, ¿quiere mirar los otros frascos?
—Usted no parece muy optimista.
—Nunca lo fui…”
Sus palabras resultan lapidarias y describen una poética infranqueable, cual ruleta rusa, donde podemos confirmar que los libros también son armas cargadas, que pueden llegar a dispararse.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Reseña a "Materiales de construcción" de Carlos Droguett
Ediciones Universidad Diego Portales (diciembre 2008, 152 páginas)
Por Roberto Contreras
Publicado en Lanzallamas.org. enero 2009