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El compadre, de Carlos Droguett

Por Antonio Avaria



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I. Noticia biobibliográfica

Carlos Droguett Alfaro nace en Santiago el 15 de octubre de 1912 y muere en Berna, Suiza, el 30 de julio de 1996. Huérfano de madre a los seis años de edad; desde entonces la soledad y el desamparo serán obsesiones en vida y obra. El segundo matrimonio de su padre, 1921 (“es decir, mi madre había vuelto a morir, yo lo sabía pero no me atrevía a decirlo”), hace irrevocables esos sentimientos, y más profundas esas huellas en su condición espiritual. De su primera infancia en La Serena, sólo recuerda el mar y la tos de su madre. A los doce años comienza a frecuentar la sala de lectura de la Biblioteca Nacional. Cursa los primeros cinco años de la escuela media en el Liceo de San Agustín, donde uno de sus enemigos, el Padre Alfonso M. Escudero, se convertirá después en gran amigo y consejero en cosas literarias y humanas; aparece como importante personaje de ficción en la novela Patas de perro. Droguett termina humanidades en el Liceo Nocturno Federico Hanssen. El adolescente lee sin descanso, ansiosamente, exasperado ante la literatura meramente estetizante, ardiendo de fiebre con escritores que trasuntan existencia auténtica, fuerza vital y trágica: Quevedo, Baroja, Alejandro Dumas, los escandinavos (“yo daba mudos alaridos con Hambre, con Pan”) y los grandes novelistas rusos. Perdió cuenta de las veces que leyera La condición humana, de Malraux. Las influencias mayores, según sus propias declaraciones, son Proust y Dostoievski.

En 1933 inicia estudios de leyes y literatura inglesa en la Universidad de Chile, y publica su primer cuento en la revista Hoy (“El señor Videla”), seleccionado en 1938 por Miguel Serrano en la Antología del verdadero cuento en Chile. Al rebuscar materiales para hacer su memoria de grado, examina detenidamente cédulas reales y crónicas de la Conquista y la Colonia; en vez de una docta tesis sobre ideas políticas, completará los borradores de tres novelas históricas que verán la luz muchos años más tarde: en 1961, 100 gotas de sangre y doscientos de sudor (de una carta de Pedro de Valdivia); en 1967, Supay el cristiano; en 1973, El hombre que trasladaba las ciudades. No se recibe un abogado, sino un escritor, y la razón profunda fue la crisis producida por la masacre de un grupo de jóvenes en la torre de la Caja del Seguro Obrero, el 5 de septiembre de 1938. “Me hizo conocer mi capacidad de odiar”, confiesa Droguett. “Creo que la matanza del Seguro Obrero, por el horror, ya no leído sino vivido, fue lo que determinó un verdadero cambio en mi vida”. Su crónica “Los asesinados del Seguro Obrero” aparece exactamente un año después de los hechos en dos diarios capitalinos, y en forma de libro al año siguiente. Esa misma sangre derramada dará origen a la primera novela publicada por Carlos Droguett, Sesenta muertos en la escalera (1953).

La década de los años cuarenta es de intensa actividad periodística. Recién casado con Isabel Lazo, a quien conoce desde su temprana adolescencia, pasa de corrector de pruebas nocturno a reportero, cronista, folletinista y redactor de los diarios El Imparcial, La Hora (ahí publica una treintena de cuentos), Las Últimas Noticias, Extra. Era este último un diario de izquierda, muy bien escrito, creado para apoyar la candidatura de Gabriel González, con el célebre crítico Juan de Luigi a cargo de las páginas culturales, que eran muchas y variadas. Allí la mordacidad de Droguett tenía libre expresión en columnas tales como “Patero y yo” (sátiras políticas), “Quién es y cómo es” (bocetos caricaturescos de personajes públicos) y “El cementerio de los elefantes”, que no dejaba títere literario con cabeza; la mismísima Sociedad de Escritores de Chile (SECH) se sintió agraviada con un comentario de 25.11.46: “El cretinismo literario está de duelo: Eduardo Marquina ha muerto”. También fue colaborador de las revistas Sucesos y Vistazo; años más tarde, a fines de los 60, contribuyó con artículos en Desfile y Mensaje. Paralelamente, es funcionario de reparticiones públicas, desde la Dirección del Tránsito hasta la Caja de Retiros y Previsión Social de los Ferrocarriles del Estado, donde jubila en 1971.

A inicios de los años 50, el escritor francés Francis de Miomandre lee con entusiasmo algunos cuentos de Droguett y los da a conocer en las mejores revistas literarias de Francia. Otro francés, el profesor Alain Sicard, también tenderá una mano amiga y encomiástica, treinta años más tarde. En 1954, en un rapto creador de una semana en blanco, Droguett escribe Eloy; tras el punto final, va al cine; al día siguiente se baña, se afeita y comienza, en otro trance, El compadre. En 1959, Eloy resulta finalista del Premio Biblioteca Breve otorgado en Barcelona por Seix-Barral, era el galardón más codiciado de la narrativa en castellano; en 1962 Seix-Barral inaugurará el “boom” de la novela latinoamericana al premiar La ciudad y los perros, de un autor peruano de 24 años. A la edición española de Eloy, en 1960, siguen reediciones en varios países, y traducciones en una decena de lenguas europeas. El compadre aparecerá en México en 1967. Ya ha publicado, en 1965, Patas de perro, su autobiografía profunda, y la primera de las novelas históricas (en torno a la compleja figura de Pedro Sánchez de la Hoz, adversario de Valdivia). El hombre que había olvidado es finalista del Premio Nadal, pero ve la luz en Argentina, pues se prohíbe su impresión en España. Viaja a Cuba en 1969, invitado por Casa de las Américas a participar como jurado del prestigioso premio anual de esa institución; de regreso (bloqueo mediante, que obliga a insólitos y a veces gratos rodeos) pasa unos días por Barcelona; allí reside entonces José Donoso, exhausto y enfermo tras completar, en esfuerzo titánico, largo y doloroso, la versión final de El obsceno pájaro de la noche.

“En el año 1970 me ocurrieron dos accidentes memorables: en octubre, exactamente el 30, se me otorgó el Premio Nacional de Literatura. En diciembre, el 28, se me otorgó un premio internacional de novela. En enero salí de Chile”. Así introduce el libro Escrito en el aire, que recoge las crónicas de viaje (desde Madrid, Barcelona, París, Roma, Praga), enviadas a las revistas Desfile y Mensaje, junto a entrevistas y comentarios literarios. Ganadora del Premio Alfaguara de Novela, Todas esas muertes aparece en Madrid en 1971. Droguett ha transformado en novela un folletín que publicara en el diario Extra en 1946; y transforma al asesinado Emilio Dubois en un torturado moral y artista del crimen, contra el escenario de Valparaíso a comienzos del siglo. El mismo Noé, que viste y calza y se embriaga en su Arca, es el protagonista de una novela-teatro, Después del diluvio; otros múltiples escritos de pluma droguettiana, sobre temas bíblicos, no han sido publicados.

También ocurrió ese año el triunfo popular de Salvador Allende, al que Droguett, quien siempre guardó independencia de partidos políticos, adhiere con entusiasmo.

La novela El hombre que trasladaba las ciudades se publica en Barcelona en 1973, treinta años después de haber sido escrita. Juan Núñez de Prado, el empecinado protagonista, traslada varias veces la ciudad que ha fundado, para defenderla de la rapiña de Pedro de Valdivia: ejemplo antológico, si os parece, de realismo mágico, para despertar la codicia de García Márquez o el cineasta Herzog. Droguett sumerge al lector en esas escenas del siglo XVI, mediante la inmediatez del discurso, la dramaticidad del diálogo, la multiplicidad de narradores, el relato desde la conciencia del personaje, y otras perspectivas que desarrollará en sus novelas de escritura posterior. Nuevamente la materia histórica –en este caso, la épica de la Conquista– deja de lado la relevancia documental y se concentra en la pesquisa de la condición humana de los individuos: en su tragedia interior.

La última publicación de Carlos Droguett en Chile, antes de partir al exilio, es un artículo en la revista Mensaje, sobre Francisco Coloane. El cantón de Berna acoge al escritor chileno, junto a Isabel y los dos hijos, que han sufrido cárcel. Serán veintiún años de residencia suiza, los últimos en la vida del escritor.

En carta fechada en Berna el domingo 7 de marzo del 93, 8 y media de la mañana:

“Vivo solo, visiblemente solo, desde el viaje sin pronto retorno de la señora Isabel, transcurro literalmente sin otra compañía que mi sombra”.

De su máquina de escribir van saliendo, una más una, miles de páginas: “Sí, no sé cómo se me pasa la jornada, levantado entre siete y media y ocho de la mañana estoy ya amarrado al duro banco de esta canoa literatesca que hace agua por todas partes, incluso por dentro, en circunstancia que desde el chorreante 11 de septiembre, en realidad octubre del cuatrocientos, hace más sudor que agua, más lágrimas que sudor, más sangre que sudor transpirado por todos los períodos gramaticales, lingüísticos y lenguaraces del grácil, fino, leve señor Droguett, don Carlos”. (Con una pizca de negro humor, Droguett glosa el romance del forzado, de Góngora: “Amarrado al duro banco / de una galera turquesca”.

Pese al contrato firmado y pruebas en mano de las quinientas páginas de una nueva novela, el presidente de la empresa editorial madrileña impide a última hora la publicación, porque el autor se niega a eliminar una dedicatoria que pone de oro, moro y azul a la junta militar de Chile. Sólo fragmentos y algunos capítulos de Matar a los viejos han aparecido en revistas, notablemente en Literatura Chilena, creación y crítica, que publicara tesoneramente el poeta David Valjalo en Hollywood, California. La novela sigue en espera de editor.

Amable hacia los estudiantes y especialistas extranjeros que lo consultaban, Droguett era hosco, desconfiado y desafiante con los compatriotas que de buenas a primeras manifestaban interés por visitarlo. Experimentando “más náuseas que ganas” de volver a Chile, nada hizo por recobrar audiencia nacional. Se negó terminantemente a recibir a ciertos medios de prensa chilenos (“que hablen con mi abogado”) y hasta rehusó ser entrevistado para el volumen de Conversaciones con la narrativa chilena que preparaba el editor y crítico Juan Andrés Piña. Buena parte de ese enconoreconcomio [sic] quedó personificado por Droguett en un personaje mezquino y desagradable: El enano Cocorí.

Sin embargo, cuenta Luis Iñigo Madrigal, catedrático en Ginebra, pocas veces lo vieron a Carlos Droguett más conmovido que cuando Eloy –con motivo de la edición 1994 de Editorial Universitaria– fuera incluido nuevamente en los programas de literatura de la enseñanza secundaria chilena.

Un mes antes de su muerte, Droguett hizo donación de todo un ciclópeo archivo personal a la Universidad de Poitiers, que le rindió un homenaje; en la ceremonia, el octogenario escritor hizo gala de energía, humor y emoción. Bajo la dirección del catedrático Alain Sicard, el Centro de Investigaciones Latinoamericanas de esa institución académica había organizado, en mayo de 1981, un importante “Coloquio Internacional sobre la obra de Carlos Droguett”. Los trabajos de esa reunión, a cargo de prestigiosos intelectuales, constituyen un valioso esfuerzo de comprensión y aprecio de la obra droguettiana. Fueron publicados en mayo de 1983 por la universidad francesa, depositaria hoy de una riquísima cantera para la investigación de un gran capítulo inédito de la literatura chilena.

Carlos Droguett se golpeó al resbalar en una escalera del Museo de Sherlock Holmes y falleció dos semanas más tarde, el 30 de julio de 1996.


II. Como un ciego debatiéndome entre las alambradas de púa del idioma

En 1968, Carlos Droguett entregó a la revista Árbol de Letras, de Editorial Universitaria, un texto sumamente revelador de su personal voluntad de estilo:

“No podría explicar por qué escribo. ¿Por qué bebe el alcohólico? Él diría que porque no lo puede evitar. Yo tampoco, y como él, no lo considero una desgracia. Es más bien una fatalidad. Tampoco puedo explicar mi estilo. El estilo nace, o torna, cuando un tema me interesa. Si algo no toca profundamente mi sensibilidad, si no me conmueve entrañablemente, no me interesa y no tengo estilo. Cuando imagino o recojo una historia siento a mis personajes como si ellos fueran yo mismo; inconscientemente los incorporo a mi sangre; sus aventuras son mías; conozco no sólo su ámbito espiritual, sino su cuerpo, sus pensamientos, su soledad; son seres míos como los hijos de mi carne que yo he hecho. Pero a veces, diría que siempre, tengo la impresión de que el lenguaje, las palabras, se interponen entre ellos y yo, y suprimiendo torrencialmente puntos, comas, explicaciones obvias, descripciones inútiles, los acerco en bloque a mi terror, soy como un ciego debatiéndome entre las alambradas de púa del idioma, entre manos, ojos, pies, bocas, pautas, preceptos, camisas que quieren incorporarme o hundirme, pugnando por salir, o más bien, por acercarme a mis personajes. Tal vez este deseo y esta fiebre dan la sensación de vertiginosidad, de totalidad, a un estilo que quiere abarcarlo todo de una sola vez. Estilo angustioso, acezante no por afán de improvisación, sino por necesidad de profundidad, es decir de realidad. Porque todo arte que no refleja el tiempo presente está condenado a morir mañana o pasado mañana, no atravesará el tiempo, como deseaba Proust para todo arte verdadero. Mi ideal sería llegar a escribir como respiro, con la extrema sencillez que lo hace esa estupenda improvisadora que es la vida”.

Este arte poético revela coincidencias con el manifiesto “Por una poesía sin pureza”, el poema “Significa sombras” y tantos otros textos nerudianos de Residencia en la tierra. Lo más visible, original y cautivante del estilo de Droguett parece ser la fuerza lírica arrolladora, a menudo exasperante, de su discurso. Una retórica que difiere visceralmente de la composición bien ordenada, programática, del naturalismo, y carente de los metaforones, rondantes en la cursilería, que deleitaban a varios compañeros de su generación. Respiración jadeante, que precipita las palabras por tensión poética, persiguiéndolas con la lengua fuera, amplificando, proliferando el verbo en el afán desesperado de decirlo todo de una vez, intensamente, con la máxima aproximación. En la revista Eva, Manuel Rojas llamó la atención sobre la trascendencia de Patas de perro, advirtiendo al mismo tiempo que para leer esta novela había que trabajar casi tanto como el autor. Droguett efectivamente no hace concesiones al público lector. Su ímpetu verbal agrede sin vacilaciones.


III. Eloy y El compadre

Carlos Droguett transformó un hecho real –la muerte, en su merecida ley, del Ñato Eloy– en materia artística de significación universal, en una parábola de la sufriente y pasajera condición humana. El suspenso dramático no ceja, el jadeo torturante del estilo no da tregua, la capacidad poética es intensa en esta novela cumbre de la literatura chilena. Su vigencia hoy es prueba de calidad precursora. Una prosa rica, deslumbrante, obsesiva, moderna; un sesgo hondamente religioso –raro en nuestra narrativa, tan racional o nihilista– confieren a este autor (el más incómodo e insolente de los inconformistas), su rango original.

Desde la primera edición en Barcelona, en 1960, con una portada de atroz impacto (la fotografía en blanco y negro de un cadáver recién acribillado a balazos), hasta la cuidada publicación de Editorial Universitaria, corregida y recreada párrafo a párrafo escrupulosamente por el autor, Eloy ha sido traducida a muchos idiomas, con ediciones en Chile y en otros países de América. Ha corrido mundos, como sugiere gráficamente el acrílico de José Venturelli en la última edición. El lector, especialmente el lector joven, encuentra en Eloy un desafío enriquecedor y querrá conocer otras obras de un viejo de fuerte y solitario carácter que no bajó el moño ante nadie y no hizo concesiones a la mediocridad en ninguna de sus insinuantes formas.

Las últimas horas de un bandido acosado que espera el amanecer para rendir cara su vida ante sus perseguidores y ante su Creador, constituyen el tiempo apremiante de esta novela. La forma de presentación es un monólogo a dos voces narrativas, con escasos precedentes en la literatura latinoamericana, y que acusa las influencias fértiles y paradojales de Faulkner, Proust y Pablo de Rokha. El monólogo interior sigue el flujo de la conciencia de Eloy, pero tiene a otro narrador que desde una cercana distancia relata las acciones y los pensamientos del bandolero. El alarde técnico es eficaz, pues elimina los lugares comunes de la composición naturalista y avasalla al lector con una sintaxis descoyuntada, pero de férrea unidad de estructura. El hilo narrativo no se pierde con las constantes ojeadas retrospectivas; éstas persuaden por la fuerza de las imágenes de miseria y dulzura. Con la última frase de Eloy se efectúa un cambio de perspectiva novelesca; asoma una tercera voz (“Ahora se movieron las botas”), revelando una presencia que estuvo detrás del foro (sabiéndolo todo, ¿o Deus ex machina manejándolo todo?).

El tránsito hacia la muerte supone una ruta de angustia que Eloy afronta paso a paso, evocando luces y sombras del pasado (su hijo juega con las balas, su antiguo oficio de carpintero, sus crímenes), acariciando con seguridad la carabina, como si fuese el pescuezo de un caballo dócil y amigo. Más allá de los detalles crudos de la crónica policial, en esta novela, como en otras de Carlos Droguett, se verifica un extraño proceso de purificación por la soledad y el sufrimiento, como si en el relato no explícito ni escrito, sino subyacente, Eloy asumiera, por su mera condición humana y doliente, una pasión redentora. Por otros caminos de expiación, llegan a parecida agonía los inquietantes protagonistas de Patas de perro y el borrachín de El compadre, novela ésta de imprescindible lectura al completar el panorama de nuestra narrativa contemporánea.

Un aire de parábola evangélica recorre El compadre de punta a punta. El cuento se lo contaron a Carlos Droguett: en una clínica, un obrero bastante alcoholizado relataba que, conversando con San Judas Tadeo, le ofrece al santo dejar de beber a cambio del regreso de su mujer, que lo había abandonado. A partir de esta anécdota de humor criollo, contada por un médico amigo, Droguett construye una novela de nítida estructura centrada en la soledad de un bebedor de vino, que evoca el amor de los pobres por el Presidente Pedro Aguirre Cerda y la miseria popular chilena de los años cuarenta.

Arriba de un andamio –un madero, como la Cruz– se desarrolla el drama, o más bien el calvario, de Ramón Neira. Sobre la base político-social, la condición humana hecha universal por el sufrimiento y, por añadidura, una proyección metafórica de signo cristiano. Personaje clave de la historia es Jesucristo, dice Droguett, tan importante para nosotros, tan próximo, “que me llega a dar rabia, de pura envidia, su martirio, su muerte”.

Cada uno de los ocho capítulos de El compadre lleva la cita de un evangelista como epígrafe y cifra del contenido argumental. El libro se cierra con San Mateo, en una anticipación inconsciente de un dramático tiempo histórico posterior: “Y todas estas cosas, principios de dolores”. También en esta obra el autor recurre a la evocación del pasado; éste no irrumpe constante y caóticamente, sino que se despliega entre dos momentos del presente narrativo, de sólo dos días de duración. La suspensión temporal, al dar paso a la rememoración, toma más de un centenar de páginas. El libro se abre y se cierra en una actualidad fechada aproximadamente en 1949. La calidad musical de la estructura se refuerza por la reiteración de motivos o temas que el lector apreciará con atención creciente: el vino, la sed, el andamio, la pobreza, la muerte del “viejito negro” (Aguirre Cerda), la inescapable soledad. La prosa posee ritmo interno y una original cadencia poética. El narrador básico, omnisciente, alterna con la corriente de conciencia del protagonista, obrero alcohólico que en la novela promete dejar la bebida a cambio de que el santo apadrine el bautizo de su hijo Pedro, quien cumple ocho años. La narración termina con una muestra inesperada de caridad y ternura. Es una sorpresa feliz, o nota de simpático humor, o anticlímax de la dolorosa trama; algo semejante a la aparición del loro en el cuento “Un corazón simple” (como lo es Ramón Neira), de Gustave Flaubert.

El vino, compañero del sufrimiento, amigo contra la soledad y la pobreza, es presencia constante en este libro, es Leitmotiv o tema principal, tan intenso como en Angurrientos de Juan Godoy, colega generacional de Droguett. Este último, en otro lugar, define al borracho como “un hombre transmutándose en ángel”. Y en El compadre, Dios mismo sería un borracho, “un formidable borracho. Sólo así ha podido inventar tanta cosa”.

A las claras, se puede hablar en esta obra de un Evangelio, obviamente apócrifo, según Carlos Droguett. Las referencias son múltiples y entrañables; son el reverso del tejido novelesco. Humanizan a Cristo con rasgos semejantes a los de Pasolini en su filme basado en la novela de Nikos Kazantzakis. Va más allá, pues para el pobre carpintero Ramón Neira, Jesucristo tal vez “debiera hacerse crucificar cada cien años para que el mundo sepa que todo eso era verdadero y no piense en él como en un artista que murió martirizado en el tercer acto, pero que después bajó a la calle por la puerta del foro y desde entonces está sentado a la diestra de su empresario”.

La pasión de Cristo domina el entramado de la narración, traspasando toda la obra. Incluso los monólogos interiores funcionan como nexos entre el asunto de la novela y su trasfondo evangélico. “Si hay un tema único en todo lo que he escrito”, dice Droguett en una correspondencia de Roma, “es la figura de Cristo, pero no el Cristo hechura y factura de los sastres y los doctores de la ley” (Escrito en el aire).

Para la historia literaria, cabe señalar que la Generación del 38 también sigue viva en la obra de Carlos Droguett. Otras novelas suyas, como Todas esas muertes, parecen relatos de anticipación y presagio de tiempos muy duros que lo llevarán a su empedernido exilio en Suiza. Desde ahí, amarrado a su banco, el galeote no cesó de escribir, sin darle mayor importancia a que más de una de sus nuevas novelas se quedó en la edición de un solo ejemplar sin pie de imprenta, porque el editor terminaba sucumbiendo a misteriosas presiones extraliterarias.

Gran novelador de realidades, feroz crítico y elocuente cronista, este eximio escritor epistolar escribió durante las últimas dos décadas de su vida uno de los capítulos más fecundos, visionarios y secretos de la literatura chilena. Mantuvo su estoicismo, “sólo picaneado de tanto en tanto por la cortedad del tiempo, que se encoge brutalmente cuando la edad va entrando en uno, cuando el tiempo te está invadiendo para echarte afuera, al hoyo insuperable, tentador y anestesiador del olvido”.

No hay olvido para Carlos Droguett.



 

 

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