..El Führer de esta
historia es una figura imaginaria.
Lo único real es nuestro
miedo.
.......... -¡Viene el Führer! El
anuncio recorre las filas como una descarga eléctrica, silencia de
golpe el murmullo, impone un orden instantáneo, arrasa con las últimas
risas del recreo. En el patio norte del medio pupilaje hay ahora un
silencio de muerte, una rigidez marcial envuelta en la neblina espesa.
Frente a las salas del primer piso, los cursos inferiores; arriba,
donde el silencio es más tenso pues los corredores con piso de tabla
pueden hacer un ruido indeseado, los más grandes. El Führer camina
hacia el centro del patio como si los cursos no existieran. Para él
ese silencio es tan natural como la neblina; es su propio elemento.
Tiene las manos tomadas en la espalda y avanza mirando el suelo. Su
abrigo marengo, cruzado, tiene algo militar. Todos siguen sólo de
reojo el camino idéntico del Führer, pues la orden es formar las filas
guardando la distancia -un brazo extendido- y mirando la nuca del
compañero.
.......... También los
inspectores tienen miedo. Se nota en la forma como miran a los
alumnos, en una especie de complicidad que en ese momento los une. El
Führer se detiene en el centro del patio, su mirada recorre las filas
lentamente, husmea, busca, y los alumnos saben que una enorme ruleta
se ha puesto en movimiento, que alguien va a ser llamado y todos
tratan entonces de que su silencio sea el más perfecto, el más
absoluto, todos tratan de simular que no existen, sueñan con ser
transparentes.
.......... -Ese jovencito
ahí arriba -la voz del Führer debería sonar cómica a causa de las mil
imitaciones que de ella se escuchan todo el día, pero allí no hay
lugar para la risa. Todos los que están formados arriba se sienten
señalados por el dedo del Führer, durante un segundo los alientos
quedan en suspenso y cuando un inspector se acerca a un alumno colorín
y pecoso del quinto año, lo toma del brazo para separarlo de la fila y
le indica que camine hacia la escalera, que baje, que se acerque al
Führer, hay una recuperación simultánea del ánimo, un resuello
gigantesco, un suspiro de alivio que no se escucha pero se adivina, se
presiente, se delata en lo que ahora por fin son sonrisas contenidas,
miradas de complicidad, ojos sin miedo.
.......... El alumno camina hacia el centro del
patio. Una bufanda verde enrollada en el cuello acentúa la palidez de
su semblante. Cuando está frente al Führer baja la cabeza, espera,
presiente la guillotina, el filo helado de la hoja penetrando su
cuello. El Führer estira un brazo con lentitud, en un gesto que puede
parecer cariñoso; toma la punta de la bufanda, la desenrolla con la
misma lentitud, deja el cuello del alumno al descubierto, la camisa
blanca sin la corbata. Dobla cuidadosamente la bufanda, se la entrega,
el alumno la toma con miedo, el Führer levanta ahora la cabeza del
muchacho tomándolo de la barbilla y entonces la cachetada resuena como
un latigazo, la sienten todos en su cara porque se multiplica, la
sangre sube a las sienes, la rabia se instala donde antes estuvo el
miedo. El alumno vuelve a su puesto de la fila, la cara roja de
vergüenza, de ira; la cara roja con una mancha más roja aún en la
mejilla izquierda.
.......... -Desde
mañana, los que no cumplan con el uniforme serán suspendidos.
.......... La voz del Führer es gangosa, sesea,
parece una imitación de su imitación. La orden es clara, perentoria.
El Führer gira sobre sus talones y se dirige a su oficina mirando el
suelo, como si paseara por un parque, como si buscara conchitas en la
playa, como si la cachetada, el miedo y la amenaza fueran su rutina,
su personal manera de aburrirse.
.......... Se inicia la tercera hora de la
mañana.Cada año una promoción dejaba el viejo liceo y otra llegaba.
Los que se iban habían ocupado en los últimos tres años las salas del
segundo piso del patio de la fuente. Los nuevos llegaban al patio de
la paulonia e instalaban su respeto asustadizo en las salas del primer
piso. Se salía directamente de las clases a la pichanga. Las columnas
que sostenían los corredores del segundo piso eran los arcos de la
cancha improvisada. Arcos múltiples para partidos simultáneos que se
jugaban de norte a sur y de este a oeste en un hormigueo vertiginoso,
en una confusión de carreras y de gritos, atentos todos al ir y venir
de una docena de pelotas, en ese carnaval relámpago que era la
pichanga del recreo. Los mayores, los habitantes del segundo piso,
sentían la atracción de un hormigueo distinto: construían con una
pasión diferente un milagro semejante, otra forma de multiplicación
del espacio. En baños calculados para no más de cincuenta alumnos se
concentraban doscientos, tal vez más; se apretujaban como en una micro
repleta, cuerpo contra cuerpo, las cabezas dirigidas hacia el techo,
lanzando el humo hacia arriba, hacia ese cielo incierto, nebuloso, o
hacia los zapatos, hasta que la gran humareda los envolvía a todos y
entonces una tos aquí, una tos allá, y un grito ahogado llega desde el
corredor, ¡El Führer!, y vamos apagando las colillas, tirándolas a los
urinarios, metiéndolas en los bolsillos, vamos callándonos, vamos
tratando de no temblar.
.......... La
historia del Führer (más exacto sería decir su leyenda) nació tal vez
en esos baños. Se fue transmitiendo como un murmullo, pasó de la voz
en sordina de los que egresaban a los oídos ansiosos de los que
ascendían de las pichangas al fumadero. Se tejió, como todas las
leyendas, de fantasía y de objetividad, de cosas vistas y otras oídas,
porque yo lo vi, porque el Paja lo vio, porque Carmona dice que el
Paja le dijo que lo vio, y si no lo vio se lo contaron; a veces dice
que se lo contaron y a veces dice que lo vio, o tal vez el que lo
cuenta no recuerda ya si el Paja dijo que lo vio o dijo que se lo
contaron, y Carmona y Faúndez y el Sabio que no lo vieron, que lo
escucharon de los que se fueron, que a su vez también lo recibieron
como una herencia de los que ya habían partido.
.......... Dicen que antes no era así, dicen que
fue siempre así, cuentan que al comienzo era un huevón que ni hablaba,
que llegó manso como una gallina, dicen que sí, que llegó como un
pobre huevón, pero siempre con ese terno negro, con otro terno negro,
porque fue hace mucho tiempo, ¿cuánto tiempo? Dicen que era el
inspector más joven, contradicen que es una huevada pos huevón, si
todos los inspectores son jóvenes; pero, dicen, es que Peralta era
estudiante de Medicina, y contestan entre pitada y pitada que claro
pos huevón, dónde está lo tremendo, si todos los inspectores son
estudiantes, vienen de provincia, están terminando la Universidad, si
trabajan como inspectores reciben una pieza y unos pesos, pero dicen
que Peralta era distinto. Dicen que Peralta no llegó como estudiante,
dicen que Peralta había sido estudiante pero cuando llegó al Instituto
ya no era, dicen.
.......... Dicen que
vino del norte, cuentan que del sur, en todo caso de provincia, todos
saben que vino de provincia a estudiar Medicina a Santiago. Que era
pobre, dicen; que era pobre como rata, agregan otros, que por eso tal
vez siempre se metió dentro de un terno negro, porque duran, porque
son sufridos, porque las manchas no se notan, al menos de lejos no se
notan, y descubren motivos, el terno negro tiene una razón de ser
contradictoria, porque otros dicen que tal vez lo recibió de un
pariente que usó el luto por poco tiempo. Entonces se imaginan al
Führer (cuando aún no era el Führer) sentado en el tren nocturno,
arrinconado con su flamante terno negro en un carro de tercera,
mirando su imagen de riguroso luto en el reflejo de la ventanilla,
pensando quién sabe qué, amaneciendo en Santiago, bajando del tren,
envuelto en esa otra humareda de las locomotoras a carbón, esa
humareda que está al comienzo de su historia y que se continúa en esta
de los pitillos prohibidos, porque la vida del Führer se va
construyendo a lo largo de interminables humaredas, de recreos
sucesivos, con perpetuidad de orines y de humo y una imperceptible
renovación de voces; dicen que llegó a Santiago pobre como rata, dijo
una voz un día, ¿hace cuánto tiempo? Dicen que llegó pobre, repiten
otras voces, y cuentan que estudiaba Medicina, que era un alumno
brillante, que era uno de los mejores alumnos que habían pasado por la
Facultad, que estudiaba día y noche, que tenía fama, y entonces otras
voces discuten, porque si fuera cierto huevón, cómo se explica lo de
la puta que lo cagó al huevón, que lo hizo mierda, pero por eso pos
huevón, porque no era avispado, porque no se había culiado nunca a una
mina se agarró de la primera, cagó en el primer polvo, se jodió. Dicen
que estudiaba día y noche. Dicen que no conocía mujer. Dicen que una
noche lo llevaron a putas, dicen que lo llevaron casi a la fuerza,
dicen que después de una comida del curso, a empujones dicen que lo
llevaron y que no puede ser, contradicen, que es imposible pos huevón,
que eso que estai diciendo es una mansa huevá, que a ningún huevón lo
llevan a la fuerza, a empujones; curado tiene que haber sido, aunque
de todas maneras, dicen, tiene que haber querido, dicen, tiene que
haber tenido una tremenda piedra, y además, discuten, a nadie se le
para por obligación, a empujones no le parai la pichula a nadie, no
vis, huevón, y dicen que así empezó la historia del Führer.
.......... La historia de Peralta pudo haber
empezado en la estación de un pueblo del sur, puede ser la historia de
un joven pobre metido en un terno negro, metido en un vagón de
tercera, metido en el sueño de ser estudiante en Santiago. Peralta
pudo haber sido un médico brillante, dicen. Entonces Peralta hubiera
sido siempre Peralta, el doctor Peralta, el profesor, el decano
Peralta, nunca el Führer. Por eso, concluyen, la historia del Führer
comenzó en una casa de putas, en Maipú, dicen unos, en Tocornal,
dicen, en los Callejones, en San Camilo, en alguna parte, en alguna
pieza hedionda a encierro, a semen, Peralta se sacó los pantalones,
Peralta se sacó a Peralta. Se sacó la historia del estudiante pobre
que era alumno brillante. Porque cuando se volvió a poner los
pantalones, dicen, ya no era Peralta. Era y no era. La transformación
había empezado. El no lo sabía, pero había empezado.
.......... En los baños se teje la historia de
Peralta, del Führer, con la vulgaridad de la imaginación colectiva. Es
una historia de radioteatro, de película mexicana vista en la cimarra.
Es una historia oscura y opaca como el humo. Dicen que ahí cagó. Que
se agarró de la puta, que se enamoró hasta las patas. Dicen que
comenzó a visitarla todos los días.
.......... Dicen que se dedicó a buscar plata
para poder visitarla. Cuentan que hacía clases particulares de
biología y química, que al comienzo eran unas pocas horas, pero que
después ya ocupaba casi todo su tiempo en eso. Dicen que hasta vendió
sus libros. El Testut en una librería de viejo de San Diego, aquí
cerca; porque cuentan que un día un alumno, de esto hace ya mucho, vio
en los anaqueles un Manual de Anatomía y en la primera página estaba
el nombre de Peralta. Pero nadie cree. Todos creen que Peralta vendió
sus libros. Nadie cree que un estudiante haya encontrado un libro de
Peralta en San Diego. El hecho es que Peralta cambió de la noche a la
mañana. Tal vez no cambió tanto. Tal vez lo que hizo fue cambiar una
pasión por otra. Dedicó a la prostituta la misma concentrada entrega
que a los estudios de Medicina. Dicen que así fue como fracasó en los
exámenes del tercer año. Y aunque estaba repitiendo, al año siguiente
fracasó de nuevo, dicen, y claro, tenía que ser, si al pobre visitar a
la prostituta, al final vivía no sólo en la pieza del prostíbulo sino
en el salón, dicen, no sólo en la cama, dicen, sino en la mesa, no
sólo afilando, dicen, sino chupando. Parece que Bañados conocía bien
la historia, aunque no la contó nunca en el fumadero. La refirió sólo
una vez, para amenizar una comida de ex alumnos. Conocía la historia,
dicen, porque el padre, senador liberal por una circunscripción
sureña, era amigo del padre de Peralta. Y la historia de Peralta ya
había llegado a oídos de sus padres, que algo advirtieron cuando las
cartas, regulares como la aplicación de Peralta en un comienzo,
empezaron a espaciarse, dejaron de referir éxitos o empezaron a
insinuarlos de una manera evasiva, mentirosa, según cuenta Bañados que
el padre de Peralta le contó al suyo, y luego cartas pidiendo dinero y
luego un par de viajes desesperados para rogarlo, para exigirlo, para
sacarlo de donde ya no había. Y entonces, dice Bañados (dijo hace
algunos años, dice alguien ahora), el padre de Peralta supo por
intermedio de mi padre de la vida caótica de su hijo y le pidió -a un
senador se le puede pedir cualquier cosa- que se ocupara del asunto,
que usara sus influencias, que le buscara un puesto a Peralta, donde
fuera, en un Ministerio si era posible o como secretario en la Cámara
o en la Municipalidad de Santiago, una peguita como inspector en algún
colegio. Porque a esa altura, cuentan, ya a Peralta se lo veía raras
veces en la Escuela. Aparecía para encarnar el recuerdo que había de
él, de su aplicación, de su seriedad, y a medida que el mismo recuerdo
se esfumó, la presencia de Peralta en las aulas de Medicina se fue
haciendo no sólo escasa, sino imperceptible, innecesaria y el mismo
Peralta decidió un día hacerse humo. Así es que, dicen, el senador
cumplió su promesa y un día, hace de esto varios años, cuenta un
estudiante que conoció la historia por boca de alguien que la escuchó
directamente de Bañados, Peralta dejó una pensión que no podía ya
pagar y con algunos libros y una maleta llegó a instalarse en uno de
los sucuchos de los inspectores.
..........
Así llegó al Instituto. En esa pieza vivió veinte años. Salió
de ahí cuando demolieron el viejo edificio. Pero el Peralta del
edificio viejo, dicen ahora, ese era el Führer. El viejo alcohólico
que sacude las oficinas de la Rectoría y atiende la antesala es el
escombro de otra demolición. Del Führer le quedan sólo el apodo y la
leyenda. Hasta el bigotito negro, cuidadosa imitación del hitleriano,
encaneció, se puso amarillo y ralo, fue vencido por el tiempo y la
nicotina. Dicen (dicen antes de la demolición del colegio y del
Führer) los estudiantes que conocieron al verdadero Führer, lo que
escuchó Mario Faúndez, en el baño, lo que le contaron a Faúndez en el
Indianápolis, a Garcés en otra comida en El Parrón, lo que se contó y
se dijo, dicen, cuentan, es que Peralta, antes de ser el Führer, llegó
al Instituto por mediación del senador Bañados, se instaló en una de
las piezas del segundo piso (la tercera puerta contando desde el
pasillo que lleva al laboratorio de Física) y paseó algún tiempo su
presencia enlutada por los corredores. Se entretuvo, como todos,
mirando desde las barandas las pichangas múltiples de los recreos, en
un comienzo hizo la vista gorda con la humareda que venía de los
urinarios, y de a poco fue reconcentrando su fracaso en un silencio
empecinado, se encerró con su derrota en el sucucho en que apenas
había lugar para una cama, un ropero y una mesa pequeña (un pupitre
dado de baja). Casi no salía a la calle, eludió la amistad de sus
colegas, permanecía los fines de semana en los mismos patios
desiertos, vivía en el viejo edificio como un perro en su casucha. Por
eso lo fue conociendo palmo a palmo, dicen. Descubrió escondrijos,
rincones propicios para jugar a los dados, pasillos adecuados para
zanjar desafíos, esquinas hasta ese momento sólo exploradas por
estudiantes. Lo que no se sabe, dicen, lo que los de entonces no
saben, es cómo el Führer llegó a ser Inspector Jefe, cómo llegó a
tener la autoridad que los hacía temblar. Y por eso especulan, la
razón es muy clara, dijo alguien un día, los demás inspectores eran
estudiantes de la Universidad, cuando terminaban sus estudios se iban,
incluso los que estudiaban en el Pedagógico y seguían luego en el
Instituto como profesores, dejaban el sucucho, arrendaban casa, se
casaban, tenían familia. El Führer, en cambio, seguía cumpliendo su
función de inspector. Los otros cambiaban; como los estudiantes, unos
se iban y llegaban nuevos. El Führer era una permanencia que con el
tiempo se fue haciendo natural, necesaria. Es normal, dicen, que
después de algunos años fuera el inspector con más experiencia, el
mayor, el con más autoridad. ¿Quién otro podía entonces ser el jefe de
los inspectores? Sin embargo, saben que la autoridad del Führer no
dependía sólo de su cargo. Presienten que hay algo más, comparan, el
Inspector General está por sobre el Führer, pero no tiene autoridad. E
incluso el Rector, comentan, tiene menos autoridad que el Führer.
Ellos tienen más poder de decisión e incluso es probable que el Führer
tenga frente a ellos una actitud sumisa. Pero para los estudiantes la
autoridad es el Führer. Su presencia impone el silencio como si fuera
una aparición. Su mirada es una amenaza, la posibilidad de un castigo
futuro por una falta que aún no se ha cometido. Está siempre ahí,
recorriendo los patios, mirando, husmeando, buscando, vigilando. El
Führer está en el externado, dicen los del medio pupilaje y entonces
se sienten más libres, se pueden gritar los goles, se puede dar un
empujón, pelear, se puede jugar a las cartas en el escondrijo, se
puede fumar tranquilo en los baños; es como una fiesta, como un
calducho. ¡Achi! ¡Achi! ¡Viene el Führer!, se escucha en las filas
cuando ha terminado el recreo, y parece que no volara una mosca en
todo el patio. El Führer es la autoridad. No el Rector. No el
Inspector General. El Führer. Es a él a quien le tenemos miedo,
dicen.Un miércoles por la noche, tomando cervezas en el Indianápolis,
Mario escuchó una historia que al día siguiente contó en los baños
como si fuera la Biblia misma, el capítulo final de una novela de
suspenso, la última chupada del pucho. La historia se la contó
Morales, un estudiante de Castellano que trabajaba como inspector en
el medio pupilaje y que asistía los miércoles a las sesiones de la
Academia de Letras.
.......... Ese
miércoles habían escuchado cuentos de Skármeta, de Grínor Rojo y
poemas de Manuel Silva. La discusión había sido interesante, estaban
excitados, como de costumbre decidieron continuar la discusión
tomándose unas Pílsener. Cuando al cabo de dos horas el grupo pagó y
se dispuso a partir, Morales le pidió a Mario que lo acompañara un
momento, lo invitaba a tomar algo más, sólo media hora.
.......... Morales encargó las últimas cervezas,
cuatro para no tener que pedir de nuevo, y le contó de una novela en
la que trabajaba hacía seis meses, en las noches, cuando su compañero
de pieza (un inspector que estudiaba Derecho) se quedaba dormido.
Hablaron un rato largo de la novela. Mario miraba ya el reloj con aire
preocupado, cuando surgió en la conversación el tema del Führer.
......... Yo conozco la historia del
Führer porque vivimos un tiempo en la misma pensión, le dijo Morales.
Y mucho de lo que se cuenta, al menos de lo que yo he oído, no tiene
nada que ver con la realidad. Se ha tejido una leyenda y usted sabe
que las leyendas cuentan lo que se quiere oír, no lo que ha pasado.
Con mi madre arrendábamos una pieza en Catedral, al llegar a Matucana,
en ese sector de la Quinta Normal en que la mayoría de las casas se
subarriendan. Era una pieza grande que daba a la calle. Luego había
una especie de living común, otras tres piezas y un pasillo que
llevaba a la cocina y al baño. Al final del pasillo había también un
cuartucho que se usaba para guardar carbón, escobas, paquetes con
diarios viejos, botellas. Un día vimos que sacaban cuanta mugre había
en ese cuarto y una semana después, Barraza, un gásfiter que vivía en
la pensión, pintó la pieza y armó allí una cama, instaló un ropero
viejo y esa noche contó mientras comíamos que al día siguiente
llegaría un nuevo pensionista, un estudiante de Medicina.
.......... Peralta llegó sin que nadie lo notara
y en la noche, cuando estábamos comiendo, apareció en el comedor,
saludó, se sentó callado, comió y se fue a su cuarto. Recuerdo que esa
noche nadie habló hasta la breve sobremesa.
......... Pienso que todos vieron en el silencio
retraído de Peralta una actitud arrogante. Daba la impresión de que se
aburría con nosotros y por eso prefería comer rápido y encerrarse en
su pieza. A veces decía un par de palabras por cortesía, pero en
general no hablaba con los pensionistas. Desde luego es mentira que
usara siempre un terno negro. Al menos en ese tiempo no lo
usaba.
.......... Tampoco es cierto que
fuera un alumno tan brillante. Lo que es cierto es la historia con
Mercedes. Pero Mercedes era su mujer.
.......... ¿Y es cierto que había sido
prostituta, señor? ¿Es cierto que la conoció en Maipú?
.......... La conoció en Tocornal, no en Maipú.
Se quedaba con ella. Comía con nosotros en la pensión y después salía.
Al comienzo volvía tarde. Después ya casi dejamos de verlo. Es cierto
que prácticamente se fue a vivir a Tocornal. Eso es cierto.
.......... ¿Entonces también es cierto que ella
lo jodió? ¿Que por eso dejó de estudiar? ¿Que vivía para juntar
plata?
,......... Lo cierto es que pidió
autorización para hacer clases particulares en la pensión. Incluso, la
dueña lo autorizó a hacer las clases en el comedor. Al comienzo hacía
clases en las tardes, a la hora en que los pensionistas se encerraban
en las piezas a oír el radioteatro. Después vimos que también recibía
alumnos por las mañanas. Un día alguien le preguntó si ya no iba a la
Universidad. El explicó que necesitaba hacer clases y que prepararía
los exámenes consiguiéndose los apuntes. No es cierto que repitiera
curso a causa de esto. Yo creo que estudió y aprobó los exámenes.
.......... ¿Pero por qué hacía esas
clases? ¿La mujer le cobraba? ¿Hacía las clases para poder
visitarla?
.......... No, Faúndez. Al
comienzo, claro, le cobraba. Después era distinto. No es que le
cobrara, Faúndez, ¿me entiende? Usted sabe que una asilada en esas
casas debe entregar una cantidad de dinero a la regenta. El se
procuraba ese dinero haciendo clases. Por eso empezó a hacer las
clases de las tardes. Pero después, cuando empezó a traer alumnos por
las mañanas, la historia era distinta. Parece un tango, Faúndez, pero
es la pura verdad. Estas cosas pasan. Se enamoraron. El quería sacarla
del prostíbulo. Es una vieja historia. Peralta juntaba dinero para
comprar muebles, ahorraba para poder vivir luego con ella sin tener
que dejar definitivamente los estudios. Un tiempo después habló con la
dueña y consiguió que le arrendaran la otra pieza grande que daba a la
calle, la que estaba frente a la nuestra. Y un día llegó con Mercedes.
.......... ¿Y cómo era, señor? ¿Se
notaba lo que era?
.......... Era...
cómo decirle... Bueno, yo era un niño entonces. Me acuerdo que era una
mujer paliducha, que salía muy poco de su pieza. Escuchaba radio todo
el día, música, radioteatros, a veces venía a nuestra pieza y tomaba
una taza de té con mi mamá. Yo no podría decirle cómo era. Lo que
recuerdo es que sólo hablaba con mi madre. Peralta hacía clases, y yo
creo que cuando ella se vino a la pensión, él dejó de ir a la
Universidad. Consiguió también unas clases en un liceo nocturno.
Arreglaron la pieza, compraron muebles baratos, cortinas, pidieron
comer allí lo que ella cocinaba, porque a él no le gustaba compartir
el comedor con los pensionistas.
..........
¿Y usted cree que ella lo quería, señor?
.......... Sí, yo creo. ¿Y por qué se fregó el
Führer, señor? ¿Cuándo? Ella lo dejó, ¿no es cierto?
.......... No. Faúndez. Ella no lo dejó. Ella
vivía en su pieza, tranquila. Nunca nadie la visitó. A Peralta
tampoco. Pero me acuerdo que empezamos a ver menos a Peralta. Como
hacía clases en el nocturno volvía tarde. Los fines de semana no lo
veíamos. Sabíamos que ella estaba ahí, pegada a la radio. Después de
un tiempo escuchamos discusiones. Se gritaban. Ella no tanto, pero
Peralta gritaba y luego oíamos que salía dando portazos. Andaba
siempre avinagrado. Dicen que quiso volver a la Universidad, pero ya
le habían cancelado la matrícula. Parece que fue creciendo en él una
amargura tremenda. Se cansó de la mujer, ¿me entiende, Faúndez? Se
hastió. Entraba a la pieza, iba derecho a la radio y se la apagaba.
Estaba ahí diez minutos y salía dando un portazo. Otro
portazo.
.......... Se apagaba la radio.
Esto duró algunos meses. Un día pasó algo brutal, grotesco. Llegó a la
casa una nueva pensionista. Buscaba entablar amistad con la gente, se
metía a las piezas con el pretexto de pedir azúcar, de ofrecer una
revista, para preguntar cualquier cosa. Una mañana entró en la pieza
de Peralta. Peralta estaba solo.
..........
¿Y usted es estudiante?, le preguntó. Peralta balbuceó una
respuesta insegura, cualquier cosa. "Lo que me llama la atención es
que su mamá sea tan joven", le dijo la mujer, Peralta no le contestó.
No le dijo nada a la mujer, pero se lo contó a Mercedes y Mercedes se
lo contó a mi madre. Peralta vivía amargado, frustrado. Una rabia
infinita lo fue consumiendo. Se sentía cazado en una trampa. En esa
época empezó a tomar. Un día no apareció más.
.......... La mujer se quedó en la pensión, dejó
la pieza grande que ocupaba con Peralta y recibió la pieza pequeña,
sin ventanas, que Peralta había ocupado en el comienzo. Un día vino
Peralta a buscar sus cosas. Un par de libros, ropa, su maleta. Cuando
entró en la pieza se encontró con otros pensionistas, un matrimonio de
profesores jubilados. Tuvo que dar explicaciones. Preguntó por sus
cosas. Le dijeron que ellos no sabían nada, que la dueña estaba de
vacaciones con su hijo, que le preguntara a la empleada. Peralta fue a
la cocina. Allí estaba Mercedes, de delantal, picando unas cebollas.
Lo llevó a su pieza, le entregó sus libros, fue sacando en silencio
sus cosas del ropero y preparó su maleta. Cuando estuvo lista, Peralta
se sentó en un extremo de la cama y Mercedes en una silla que había
junto a la mesa con el lavatorio y la jofaina grande,
saltada.
.......... Era un gesto
generoso de Peralta, un remedo de despedida. La ocasión para ensayar
un rostro afligido, hacer un miserable teatro, disimular el júbilo que
le producía sólo pensar que afuera había una calle interminable sin
Mercedes, un sol tan distinto a esa ampolleta amarillenta de la que
también se despedía, una pieza para él solo en el Instituto Nacional,
en donde gracias al senador Bañados trabajaría como inspector, haría
clases de Biología y Química cuando los profesores de esas asignaturas
se enfermaran, tendría tiempo para pensar, para empezar de nuevo, para
hacer por fin algo sensato con su vida. Por eso, porque le producía
una alegría inmensa, una euforia que no conocía al saberse por fin
libre de la trampa, es que se sentó en un extremo de la cama en que
había dormido tantas noches, miró a la mujer, pensó "¡Pero Dios mío,
qué vieja es!", y como no pudo sostener su mirada, una mirada
dolorida, sin dejo de agresión, pero con un desgarramiento tan
profundo en cada pupila que eso solo equivalía a una puñalada, a un
insulto, a un grito, Peralta bajó la vista (esto facilitaba su comedia
de hombre abrumado) y luego la dirigió a la mesa de cubierta
descascarada en la que la jofaina de enlozado celeste y el lavatorio
le recordaron innumerables jofainas y lavatorios repitiéndose en su
casa del sur, en esa pieza, en el cuarto con olor a encierro, a polvos
baratos, a perfume mezclado con un zumo agrio en que conoció a
Mercedes, en la pieza que daba a la calle y en la que vivió once
meses, en todas partes esa mesa sosteniendo un lavatorio y una
jofaina, pensó, tal vez porque así evitaba pensar en Mercedes, mirarla
siquiera; porque así podía controlar una risa que se empeñaba en
aflorar, en traicionarlo. ¿Qué podía haber hecho toda una vida con una
mujer mayor que él, notoriamente más vieja, al punto que una
pensionista la confundió con su madre? ¿Qué podía hacer con una mujer
aburrida, que se defendía de su aburrimiento mortal escuchando radio
todo el día, vulgaridades, chachachás y comedias ridículas; una mujer
que no sabía para qué estaba sobre la tierra, para qué vivía; una
mujer que había dejado su fuerza, su antigua belleza y su entusiasmo
en el prostíbulo; con una mujer que aceptaba su nueva vida sólo porque
no la entendía, porque era incapaz de entender nada? ¿Qué tengo en
común con esta mujer?, piensa Peralta mirando las mechas lacias de
Mercedes, su palidez, sus pantorrillas blancas enflaquecidas, sus
arrugas, mientras finge incomodidad, desazón, amargura incluso,
mientras controla la carcajada que reventará en la calle y siente,
junto a la inmensa felicidad de saberse libre, tal vez un dejo de
tristeza ínfimo, quizás sólo un reflejo de la tristeza que ha
enrojecido los ojos de Mercedes, que se ha instalado en su máscara
deslavada en la que no es fácil distinguir qué lágrimas brotaron sin
dolor de las cebollas y cuáles son el producto de esa mal disimulada
alegría que presiente en la mueca teatrera de Peralta.
.......... Esta es la historia del Führer que yo
conozco, dice el inspector Morales sirviéndose el resto de su cerveza.
Es, mejor dicho, la historia de Peralta. Porque al Instituto llegó
Peralta, un ex estudiante de medicina que trabajaría como inspector y
que viviría en una de las piezas de medio pupilaje. Los que lo
conocieron cuando recién llegó dicen que era retraído, poco amistoso,
pero simpático cuando entraba en contacto. Algunos dicen incluso que
se lo veía siempre contento. Y yo creo que así pudo ser al comienzo.
Se me ocurre que tenía una expresión de complacencia que es común en
los convalescientes de una enfermedad grave.c
.......... Peralta tiene que haberse sentido
salvado. El Instituto era una casa grande, aunque su pieza era tan
estrecha y oscura como el pequeño cuadro de la pensión.
.......... Era una casa grande, con gente, con
vida. Y era un lugar en el que nadie conocía su historia. Como nadie
la conocía, aquí se sintió libre. Pero se engañó. Se quiso sentir
libre de sí mismo. Y el engaño duró un tiempo me imagino. En todo
caso, mientras duró, Peralta fue Peralta, el pobre Peralta, el buen
Peralta, que no salía, que se quedaba en el liceo los fines de semana,
recorriendo los patios solitarios como un estudiante castigado. La
historia del Führer comenzó mucho después, cuatro o cinco años
después, pero esa es otra historia Faúndez, y yo no la conozco.