.......... A las seis y treinta y ocho de un sábado de septiembre, mirando
unas manchas de sol frío por la ventana de Strassenbahn, Luis calcula
que esta vez llegará a tiempo. Piensa que después de todo se trata de
sacrificar solo algunas horas, tirarlas como tiró las de la noche
anterior, restarlas a nada. Antonio, a esa misma hora, abre los ojos
sobresaltado porque este despertador de mierda de nuevo me jodió, y de
un brinco deja la cama exactamente en el momento en que Rocío sale a la
calle, en otro barrio de Leipzig; se amarra el pañuelo mirando las
mismas manchas del sol sobre un cielo lechoso y camina hacia el paradero
en donde espera siete minutos un carro en el que viaja Fernando, sin
pensar en nada, con los ojos de sueño y un amor por el trabajo
voluntario que se le nota desde la vereda del frente; pero antes que se
produzca ese primer encuentro el juego de lo simultáneo se despliega
también en el punto de reunión, pues allí Mario ya espera, convencido
ahora de que no era necesario haber colocado el despertador tan
temprano, y en otro lugar de la ciudad el doctor Oteíza se sirve el café
serenamente y unta una galleta en la mermelada pensando que él puede
llegar unos minutos más tarde, mientras los chilenos de la Strasse des
18 Oktober han armado un tremendo revuelo y los demás estudiantes les
tiran a la cara que dejen dormir por la puta madre, les tiran un zapato
por la cabeza, les gritan que está bien que trabajen pero que también la
gente tiene derecho a descansar, así es que los cinco se reúnen
finalmente junto a la cabina telefónica que hay en la calle, como se
había convenido, y parten ya sin sueño en dirección al Strassenbahn
mientras escuchan los gritos de Pedro que los sigue, que corre hasta que
los alcanza tirando del brazo a Renatte, la amiga alemana que prolonga
hasta los martillos y las palas del sábado la tibia insomne agotadora
breve hermosa compañía del viernes en la noche. También en ese momento,
a las seis y treinta y ocho, llegan al paradero de la Hauptbahnhof el
hombre y la mujer, de la mano; observan el horario y parece que hay
tiempo porque él la suelta delicadamente y enciende un
cigarrillo.
.......... Para Matías y Eva
esta mañana de sábado es la continuación de otra ocurrida hace ya
tiempo, marcada por el miedo y el odio. Y este día limpio de septiembre,
con sol que terminará por ser un desparramo, con manos astilladas de
tanto afanarse en la madera, con sacos quebrando la espalda y haciendo
sentir como nunca las piernas, con sudor necesario compensado por el
buen chiste y la cerveza; esta mañana de trabajo voluntario estuvo tal
vez designada desde siempre como la otra mañana de sábado en que esa
historia empezada hace ya mucho encontraría por fin su final.
.......... El hombre y la mujer se suman al grupo y
después de esperar los rezagados la caravana se pone en marcha. Hay que
caminar algunas calles de construcciones viejas para llegar finalmente a
un terreno abierto y verde en el que el olor del pasto húmedo y la
presencia del guano traen reminiscencias de campo, de mi Temuco, dice la
mujer, de algo muy viejo, agrega Rocío, de historia, aclara el doctor
Oteíza, de películas de guerra porque ya veo aparecer a un soldado nazi
detrás de ese montón de paja, dice Fernando mientras mima el accionar
desesperado de una metralleta.
..........
El trabajo se realizará en ese campo, explican los obreros
alemanes que esperan al grupo, y el asunto consiste en demoler las
cuatro casas viejas para iniciar en los próximos días la ampliación del
ala de la fábrica que está junto a esas casas. Este trabajo lo encargó
el doctor Oteíza, dice alguien riendo y el psiquiatra contesta, también
en una risa, que si yo hubiera sabido que se trataba de una demolición
le aviso a los más neuras porque ésta es la mejor terapia. Las
instrucciones son escuetas y estimulan el apronte entusiasta del grupo.
En un segundo hay un montón de chaquetas, pullovers y más tarde camisas
sobre una banca en la que primero se colocaron las carteras y los
diarios. Se trata de demoler sin preocuparse de salvar nada, dice el
alemán más joven. Pedro pregunta por los vidrios y le contetan que no se
preocupe, que se dan por perdidos. Fernando toma entonces una piedra y
propone una competencia de quebrar vidrios para acordarse de los tiempos
buenos, cuando salían a la Alameda a hacer mierda los vidrios del USIS,
de la embajada yanki por lo de Playa Girón, o Santo Domingo, o Bahía
Cochinos, todas las semanas. Les explican que es mejor empezar sacando
el techo pues así el resto puede echarse abajo a costa de empellones y
que para eso hay unas vigas grandes que pueden ser empujadas por
parejas.
.......... Fernando lanza
entonces la piedra que primero hizo saltar tres veces en su mano. Con
sonido de copas por el suelo, de pequeña explosión, de grito, los añicos
quedan aún más inútiles sobre la tierra. El ruido de los vidrios al
quebrarse produce en la mujer un desgrado profundo, es una cachetada
sonora, dejen de hacer leseras, dice molesta, mientras presiente que ese
malestar se llama recuerdo.
.......... Eva
sintió también el miedo, entonces, como un relámpago de vidrios
destrozados. Había ido a casa de su madre, en el otro extremo de la
ciudad y después de tomar una taza de té, contentas ambas, ya pronta a
la despedida, mientras envolvía unas flores sintió la quebrazón de
vidrios en la ventana de la cocina como si algo se le hiciera trizas en
el ánimo. La madre se quedó parada junto a la mesa sin decir nada. No
tenía necesidad de decir algo para que Eva entendiera que ya sabía de
qué se trataba, que no era la primera piedra ni el primer vidrio, que
vendrían otros, que algunas amigas cansadas de esta historia ya se
habían ido, pero que ella no tenía ni adónde ni con qué. Así es que
conversaron un rato más, a oscuras, disimulándose el miedo, dándose
ánimos, convenciéndose de que no había pasado nada grave, hasta que Eva
se fue a su casa. Solo al llegar recordó que había dejado las flores
sobre la mesa, en la casa de su madre, y durante toda esa noche la
imaginó sola, aterrada, a oscuras, rodeada del olor de esas
flores.
.......... La mujer entonces
entendió que su protesta había sido desmedida y disimuló su confusión
acercando una escalera a la pared de las casas. Le pidió al hombre que
la ayudara y fueron los primeros en iniciar el desmantelamiento de los
techos. Fernando y el doctor atacaron por el otro lado la mezcla de brea
y material pajizo de la techumbre mientras Rocío y el grupo de
estudiantes comenzaron el aflojamiento de puertas y marcos de ventanas.
Luis entretanto parecía pensar en la forma menos notoria de sacar la
vuelta y tal vez por eso inventó que era necesario despejar un lugar
para ir colocando allí los productos utilizables de la demolición,
Decidieron entonces emplear para esto un cuarto pequeño que hacía frente
a las casas. Para entrar allí tuvieron que forzar la puerta, echarla
abajo a empujones. Cuando cayó, aún la mujer tenía en el recuerdo el
ruido de los vidrios al quebrarse y aunque eran ruido distintos,
descubrió en el empeño por derribar la puerta la misma inquietud penosa
que le producía la quebrazón, tal vez porque para Eva esas violencias
estaban emparentadas, reconocía la contiguidad que fue aterrando a su
madre, a las amigas, a sus compañeros. Primero la piedra lanzada a
huratadillas, luego los rostros desafiantes más allá de la ventana
desnuda, la actitud agresiva del grupo enmarcada en las aristas filosas,
también amenazantes que habían quedado adheridas a los bordes de la
ventana; después, otra noche, una lluvia de piedras cayendo sobre el
techo de la casa, finalmente el mismo ruido que producían los estudintes
al enfrentar la puerta, el sonido sordo de la madera al recibir varias
veces la embestida del cuerpo. Recordó que no había querido contarle a
Matías el episodio en casa de la madre porque el rostro preocupado del
hombre le había impuesto lo que creyó un silencio necesario. Calló esa
noche y las siguientes, y casi lo había olvidado, o quizás se habia
acostumbrado a eso más como a un recuerdo penoso que como a una amenaza.
Pero una tarde, mientras se ocupaba de una sopa caliente en la cocina,
sintió el mismo ruido de los vidrios destrozados, sintió caer la piedra
en el cuarto de Matías y sin miralo sintió también lo que había en la
mirada del hombre cuando entró en la cocina. Entonces le contó lo de la
madre y Matías a su vez lo de David, el panadero; lo de Sara, la viuda;
la repetición de la amenaza cada tarde, al anochecer, cuando la guardia
salía a recorrer las calles, protegida por al oscuridad y por los
perros. Atraídos por el ajetreo del trabajo han llegado también unos
perros a la cercanía de las casas. Rocío, temerosa, prefiere subir la
escalera y sumarse al hombre y a la mujer, al doctor Oteíza y a Fernando
que siguen ocupados con la techumbre. Antonio se acerca a los perros en
actitud amistosa pero uno se retrae y ladra mientras el otro, sin
retroceder, se encoge para el salto y muestra su lengua ansiosa,
babeante y los colmillos brillando en la misma baba. En la cocina de la
casa Matías trata de tranquilizar a Eva y cree que lo ha conseguido
cuando ésta simula el sosiego. Ella conoce ya ese engaño porque ahora
entiende la aparente tranquilidad de la madre esa tarde después de los
vidrios, en el comienzo del miedo. Esa noche ambos fingen dormir
mientras tienen los sentidos puestos en la calle, en un silencio denso
que desde esa noche rodeará la casa, en un lejano ladrido de perros que
Eva, que Matías, esperan siga siendo solo eso, ladrido de
perros.
.......... A la mañana siguiente
el hijo del panadero golpeó a la puerta llorando. Habían llegado a la
casa a medianoche con palos y con armas, habían desvencijado puertas y
ventanas, revisado las piezas palmo a palmo, encontrado finalmente la
propaganda dentro de un horno en desuso y entonces con los mismos
diarios, afiches y folletos habían preparado el incendio. Dejaron huir
al panadero, a su mujer y a sus hijos hasta una casa vecina. Desde allí
habían visto cómo la panadería se transformaba en una hoguera mientras
se juntaban los perros y ladraban, ladraban como animando las llamas,
ladraban dando saltos en el otro extremo de la calle, ladraban en la
vigilancia tensa de Eva y Matías, ladraban hasta que todo fue rescoldos,
vigas encendidas, cenizas, hasta que llegó la mañana antes que el sueño,
hasta que llegó el niño llorando a golpear la puerta de la
casa.
.......... Antonio entonces tiró una
piedra que dio en pleno lomo del perro y los dos se replegaron
arqueándose, gimiendo, ladrando, recogiendo sus babas. "Ahora puedes
bajar -le dijo a Rocío- ven a trabajar conmigo"
.......... A esa altura comprendieron que para
arrancar el techo era preciso accionar desde el interior de la casa,
dedicarse a desclavar una a una las vigas. Para eso había que ir sacando
las tablas del cielo raso y dejar al descubierto el entretecho.
Improvisaron unas escalas de tijera y comenzaron a martillar sobre las
tablas hasta aflojarle los clavos. Mientras el hombre sostenía firme la
escalera la mujer repetía martillazos que dejaban una marca circular
sobre la madera al tiempo que descubrían en torno al clavo un pequeño
círculo mohoso. Así las fueron soltando, construyendo un espacio en
donde penetrar con las orejas del martillo para hacer palanca.
.......... También Matías había pensado en el
entretecho después de escuchar el relato del niño. Esa noche apagaron
las luces de la casa y alumbrados con una lámpara fueron juntando
papeles, diarios del partido, libros, afiches. Eva revisó sus cartas,
buscó en todos los cajones, volcó pequeñas cajas sobre la cama tratando
de descubrir entre sus objetos más personales una señal de peligro, un
recuerdo imprudente. En el patio trasero dispusieron todo lo rastreado y
prepararon pequeños, espaciados incendios. Al amanecer, limpia la casa,
vacía de lo más personal, se acostaron un par de horas con la sensación
de haber destruido los únicos objetos de valor que poseían. Al día
sigiente hubo calma en el pueblo y en la noche solo los perros
recorrieron las calles silenciosas. La misma calma se repitió dos, tres
días y al amanecer del cuarto Eva susurró al oído de Matías que lo
quería, que ahora con menos miedo podía sentir de nuevo que lo quería
mucho y que tenía pena porque tal vez no era necesario haber quemado
esos papeles. Desde la cama veían cómo una mancha azul iba ganando la
ventana, el cielo; cómo la claridad envadía en la pieza, ocupando los
rincones. Era la calma del cuarto día y parecía una tranquildad
verdadera. Sin embargo, al levantarse vieron pasar soldados frente a la
puerta y al mirar hacia la calle sintieron de nuevo como si quebraran
vidrios en la casa. Había camiones militares y soldados. Estaban
allanando la cuadra.
.......... Cuando
llegaron los camiones para recoger los primeros escombros (a esa altura
solo unos desgarros del techo, las puertas y las ventanas) se decidió
que una parte del grupo se dedicara a cargarlos, mientras el resto
continuaba sacando las tablas del cielo para alcanzar las vigas. El
cansancio se notaba en el sudor, en las cabezas empapadas, en las
camisas y los torsos llenos de tierra y en un entusiasmo creciente que
se mezclaba con todo eso, que seguramente nacía de todo eso. Los
estudiantes hicieron una competencia en lo de sacar tablas del techo y
en la primera casa ganó el Laucha y el Perico fue segundo, aunque el
Mayonesa protestó asegurando que a él le habían entregado un martillo
sin orejas y que por eso tuvo que hacer palanca con losdedos. El doctor
Oteíza se sentó a fumar un cigarrillo con lo cual oficializó la pausa.
Los trabajadores alemanes llegaron entonces con una caja de cerveza.
Después de su aventura con los perros Antonio se consideró con derecho a
invitar a Rocío a tomar la cerveza un poco aparte, pretextando la sombra
de los camiones. El hombre y la mujer buscaron también esa sombra. Los
camiones estaban estacionados en los extremos de la calle principal del
pueblo, con soldados dispuestos a disparar, de pie junto a las barandas,
vigilantes. Eva y Matías se quedaron un rato en el mismo punto, clavados
dentro del rayo de luz que caía por la ventana. Inmóviles reconstruían
la revisión de estantes y cajones, trataban de descubriir un olvido, tal
vez ni siquiera eso hacían y lo que pasaba es que les costaba moverse.
Él decidió salir a ver si los fuegos de aquella noche habían dejado
algún rastro. Pateó la tierra, a taconazos arrancó malezas, pisoneó el
lugar varias veces, trató de oler el humo, la culpa, comparó con los
otros lugares del patio y entro nuevamente a la casa. En ese momento vió
a Eva, hincada en el suelo junto al viejo mueble del cuarto, que lo
miraba como si todos los vidrios del mundo se hicieran añicos sobre su
cabeza. Tenía en la mano unos pliegos enrollados y Matías no entendió
inmediatamente qué significaba ese largo cilindro atado con cordeles,
esa mirada aterrada, ese sielncio sin esperanza. Los afiches, dijo Eva
con la voz estrangulada, olvidamos los afiches. En ese momento se
escucharon los primeros golpes en la casa vecina y Matías pudo ver a los
soldados en la calle, aprontándose para derribar la puerta, confundidos
con la tropa de asalto y con los perros. Se acordó del llanto del hijo
del panadero y pensó, como esa mañana en el entretecho. De un salto
estuvo sobre la mesa y con el taco de una de sus botas golpeó varias
veces la tabla, golpeó con angustia, golpeó con fuerza tratando al mismo
tiempo que no se escucharan los golpes, envolvió la bota en un paño que
había sobre la mesa, la empujó con los brazos, haciendo presión contra
el techo hasta que por fin cedió la tabla y entonces, como le faltaba un
martillo tuvo que meter los dedos en la cisura y hacer palanca con el
dorso, rompiéndose la mano como se la había roto también el Mayonesa sin
ganar la apuesta, pero satisfecho del rendimiento, sonándose fuerte los
mocos y lamiéndose la sangre con el puño cerrado, mientras todos van a
la segunda pata y entonces el hombre y la mujer de nuevo toman la
delantera, Matías mira con angustia a Eva desde lo alto de la pieza,
haciendo palanca; la mujer mira al hombre que trata de sacar la tabla
presionándola hacia arriba, la tabla cede por fin completamente y sin
quebrarse, Eva le entrega rápidamente el rollo de afiches, Matías lo
coloca en el entretecho y baja de nuevo la tabla, el hombre sube
entonces por fin la tabla, completa como para meter la mano y cuando
logra soltar dos o tres y asomar la cabeza en el entretecho decubre
algo, lo palpa, lo saca con cuidado hacia la luz de la pieza, las
amarras carcomidas ceden solas y se despliega entre sus manos separadas
un rollo de afiches. Baja la escalera de un salto y los estira en el
suelo mientras la mujer llama a los demás compañeros, todos se juntan
alrededor del rollo desplegado, puchas hombre, dice Oteíza, ahhh,
exclama Perico, putas que choro, afirma el Laucha, te pasaste pelao,
agrega Antonio, a ver qué dice empuja Fernando, Gegen Hunger und
Krieg: Rote Front lee en voz alta Rocío, es un retrato de Thäelman,
afirma Renatte, Contra el hambre y la guerra: Frente Rojo, traduce el
doctor Oteíza leyendo la consigna mientras todos tienen los ojos
clavados en el pliego carcomido, dañado por las ratas, encontrado
finalmente, después de cuarenta y cuatro años dice el hombre y su voz
suena extraña en medio del silencio; es verde, mil novecientos treinta y
dos lee Antonio en el afiche, propaganda para las elecciones del año
treinta y dos, completa el Mayonesa que se sigue chupando la sangre de
la herida.
.......... A las tres de la
tarde el hombre y la mujer viajan en Strassenbahn hacia la Hauptbahnhof,
cansados sucios, llevando un afiche sobre sus piernas juntas. En el
mismo minuto Rocío camina por la Gerberstrasse, entierrada, envuelta en
un remolino de hojas secas, con un afiche en la mano y una sonrisa en la
boca. Antonio y Fernando entran en el Auerbach a tomar una cerveza y
dejan el afiche sobre la mesa, pegado a la pared para que no se moje
porque hay que cuidarlo; en ese momento el doctor Oteiza, en algún lugar
de Leipzig, piensa que el suyo lo colocará en su sala de trabajo, junto
a un retrato de Allende, su amigo; Luis tiene una cita a las tres y
media y sabe que de nuevo llegará atrasado, pero se conforma pensando
que apenas vea a Inge le entregrá el afiche y ese regalo será como
meterle un beso de entrada. El grupo de estudiantes viaja con revuelo en
el Strassenbahn 21, porque nos pasamos, dice el Mayonesa; se lo voy a
mostrar al huevón que me tiró el zapatazo, dice el Laucha; yo el mío lo
voy a poner en mi pieza, dice el Perico; ¿y de dónde vas a sacar una
pieza?, se mofa el Mayonesa; bah, digo en mi pieza de allá, en Chile, a
la vuelta.
.......... Algunos minutos
después, en el paradero de la Hauptbahnhof, el hombre y la mujer se
inclinan sobre el pequeño rectángulo del horario y parece que habrá que
esperar porque Matías la suelta delicadamente y enciende un cigarrillo
mientras Eva, inmóvil, deja caer su mirada interminable sobre el
afiche.