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PUERTO
DEL HAMBRE Y EL FARO DE CHRISTIAN FORMOSO
Por Cristián Vila Riquelme
El mito del fin del mundo es algo que todavía nos persigue,
indescifrable y novedoso, porque, tal vez, nunca hemos sido capaces
de ser lo que somos, seres imperfectos y fragmentarios. Hay, incluso,
una imagen imperecedera de ese mito, un faro, un faro del fin del
mundo. El mundo en su fin, por esto, no puede no tener un faro, aquél
que nos conduce a salvo en medio de las tempestades y de los imposibles
de los confines del mundo. Podríamos decir, del fin de este
mundo,
sin más. No olvidemos que los antiguos creían que donde
estaba el fin del mundo era el fin de todo: la niebla, el horizonte,
un cielo tormentoso, la oscuridad de la noche sin luna, la nada más
allá de todo que eran los cien metros más allá
de la casa o las cien millas más allá de la nave principal.
De manera que civilización quiere decir que somos capaces de
instalar, allí, en el fin del mundo, un faro, es decir, uno
ojo, un suspiro, un aviso, un algo que nos dice que no sólo
estamos vivos sino que hacemos que los demás lo sean. Que seamos
algo. Algo que el fin, como momento definitivo, no alcanza o, si lo
hace, nos dará la proyección de aquello que nos trasciende
y nos proyecta definitivamente en una historia que hay que ganarse,
aunque no nos guste. Puesto que la historia, sin mayúscula,
claro -o las pequeñas y múltiples historias-, nos otorga
la medida de nuestro transcurrir en el mundo en el diario descubrimiento
del Otro, donde el triunfo y la derrota son las constantes humanas,
demasiado humanas, y donde el fin del mundo es una presencia permanente
que nos arroja en la necesidad del faro como advertencia.
El poemario de Christian Formoso nos dice eso y mucho más.
Nos dice, por ejemplo, que el tiempo se desliza donde menos lo creemos:
las lápidas del cementerio de Punta Arenas -lápidas
que, siendo de hoy, son las de aquellos que se quedaron en ese puerto
imposible del Rey don Felipe y que conocemos ahora como Puerto del
Hambre-, en los vientos insepultos de Magallanes, en el Estrecho imposible
e inenarrable que desafía a esta ciudad, a este puerto del
fin del mundo. La poesía es aquí un faro de ese fin
del mundo. Señala, advierte, parpadea, gime como un solitario
habitante antediluviano -como en ese hermoso relato de Ray Bradbury,
donde una especie de dinosaurio cree, por fin, encontrar en un faro
al semejante que buscaba desde millones de años. Y al mismo
tiempo nos recuerda que, en el caso de Sarmiento de Gamboa y de los
desdichados habitantes de Puerto del Hambre, faltó, para siempre,
ese faro imprescindible.
Decía, entonces, que la poesía de Formoso se hace cargo
de ese faro que no fue, pero también y por eso mismo, de la
historia olvidada o de "aquello que podría haber ocurrido",
como nos dice en una nota preliminar. Asume, pues, la tarea del poeta,
completamente y sin concesiones. Se hace voz propia y voz de un Otro
conjetural y vagabundo, de manera que recupera un hablar en el cual
el tiempo es memoria rumorosa: "En lo profundo de la palabra
habita/ el nombre de un dios del que soy parte", nos dice en
el primer poema. "Un dios del que soy parte" que perfectamente
nos podría remitir al dios filosófico de Spinoza, pero
que aquí tiene la característica de la notificación,
es decir, de hacer tomar nota de lo que soy y de lo que voy a hablar:
un destino que sería el nombre de ese dios "del que soy
parte", formado por el azar y por la necesidad, por ese continuum
heracliteano que nos dice, también, que el carácter
es el destino. Por eso, el poeta nos dice más adelante: "Nada
alegre había en la alegría, ni Esperanza/ como todo
destino, el nuestro iluminaba/ los cabellos de la muerte, la bandera/
de su espada, respirando el mismo aire/ de su boca, el réquiem
que este Estrecho/ aún escribe en sus cuadernos". Hay
aquí una especie de fatalidad de corte trágico más
allá del tiempo y de la historia: "el réquiem que
este Estrecho/ aún escribe en sus cuadernos", pero también
esa porfía irreductible que fabrica a ese destino que nos consume:
"como todo destino, el nuestro iluminaba/ los cabellos de la
muerte, la bandera/ de su espada". Se sabe o se sospecha a lo
que se va, se sabe o se sospecha que lo desconocido no sólo
está por escribirse y notificarse sino que por sufrirse como
un fin del mundo sin un faro que advierta y señale las trampas
del destino. Ese faro imposible que Formoso lo dice también
con esta imagen plural y evocadora: "Los ojos, diminutos mundos,
miradas/ empequeñecidas, arrimadas a la proa de la Esperanza/
tristes". Porque es tan claro que el carácter es el destino
que el bajel de Sarmiento de Gamboa no puede más que llamarse
Nuestra Señora de la Esperanza, al límite de esa tierra
de nadie donde el destino se transforma en desatino. Por eso, tal
vez, una de las secciones se llama "En Puerto de Hambre aún
esperan la llegada de Nuestra Señora Esperanza", donde
el poeta hace hablar a parte de la tripulación que se quedó
en tierra, "haciendo soberanía" diríamos hoy,
con un lenguaje del siglo al que pertenecieron pero, al mismo tiempo,
proyectado más allá, hasta nuestros días igualmente
naufragados, incluso en la voz de un niño que pide: "Muchos
más barcos quiero/ cien más barcos, mejor/ que sean
mil". Y ese destino como desatino es también la historia
como delirio, con sus imposturas y sus reescrituras y sus ciclos inexplicables,
donde el tiempo humano sólo nos sumerge en más desatinos
y en interminable delirios que pretenden delimitarlo todo: "El
pie del tiempo se percibe en su polvo/ se escucha su herradura y su
relincho enfermo", insiste Formoso. Lo que de paso nos recuerda
al Vallejo de "yo nací un día en que Dios estuvo
enfermo grave", porque que el tiempo se perciba "en su polvo"
nos evidencia no sólo que polvo somos y en polvo nos convertiremos,
sino que, más grave aún, es el tiempo mismo quien se
transforma en polvo, que toda invención humana en la cual la
imagen del faro señero está presente, se transforma
en polvo. Peor aún, el tiempo nos golpea con su herradura y
nos marea, devolviéndonos de golpe a la realidad inconmensurable,
con "su relincho enfermo". "No es sino el tiempo crepitando
en su pozo de piratas/ tiempo húmedo de sangre, bebiendo, difuso/
amontonado y disperso, como una gran raíz", nos dice el
poeta inmediatamente después. En esa espera imposible de los
habitantes de esa ciudad fantasma está la metáfora del
tiempo como historia y como delirio, "difuso/ amontonado y disperso",
aunque tenga su raíz, su "gran raíz". Pero
precisamente mientras más grande la raíz mayor es la
diseminación y la disimilación, los relatos paralelos,
el polvo del tiempo que, sin embargo, se repite en el tiempo y en
el delirio de la historia. Allí está el poema sobre
isla Dawson, por ejemplo, que nos trae de golpe y porrazo al golpe
militar de 1973 a través de la voz de Sarmiento de Gamboa:
"si abrí una puerta equívoca, Dios/ y se exilió
Isla Dawson antes del tiempo/ y se afinó su orquesta que toca
y toca/ la sinfonía del Fin del Mundo/ y el coro fueron ustedes,
los que lloran bajo las piedras"; allá es el destino natural,
acá es el destino histórico, pero todos parte del nombre
de ese dios del que somos parte. Y del cual, qué duda cabe,
forma parte la región magallánica, con sus masacres,
sus rebeliones, sus piratas, sus naufragios, sus vientos, sus motines,
sus conmemoraciones y el insondable Estrecho.
Porque -y me parece esto de mucha importancia, sobre todo en el estado
de las letras nacionales de hoy en día-, Formoso se asume,
como ya dije, en voz propia y en voz de un Otro conjetural, pero no
por eso mera invención o simple delirio. Entonces se hace cargo
de la historia de Punta Arenas, de la historia de la región
de Magallanes, de la presencia ineludible del Estrecho, en la cotidianeidad
de la vida y de la muerte, del azar y del tiempotranscurrido, de la
poesía de poetas tutelares como Jorge Teillier -titulando un
texto "Cartas para Reinas de una Tierra que no tiene Primavera"
y prometiendo a las destinatarias encontrarse en la secreta casa
de la noche, por ejemplo-, amigo, además, nuestro Teillier
de ese otro gran poeta, Rolando Cárdenas, poeta de estos confines
australes. Entonces el poeta Formoso escribe: "Se hizo noche,
¿ves?, anda y trae los muertos/ trae los muertos y reza",
estableciendo así como una especie de cofradía más
allá de la vida y de la muerte, en que la historia por fin
es algo palpable, "anda y trae los muertos", estemos por
una vez todos juntos en una conjunción cósmica donde
todo sea posible, sobre todo la revelación de las imposturas
de la historia y de los malentendidos de los que nos han moldeado,
como una nueva Señora de la Esperanza en medio de un gran cuestionamiento:
"Oh, lengua destructora/ ni poesía, mi dios/ no creo nada.//
Moriría, para ensuciar el mundo" o este otro, "lo
santo es de otro tiempo/ un hombre es un hombre/ a veces", o
más aún, "Porque los huesos duran algo más
en tierra/ alejados del hombre/ que cosa que toca/ se pudre, mi dios",
pero también, "Lo que habla y no debiera/ sé, eso
soy/ a eso vengo:/ a buscar lo que se destruye/ amando".
Es este libro de Christian Formoso un libro de madurez poética,
en el cual el poeta está en posesión de todos sus recursos
expresivos, respetuoso del lenguaje y del idioma, sabiendo que la
poesía es, no sólo en este caso, un faro del fin del
mundo, un parpadeo perpetuo en medio de los embates de lo aconteciente
y su gran reveladora. Por eso quiero terminar con este último
verso, que es también notificación y constatación,
declaración de principios y afirmación de esto que somos:
"Con viejos barcos callados/ marea baja en la ira/ he oído
el corazón del ahogado.// Con nombres, puertos, derrotas/ canales,
ríos, bahías/ con viejos barcos callados.// Vencido
el pueblo ante el viento/ anclado a un faro vigía/ ha oído
el corazón del ahogado.// Con nombre y sangre en las calles/
en plazas y en avenidas/ con viejos barcos callados.// Con tranco
duro de furia/ con cruces rojas y heridas/ con viejos barcos callados/
he oído el corazón del ahogado."