Carlos
Franz
«Para
mí, la literatura es una indagación personal»
Por
Julio Espinosa Guerra
literaturas.com
Nos reunimos
con Carlos Franz en un céntrico café de la Glorieta de Bilbao,
interesados en saber algo más de este novelista afamado en toda Sudamérica,
que ha elegido Madrid para instalarse. Hablamos principalmente sobre su última
novela, El desierto, ganadora del Premio de Novela La Nación-Sudamericana,
uno de los más prestigiosos de toda América Latina, y publicado
en España por Mondadori; pero también del oficio mismo y de sus
inquietudes literarias. Estas son las huellas de identidad que dejo ese día.
-
Carlos, cuéntanos cómo nació la inquietud de contar una historia
como la de El desierto, tu última novela.
- Más
que una inquietud era una necesidad personal. Yo sentía, oscuramente, que
debía narrar esos años de dictadura y sus consecuencias porque determinaron
mucho de mi vida. Por otro lado, la dictadura chilena era y es uno de esos desafíos
irresistibles para un escritor al que le guste medirse con los grandes temas:
uno de esos momentos en que la historia se cruza en el camino de la gente corriente
poniendo a prueba principios, éticas, todo. Y, last but not least, mi generación
creció escuchando aquello de ¿cuándo se va a escribir la
novela que de cuenta de esa tragedia en su profunda complejidad? Quise intentarlo.
-
¿Crees que es necesario seguir hablando, seguir recordando e indagando
sobre el pasado reciente de Chile? ¿Por qué?
- Como
novelista la historia y la política me interesan sólo para usarlos
de telones de fondo, medios de
contraste para mis personajes, la agencia externa en la tragedia que antiguamente
se llamaba «fatalidad». Como ciudadano es otra cosa: creo que esa
indagación en el pasado y sus conflictos es esencial pues es uno de los
pocos antídotos que tenemos contra el materialismo rampante de nuestro
éxito económico.
- ¿Qué
representa Pampa Hundida, el pueblo donde transcurre la narración?
-
Los significados de mis metáforas se me escapan, habitualmente.
Pero, por supuesto, hay algún sentido evidente: esa ciudad hundida en una
depresión del paisaje desértico me parece una metáfora de
la línea del horizonte racional, bajo la cual ponemos nuestros temores
y nuestras culpas. En Chile siempre ha primado la pureza del paisaje, mientras
la corrupción de la polis se oculta.
- Se
presiente una crítica constante al modelo de enfrentar la transición
en toda la novela. Más allá de la ficción misma, ¿qué
piensas del proceso chileno?, ¿se ha sabido enfrentar con justicia hacia
las víctimas la impunidad aún existente?
- Creo que
Chile ha hecho más en menos tiempo que otros países sometidos a
experiencias similares. Sin embargo, no sé si queremos pasar a una segunda
fase en la que ya no se trate sólo de hacer justicia a sujetos individuales,
sino de recordar y pensar a fondo en las responsabilidades colectivas. Hacer de
esta experiencia no sólo historia sino identidad, eso nos haría
de verdad una sociedad más compleja y por tanto más rica. La tragedia
literaria nos señala ese enorme «desierto» que se extiende
más allá de la jurisdicción de los discursos oficiales y
las sentencias penales. Parte de ese desierto en el Chile cada vez más
correcto políticamente que habitamos, es el de las responsabilidades de
los derrotados.
- Ya que estamos hablando de novela
y realidad, ¿cómo enfrentas esta relación en tu obra?
-
Temo que soy muy cínico: como novelista la realidad me interesa
como material literario, nada más. Me gustan los dramas históricos
para usarlos narrativamente. Otra cosa es que una parte de esos dramas, acaso
la más rica, consiste precisamente en el paisaje de ideas y valores que
a veces chocan entre sí violentamente, como las placas tectónicas
en mi país de terremotos, abstracciones que también considero parte
de la realidad. Incluir esas ideas como material narrativo es un gran reto para
un narrador. Y a mí me gustan los retos.
-
Háblanos un poco, por favor, del proceso creativo en que te envolviste
para la escritura de esta novela: recopilación de información, estructuración,
personajes, historias.
- En mi proceso creativo hay lo que llamo
«las tres horas». La primera es la hora del artista. Parto escribiendo
un borrador sin ver a dónde voy, buscando ponerle nombre a algo que no
sé cómo se llama. Así escribo algunos cientos de páginas
informes, asediado por emociones contradictorias: el rapto creativo y la sensación
de fracaso. Una turbulencia irracional que la gente habitualmente asocia con la
inspiración y que por eso llamo la hora del artista. La siguiente hora
es la del artesano. Con ese material en bruto es necesario cortar y armar, edificar.
Las formas aparecen, pero sostenidas con andamios que luego será necesario
retirar. La tercera hora es la del novelista, propiamente tal. La hora cuando
los personajes deben vivir en el drama. Hay que soplar sobre ellos como sobre
el muñeco de barro para que tengan vida (o no). Las sicologías se
contraponen, hay que ser consecuente con ellas, y con el paisaje moral en el que
los hemos albergado. Esta es la hora cuando le vemos la espalda (o no) a los personajes;
es decir, cuando estos se hacen (o no) «personajes redondos», como
los llamaba E. M. Forster. Estas tres horas me han tomado varios años.
Es un «método» pésimo que no recomiendo ni a mí
mismo. Ahora estoy tratando de planear un poco más, de diseñar al
mismo tiempo que sueño. Veremos.
- ¿Por
qué, Carlos, este silencio largo entre El lugar donde estuvo el Paraíso
y El desierto, solo interrumpido por un libro de ensayos?
- Seguramente
porque ese método es pésimo, como lo reconocía antes. Con
ese «sistema» comprenderás que lo que se publica es finalmente
sólo una punta del iceberg de papeles y borradores acumulados. Pero también
me habrá ocurrido porque soy perfeccionista (es decir, inseguro). Y también
porque la literatura no es para mí una habilidad, sino una indagación
personal en mis conflictos. Y uno mismo es el territorio más desconocido
y remoto que existe.
- Al parecer, con esta novela
ya has dado el salto definitivo de Chile al resto de países de habla hispana
y, ojalá, al mundo. ¿Cuál es tu valoración más
personal de esta novela, ahora que ya ha pasado algo de tiempo desde que se publicó?
-
No sé si el salto ha sido al mundo o al abismo. La verdad es
que me siento bastante aislado. Pero supongo que todo escritor acaba siendo un
apátrida. Yo tengo la pretensión de creer que este es un libro sustantivo.
Pero eso no significa mucho en una época que no aprecia la «sustancia»
sino la «circunstancia». Poca gente quiere oír hablar de temas
difíciles, donde para colmo los buenos resultan un poco malos, y al revés.
¡Nada de tragedias, por favor! Y para rematarla es una novela de ideas,
cuando la moda literaria impone al autor onanista, prendado y hasta preñado
de sí mismo.
- Nos podrías decir
qué autores y desde dónde han influido tu escritura, tu obra.
-
Para El desierto la lectura de Sófocles y Esquilo (especialmente
la Orestiada). La relectura de Nietzche. La admiración hacia Camus. El
retorno permanente a Thomas Mann. En fin, perdón por las pedanterías.
-
¿Qué opinión tienes del panorama actual de la narrativa chilena,
tan poco conocida en España?
- No es muy diferente creo,
a otras literaturas laterales o periféricas. Hemos vuelto al viejo modelo
de dependencia o colonialismo. Se copia la última moda llegada de Europa
o EE. UU. Aunque quizás, ahora, lo triste sea que ya no es la moda de París
o Londres, la que importamos, sino la de una ciudad provinciana, con sus esnobismos
de provincia, como es Barcelona. Por supuesto, hay excepciones; pero siempre hay
excepciones.
- ¿Y cuál es tu opinión
de la narrativa española, que pareciera vivir un constante boom?
- Tengo
la impresión de que es mucho más próspera de lo que merece.
Noto escasa curiosidad intelectual y mucha obesidad moral; una auto-satisfacción
rayana en la corrupción; un cinismo creativo instalado. En este paisaje
autocensurado por su propia profusión a un autor valioso casi se lo puede
identificar de lejos, por lo arrinconado.
- ¿Qué
recomendación le darías tú, después de todo este camino
largo hacia el reconocimiento, a un narrador que comienza y encuentra cerradas,
de manera metódica, las puertas de las editoriales?
- Yo
no sigo ni mis propias recomendaciones. Pero si me apuras te invento una: que
el narrador ese haga la prueba de dedicarse a otra cosa, si no le duele demasiado.
Si le duele insoportablemente entonces volverá y aguantará mejor
los portazos. Quizá hasta entrará por la ventana, por la chimenea,
por el retrete, como sea. Luego verá que quizá no valía la
pena tanto esfuerzo. Pero ya será demasiado tarde, ya habrá quedado
encerrado y «con un solo juguete». Será escritor irremediablemente.
Qué dios lo asista, entonces.
- Y por último,
para todos aquellos que no te conocen, podrías esbozar un retrato de quién
es y qué le interesa escribir a Carlos Franz.
- Me niego.
También para mí «Carlos Franz» es un desconocido, que
para colmo se empeña en traicionarme, constantemente.
Después
de esta respuesta, tan contundente, sentimos que la entrevista ha concluido. El
sabor que queda en la boca es el de haber conocido a un autor independiente, con
mirada propia y su novela, El desierto, así lo reafirma. Después
de un rato, salimos del café y nos despedimos. Observo cómo se pierde
en la entrada del metro y camino hasta mi casa, con ganas de transcribir estas
notas antes de que se enfríen, para que así, cuando ustedes las
lean, aún no hayan perdido el sabor.
Carlos
Franz
EL
DESIERTO
Premio
de Novela La Nación-Sudamericana
Mondadori, 2005
El chileno
Carlos Franz viene aventurándose en el territorio de la novela de
manera positiva desde que en los primeros noventa publicara Santiago Cero,
por la que consiguió positivos comentarios, lo que lo llevó a ubicarse
dentro de los cabeza de carrera de eso que algún empresario no muy original,
pero sí efectivo, llamó “el mini-boom de la narrativa chilena”,
que no era otra cosa que la manera en que la editorial Planeta logró posicionarse
en el depreciado mercado literario del país austral.
Posterior
a esta interesante primera novela, con todo lo bueno y todo lo malo que el término
“primera novela” engloba, Franz sacó a la luz El lugar donde estuvo
el Paraíso, finalista del premio de novela Planeta Argentina, que vino
a verificar lo que inicialmente no era más que una latencia: Franz no era
un aparecido en el panorama narrativo del país ni su primer éxito,
una casualidad. A pesar de que más de un lector o crítico pudo hallar
similitudes entre El lugar donde estuvo el Paraíso y Bajo el
volcán, de Malcom Lowry, la novela del todavía joven narrador
en aquel entonces, rezumaba una manera propia de decir, decir que poco a poco
se iba desligando de sus primeras influencias. Además la eficacia con la
que supo ubicar a sus personajes, cada vez más complejos, en el mundo creado
hablaba de que lo que inicialmente había sido un potencial, había
devenido en un buen hacer.
Después de su segunda novela, Franz
guardó silencio, silencio que sólo fue interrumpido por un libro
de ensayos premiado por la I. Municipalidad de Santiago: La muralla enterrada.
No sabíamos
sus lectores qué sucedía con el narrador y ya echábamos en
falta algún nuevo texto, seguramente infectados –nosotros, los lectores–
por el síndrome de la “novela por año”, de la “novela basura” o,
más educadamente, de la “novela de aeropuerto” a la que nos tienen acostumbrados
ciertos autores de best-seller’s y ciertas editoriales.
Pero Franz no
estaba muerto ni se había volcado a la frivolidad que da la fama, sino
que se había encerrado a trabajar en un nuevo texto, más ambicioso
y personal que los anteriores: más ambicioso por su magnitud y su temática,
y más personal por el tono y la voz que logra en la totalidad de la narración.
Esta novela, ganadora de uno de los más importantes premios de toda Hispanoamérica,
se titula El desierto y narra el reencuentro de una jueza con su pasado,
ligado directamente a la dictadura y un pueblo perdido del norte de Chile.
Estructuralmente, el discurso teje una red en la que se entrecruzan el pasado,
recordado in extenso por Laura, la protagonista, por medio de la escritura de
una carta donde intenta responder la pregunta que le ha hecho su hija Claudia:
“¿Dónde estabas tú, mamá, cuando todas esas cosas
horribles ocurrieron en tu ciudad?”; y el presente, o sea, todo aquello que le
sucede a la misma Laura durante los tres días inmediatos a su reposición
como jueza en el apartado poblado de Pampa Hundida, que coinciden con la celebración
de una fiesta religiosa tradicional.
Poco a poco la narración nos
irá respondiendo la pregunta de la hija y presentando una realidad radicalmente
diferente a la presentida por ésta, que, desde su juventud, es incapaz
de entender o siquiera vislumbra la razón por la que su madre, siendo la
jueza de Pampa Hundida, no evitó las torturas y asesinatos allí
cometidos. Es así como irán apareciendo personajes que harán
entrelazarse el pasado con el presente: el Mayor Cáceres, antaño
el encargado del campo de concentración cercano al poblado y ahora coronel
jubilado, desfigurado por un incendio e invadido por la locura provocada por sus
propios actos; Mamani, el ex alcalde nombrado por la dictadura, jefe indígena
y hombre de negocios, que se debate entre su tradición milenaria y su propio
éxito; el médico del pueblo, Ordó&ntil de;ez, actual
alcalde, democrático, representante de una izquierda deslavazada, desmemoriada
y cobarde, incapaz de enfrentar el pasado y que escondido detrás de la
retórica de la transición democrática, lentamente, pero de
manera eficaz, va borrando todo rastro de lo sucedido y, así, piensa que
llega a la concordia, aunque no es más que pura falsedad. Personajes, todos,
que a pesar de ser lo suficientemente arquetípicos como para reconocer
las tipologías de los actores político-sociales del Chile de posdictadura,
también son lo suficientemente originales como para no caer en la caricatura
o la banalidad.
De esta manera, Franz nos entrega una imagen totalmente
válida del Chile actual, enmarcada en un territorio literario, casi mítico,
como es el de Pampa Hundida: eficaz máscara, símil del propio país,
donde Laura y su hija, Claudia, cumplen, ambas a su manera, la función
de la conciencia moral e histórica, negada de manera metodológica
por todos los estamentos sociales.
Resumido de esta manera el tema incluso
parece fácil, pero Franz, por increíble que parezca, es uno de los
primeros narradores chilenos que logra publicar un texto ambientado en Chile durante
dicho período. Hasta ahora en librerías españolas sólo
encontrábamos un par de textos que hablaban de los exiliados, mas nunca
de quienes sufrieron dentro del país este período, y menos de la
hipocresía con que se ha tratado el problema.
Esto como elemento
esencial. Pero el autor tiene más méritos. Por ejemplo, haber sabido
beber de otras lecturas del canon latinoamericano sin verse cegado, encasillado
en dichos modelos. Así, fácilmente se pueden identificar las señas
de todo Juan Rulfo (sin ir más lejos, la misma locación –una fiesta
mitad pagana, mitad religiosa en un oasis en medio del desierto– inevitablemente
nos recuerda Comala), del Carlos Fuente de La muerte de Artemio Cruz, o
del Mario Vargas Llosa de La ciudad y los perros, especialmente en el retrato
del Mayor Cáceres cuando era el carcelero del campo-presidio cercano al
pueblo donde se desarrolla la acción.
Por último, otro
de los elementos a resaltar es que Franz ha sabido plantear una “Odisea” inversa,
que no es más que el retorno de la jueza Laura Larco a una Ítaca
que deja de ser un territorio soñado, para ser el territorio de sus pesadillas.
Indudablemente este viaje no terminará con un regreso y una permanencia
“idílicos”, sino con una nueva partida del territorio maldito después
de un “milagro”, que no es tal, pero que redime a los protagonistas.
Así
las cosas, en El desierto se narra un viaje necesario para recuperar el
orden primigenio, a cargo de un antihéroe, la jueza Larco; pero no se trata
de la recuperación del orden de una región, de un lugar geográfico,
sino del territorio mental de los protagonistas, de los torturados, de las víctimas.
Inclusive, al finalizar la novela nos enteraremos de que el narrador se corresponde
con un personaje identificable, perfectamente, con un Homero, pero empequeñecido
y tercermundista, que nos ha cantado la tragedia de su comunidad desde su propio
fracaso.
Hay que celebrar a Carlos Franz por su valentía y compromiso
histórico, pero aún más, porque su novela representa aquel
tipo de textos cada vez más difíciles de encontrar en nuestras librerías:
la buena literatura, que goza siempre de personalidad propia. Todos y todas los
que se aventuren en el territorio de El desierto así lo comprobarán.